Macroeconomía robusta y profunda fragilidad social: la paradoja de los peruanos
Alejandro Narváez Liceras (*)
Disclaimer: “Hay quienes dicen que soy negativista, un pesimista. Soy realista, que es muy diferente. Trato de buscar respuestas a los problemas del país, lo que implica, ir al origen de esos problemas, a sus raíces, y proponer soluciones. El optimista sin datos, sin números, es un iluso”. ANL

El Perú exhibe una de las paradojas más persistentes y desconcertantes de América Latina: una macroeconomía robusta coexistiendo con una profunda fragilidad social. Mientras las autoridades económicas resaltan la baja deuda pública, la estabilidad monetaria y la solvencia externa, millones de peruanos padecen de inseguridad alimentaria grave o moderada, empleos precarios y servicios públicos insuficientes. Esta dualidad, lejos de ser un fenómeno reciente, ha alcanzado un punto crítico en el periodo 2024 –2025, revelando los límites de un modelo económico concentrado en estabilidad, pero muy débil en redistribución, institucionalidad e inclusión social.
En este artículo intentaré analizar esta paradoja mostrando algunas evidencias y cómo la política económica debería recuperar su esencia, su razón de ser: el bienestar de la gente.
Política económica y su fin supremo
La política económica —en teoría y en práctica— debería orientarse a mejorar la calidad de vida de las personas. Sin embargo, la atención y el debate se ha desplazado hacia temas estrictamente técnicos: equilibrio fiscal, metas de inflación, disciplina monetaria o estabilidad macroeconómica. Aunque estos elementos son importantes, pierden sentido cuando no se traducen en bienestar concreto para la población. Adam Smith (1776) advertía que la riqueza de una nación no radica únicamente en la acumulación de capital, sino en la capacidad de mejorar la vida de sus habitantes. De igual forma, Keynes (1936) señalaba que la economía debía estar al servicio de las necesidades humanas y no al revés.
Fortaleza macroeconómica: un espejismo estadístico
Desde la perspectiva estrictamente macroeconómica, el Perú mantiene indicadores que, en apariencia, son mejores que los de sus pares en la región. El Banco Central de Reserva del Perú (BCR) reportó que la inflación retornó al rango meta en 2024, ubicándose en 1.4% al 3T2025, una cifra significativamente inferior al promedio regional. Asimismo, las reservas internacionales netas superan los 90 mil millones de dólares en noviembre de 2025 (26% del PBI), otorgando un colchón importante frente a episodios de volatilidad externa.
Por su parte, el Ministerio de Economía y Finanzas (2025) ha insistido en que la deuda pública se mantendrá en torno al 31.3% del PBI para el 2025, una de las más bajas de América Latina, lo que preserva grados de libertad de la política fiscal. Cabe destacar que el Perú cuenta con un reducido déficit fiscal de 2.4% al 3T2025 (BCR: RI3T25), solo superado por Chile. Además, el sistema bancario peruano exhibe una ratio de solvencia o capital global (RCG) a septiembre de 2025 de 17.2%, nivel mayor al mínimo regulatorio exigido de 10%.
No obstante, este conjunto de cifras genera una ilusión de estabilidad que no captura la precariedad social subyacente. La macroeconomía peruana parece diseñada para ofrecer una imagen de fortaleza que no se traduce en mejoras sustanciales para la mayoría de la población. La pregunta es inevitable: ¿de qué sirve la estabilidad fiscal si no logra revertir la desigualdad ni cerrar brechas históricas en salud, educación o infraestructura?
El rostro oculto: pobreza, desigualdad y hambre
La pobreza monetaria (ingresos) se elevó a 27.6 % en 2024 (INEI, 2025), lo que significa que cerca de uno de cada tres peruanos no logra cubrir una canasta básica de consumo. Más alarmante aún, la pobreza extrema volvió a crecer (5.5%) por primera vez en una década. Consecuencia de este panorama y según el informe del MINSA (2025) 33,000 peruanos padecían tuberculosis en el 2024, y de acuerdo a la OMS la cifra real podría estar en 59,000 casos. Perú está entre los países con mayor aumento de esta enfermedad en América Latina.
Por otro lado, el 41% de la población peruana experimentó inseguridad alimentaria grave o moderada (falta de acceso continuo y suficiente a alimentos) entre 2022 y 2024, la cifra más alta de América del Sur (FAO, 2025). La anemia en niños menores de tres años subió a 45.3% y la desnutrición crónica en menores de cinco años alcanzó al 12.6% (ENDES 2025-I). El país de la mejor cocina del mundo golpeada por la falta de comida, ¡vaya paradoja! La precariedad laboral sigue siendo la norma: más del 70 % de la población ocupada trabaja en la informalidad, con ingresos inestables y sin protección social, y un 42.3% de la PEA es subempleada (INEI, 3T25), es decir, trabajadores sin derecho a nada.
