¿Qué se ha quebrado en el Perú?

Por: 

Nicolás Lynch

Cuando cayó la dictadura de Fujimori y Montesinos, diecisiete años atrás, tuvimos la esperanza de que un tiempo nuevo podría estarse abriendo en el Perú. Al menos el cumplimiento de la promesa de las transiciones democráticas de respeto a los derechos humanos y liberad política para los ciudadanos  que diera condiciones para que nuestro pueblo recuperara los derechos sociales conculcados. Nos equivocamos.

El neoliberalismo continuó en democracia y fue capaz de convencer a los peruanos que el crecimiento económico que ha favorecido a unos pocos podría convertirse en riqueza de todos. Nada de eso ocurrió, pero las ideas, como dice Braudel, probaron ser otra vez las cárceles de más larga duración. Este neoliberalismo, sin embargo, no perdió el ingrediente que ya había tenido en dictadura: la corrupción. Cuando ésta sale a la luz se quiebra el encanto neoliberal y aparece el detritus de la realidad.

Frente a la ruptura del encanto, las fuerzas del cinco de abril de 1992 quieren aprovechar la oportunidad, reintroducir su relato y forzar una nueva puesta en escena. Alberto Fujimori, el líder del saqueo y las masacres de los noventa, es el que nos lleva de la mano para presentarnos un nuevo cuento de hadas. Los protagonistas de la guerra sucia, que terminó con el terrorismo senderista, reaparecen escribiendo la historia oficial de lo sucedido en los años de plomo y él mismo se muestra como el nuevo héroe civil al que hay que liberar. La guerra sucia, como final perverso de la violencia terrorista, ya no es una amenaza para la democracia, ahora se ha convertido en su partera.

La ruptura del encanto y el nuevo cuento de hadas nos están diciendo que podríamos estar cerca del final del régimen democrático que nació a medias con la huida del dictador a fines del 2000 y que ahora peligra, con toda su precariedad, de la mano del mismo personaje. Ya conocemos el guión de la guerra sucia luego de la guerra misma: primero hay que ir por los movimientos sociales y los partidos democráticos, después el ataque al Ministerio Público y al Tribunal Constitucional y finalmente disolución de lo que haya que disolver, ayer el Congreso hoy quizás la Presidencia de la República. Además, por supuesto, de establecer que todos somos terroristas. Pero este final necesita un nuevo cinco de abril para culminar el viraje autoritario. Si será al contado o en cómodas cuotas y tendrá el número suficiente de incautos para permitírselo, está todavía por verse, pero ese parece ser el futuro en el horizonte.

Sin embargo, ¿qué mató la esperanza del 2000? El trabajo incompleto. Quedaron pendientes políticos y económicos. Los políticos son evidentes: la constitución autoritaria impuesta en 1993 y bajo la cual vivimos hasta el día de hoy. Los económicos se resumen en el modelo que todavía sufrimos y que ha sido vendido como lo contrario de los que es, se trata de un modelo que reprimariza, concentra y extranjeriza la economía en prejuicio del Perú y los peruanos. Es la persistencia de este orden lo que mató la esperanza de la última transición democrática. Una persistencia tal que fue capaz de evitar que surgieran fuerzas alternativas en estos años.

Pero cuando la casa está a punto de colapsar producto de la podredumbre y cuando la basura de ayer nos dice que va a barrer a la de hoy, suenan las trompetas del juicio final. Ahora o nunca. Esta necedad por repetir la historia como farsa autoritaria tiene que ser parada en seco. Por ello, no cabe sino pensar en la unidad. Es indispensable que nos unamos todas las fuerzas progresistas y democráticas, todas. Todo resquemor por el otro en el campo democrático aparece casi como una traición. No defraudemos al Perú, no nos defraudemos a nosotros mismos que la historia nos lo puede cobrar más caro que nunca.

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