¿Del sueño a la pesadilla americana?

Por: 

Nicolás Lynch

Uno de los portentos ideológicos de la segunda mitad del siglo XX ha sido, sin lugar a duda, el sueño americano. Aquella fabricación que nos presentaba la propaganda del país del norte con un cartel donde papá manejaba un carro nuevo, mamá lo acompañaba a su costado y los dos hijos, hombre y mujer, iban en el asiento trasero. Completaba el cuadro la sonrisa de los cuatro enmarcada en un horizonte soleado que se perdía por la luna trasera del vehículo. En resumen, el sueño de la clase media a la que cualquier persona de buena voluntad podría tener acceso. Este anzuelo pescó a millones de seres humanos que decidieron migrar a los Estados Unidos buscando el horizonte de una vida mejor.

La verdad, tras esta estela, es que los Estados Unidos ganaron la Segunda Guerra Mundial y se convirtieron en la potencia hegemónica, articulando con éxito en los setenta años siguientes una democracia de élites hacia adentro y una agresiva política imperial hacia afuera, que combinaba el control de los despojos coloniales de las antiguas potencias europeas con su propia expansión imperial. En un primer momento, en contrapunto con la Unión Soviética, pero luego de la caída del muro de Berlín, con la ilusión de convertirse en el centro del control unipolar del mundo. Este proceso, sin embargo, se ha visto atravesado por dos crisis del capitalismo tardío liderado por Estados Unidos, una en 1998 y otra en el 2008, que tienen que ver con las graves dificultades del predominio del capital financiero en el proceso de globalización, la deslocalización industrial que sufren los países más desarrollados, sobre todo al Asia y principalmente a China y la rapiña creciente de países dependientes como el nuestro que buscan ser condenados al extractivismo.

El caso es que Estados Unidos, a la cabeza del mundo occidental, no ha logrado superar las crisis capitalistas que se sobreponen antes de encontrar caminos de solución. La primera consecuencia de este entrampamiento ha sido el grave deterioro de su situación interna, principalmente de su situación económica y social, que logra enmascarar produciendo un monumental déficit en sus cuentas nacionales que no tiene FMI que lo controle y multiplicando sus aventuras militares, las más de las veces inútiles, en el exterior. Todo esto ha llevado a que la otrora superpotencia haya dejado de ser la tierra prometida de antaño. Esto por supuesto no es óbice para que siga atrayendo migrantes, que dejan sus países asolados por la misma rapiña que promueven los gobiernos de los Estados Unidos y sus aliados; lugares en los que la vida es aún más terrible que en el imperio en decadencia.

Esta crisis es la que ha procreado el ejército de desocupados y subempleados que han proliferado en los últimos treinta años. El dominio del capital financiero y la deslocalización productiva, que han producido ingentes ganancias para un puñado de grandes capitalistas, no solo han destruido puestos de trabajo sino también recortado drásticamente los salarios, a la mitad y a veces a la tercera parte de lo que eran en promedio hace un cuarto de siglo. Pero lo más duro para esta sociedad que solo creía conocer la abundancia, es que ha terminado con los sueños de una clase media que hace tan solo un par de generaciones creyó que tenía asegurado el bienestar y la movilidad social hacia arriba para siempre. 

Se da entonces una aguda desigualdad social, que a la vez de generar un empobrecimiento desconocido en esas latitudes produce al mismo tiempo una extraordinaria acumulación de riqueza en una pequeñísima minoría. 

Sin embargo, a la vez que la agudización de la desigualdad, también se ha desarrollado un choque cultural, que abarca a estratos mayores de la población que no sólo tienen que ver con personas de bajas ingresos. Está el sector de clase media alta, blanco, que ha mantenido e incluso incrementado sus ingresos de la mano de los millonarios, pero que se encuentra profundamente molesto por la diversidad étnico social que se ha desarrollado en el país. Estos sectores que todavía gozan de bienestar, junto con los desocupados y subempleados también blancos, ya se enfrentaron a Barack Obama por esta razón y ahora vuelven a la carga. La disminución de su peso específico, no sólo electoral y demográfico sino sobre todo cultural, la evolucón de un país WASP (White, Anglo-saxon, Protestant) a un país diverso, al que se integraron católicos y judíos a mediados del siglo XX y al que ahora pugnan por integrarse, entre otros, los afroamericanos y los latinos les es insoportable.

Esta crisis, es la que se expresa en la política en los últimos años. Por un lado, en el resurgimiento de una izquierda, cuya mejor expresión ha sido la candidatura en dos primarias demócratas de Bernie Sanders, pero también de una extrema derecha que no aparece con Trump, recordemos el “Tea Party” de diez años atrás y los múltiples grupos de supremacistas blancos que son más antiguos todavía. La crisis entonces polariza también la representación política y amenaza terminar con el mainstream, el centro político e ideológico en torno al cual orbitan los partidos demócrata y republicano después de la Segunda Guerra Mundial. Desde derecha e izquierda, claro que con métodos y objetivos muy diferentes, el reclamo es contra la democracia de élites que ni representa ni da soluciones para las mayorías.

Donald Trump no comienza entonces sino que es producto de esa polarización y sus respuestas, que buscan regresar a la situación de hegemonía imperial de treinta o cuarenta años atrás, son inviables en el actual momento de la globalización pero tratan de ser una alternativa a un problema de crisis hasta ahora sin salida a la vista. No es descabellada, por ello, la comparación que se ha hecho en días recientes de esta situación con el nazi fascismo en la Europa hace casi un siglo. Como en esa época vemos la ofensiva callejera de trabajadores desocupados o subempleados, junto con una pequeña burguesía desesperada, que se movilizan amenazando y ejerciendo una violencia desconocida en el país del norte. Una actitud que los propios norteamericanos ya califican de “terrorismo doméstico” y que paradógicamente es la otra cara del enriquecimiento desmedido al que hacíamos alusión. No por gusto al calificar el fenómeno nazi fascista en 1934 Jorge Dimítrov dijera que se trataba de “la ofensiva terrorista del gran capital”.

Sin embargo, ni desocupados y subempleados y menos todavía la clase media alta,  identifican a los grandes capitalistas como sus enemigos, sino como parte del sueño americano que les es negado. Sus enemigos son “los otros”, los latinos y los afroamericanos que les quitarían el lugar al que aspiran, además de todos aquellos que los apoyan o piensan de manera similar. 

No creo, por ello, que esta minoría intensa desaparezca fácilmente ni que su existencia esté, necesariamente, asociada a la de Trump. La polarización social y política va a continuar mientras continúe la situación de crisis económica y social que señalaba. Esta movilización de extrema derecha puede hoy estar representada por Trump y quizás mañana también, pero su existencia tiene más que ver con la decadencia de un gigante decrépito, de la cual todavía no hemos visto todavía sus capítulos más oscuros, que con la insolencia de un líder imperial.

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