La fragilidad social no es solo una consecuencia económica, es también el reflejo de un Estado ineficiente e indolente, cuya presencia fuera de Lima es débil, fragmentada y, en muchos casos, inexistente. Esta ausencia institucional, combinada con décadas de baja inversión pública en infraestructura, educación, salud, etc., explica por qué amplios sectores de la población siguen en el abandono del Estado pese a los buenos indicadores macroeconómicos que tanto se propalan.
Estabilidad arriba, colapso abajo
El contraste entre estabilidad macro y deterioro social evidencia la naturaleza incompleta del modelo económico peruano de más mercado y menos Estado. Como señala el FMI (2024), economías con fundamentos sólidos pueden fracasar si carecen de instituciones capaces de traducir el crecimiento en bienestar. El Perú es un ejemplo paradigmático: sólido en cuentas fiscales, muy débil en cohesión social, eficiente en estabilidad monetaria, ineficiente en provisión de servicios públicos. Simplemente, no hay correlación entre ambos.
El problema no es únicamente distributivo, sino estructural: el crecimiento peruano ha dependido excesivamente de ciclos de precios de materias primas y de un sector privado dinámico que opera al margen de un Estado rezagado. Esta desconexión genera una economía primaria exportador que coexiste con una sociedad vulnerable, lo que explica la crisis social permanente y la desconfianza hacia las instituciones del Estado.
En términos concretos, la fragilidad social no es un accidente: es el resultado acumulado de un Estado débil e ineficiente, una élite económica egoísta y desconectada del Perú real y una “clase política” más centrada en disputas internas por pequeñas cuotas de poder que en diseñar un proyecto nacional.
¿Para quién crece la economía? La pregunta que incomoda
La economía no crece en abstracto, crece para alguien. La pregunta clave, planteada por clásicos y contemporáneos, es quién se beneficia de ese crecimiento. Según Amartya Sen (1999), el desarrollo debe medirse por la expansión de capacidades reales de las personas, no por la magnitud del PBI. Si el empleo es informal, los salarios son bajos y los servicios públicos son deficientes, entonces un crecimiento elevado carece de sentido moral y político.
El bienestar colectivo no es una consecuencia automática del crecimiento económico, es la resultante de políticas públicas deliberadas. Cuando el Estado deja que el mercado resuelva por sí solo problemas como pobreza, desigualdad o exclusión, lo que en realidad hace es perpetuar las brechas estructurales que afectan a los sectores más vulnerables.
La responsabilidad del Estado: más allá de la retórica económica
El Estado es el principal arquitecto de la política económica, y por tanto el primer responsable de que sus objetivos estén alineados con el bienestar social. Keynes (1936) advertía que una economía abandonada a la “mano invisible del mercado” podía generar más inestabilidad que prosperidad, precisamente porque el mercado no garantiza pleno empleo ni protección social. En este sentido, la intervención del Estado no es una anomalía, sino una necesidad para ordenar el sistema económico.
Sin embargo, en países con débil institucionalidad, la política económica se ha vuelto un ejercicio elemental tecnocrático desconectado de la realidad social. Se celebran metas fiscales mientras aumentan la informalidad, la pobreza, el hambre. Se aplaude la estabilidad monetaria mientras se deterioran los servicios de salud, educación y seguridad. Esta desconexión erosiona la legitimidad del Estado y, en última instancia, mina la cohesión social que luego explotará. Sin justicia social no habrá paz social duradera y genuina en el Perú.
Conclusión
El Perú vive atrapado en una paradoja profunda: presume de estabilidad macroeconómica sólida mientras su tejido social se deshace lentamente. Los logros monetarios y fiscales, aunque importantes, no compensan la fragilidad social que amenaza con socavar la cohesión nacional. El verdadero desafío no es mantener el orden macroeconómico, sino construir un Estado capaz de transformar tales cifras en bienestar, estabilidad en desarrollo y crecimiento para todos.
La política económica debe recuperar su esencia: mejorar la vida de las personas. Reducirla a un mero ejercicio de equilibrios macroeconómicos es vaciarla de contenido ético y social. El progreso genuino requiere un Estado capaz de
combinar estabilidad monetaria y fiscal con políticas públicas que generen oportunidades reales para todos los peruanos. El desafío no es solo técnico, sino moral: recordar que los números sólo tienen valor en economía cuando se traducen en bienestar humano.
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(*) es Doctor en Ciencias Económicas por la Universidad Autónoma de Madrid (UAM) y actualmente profesor Principal en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y director del IIEE.
(**) Este articulo y otros del autor también puede leerse en: www.alejandronarvaez.com
