Ventajas de una catástrofe
Jorge G. Castañeda
La victoria de Donald Trump es una pesadilla para Estados Unidos, para el mundo, y en particular para algunos países, como México y las naciones de Centroamérica y el Caribe. Trump habló con más cordura que antes al pronunciar su discurso de victoria. Pero esto no cambia las consecuencias de la campaña electoral estadounidense ni de su desenlace.
Los mercados se adaptarán al nuevo gobierno y no habrá una hecatombe económico-financiera producto de los comicios. Pero todo eso que es cierto en general no lo es tanto en lo particular para América Latina.
Ningún otro candidato a la presidencia de un país importante ha hecho campaña durante un año y medio explícitamente contra los intereses nacionales de otro país, y mucho menos de uno vecino. Eso hizo Trump desde junio del 2015. Hizo campaña sobre los temas de la deportación de millones de indocumentados, de la construcción de un muro para terminar de sellar la frontera sur de su país, de la revisión, apertura o derogación del que llamó el peor acuerdo comercial del mundo: el Tratado de Libre Comercio de América del Norte.
Lo mismo vale para los países de Centroamérica y el Caribe que en su mayoría son emisores de flujos migratorios a EE UU, cuentan con contingentes importantes de ciudadanos suyos sin papeles y han firmado también acuerdos de libre comercio con Washington.
Algunos analistas creen, sobre todo en México, que los reiterados pronunciamientos de Trump son la típica retórica de campaña, que no lo comprometen a nada, y que sus propuestas no son factibles. Nada de esto es del todo cierto. Trump debe su victoria a los votantes de Estados como Pensilvania, Ohio, Michigan y Wisconsin, que fueron de los más afectados por los acuerdos de libre comercio de EU con México y otros países, y del ingreso de China a la Organización Mundial de Comercio (OMC), en el año 2000.
El candidato triunfante tendrá que responderles a sus seguidores en esos Estados que además sufrieron agravios innegables debido a los efectos de la globalización y del libre comercio. El que otras regiones de EE UU sí se hayan beneficiado de esto es sólo un triste consuelo para ellos. Por eso se enojaron, votaron por Trump, lo hicieron ganador y por eso les va a tener que cumplir. Si Obama, que hizo campaña a favor de una reforma migratoria integral, y que nunca se comprometió a expulsar a los indocumentados, deportó a más de dos millones de mexicanos y centroamericanos durante sus ocho años en la presidencia, no sería raro que Trump, que sí lo ha prometido, haga lo mismo. Quizás no deporte a todos los que se encuentran sin papeles en Estados Unidos. Pero a un número importante, sí.
En cuanto al muro, desde Bill Clinton en 1994 y pasando por George Bush y Barack Obama, se han construido más de 1.000 kilómetros a lo largo de una frontera de 3.000. Los predecesores de Trump lo hicieron sin que fuera una promesa de campaña ni consigna de mítines. No sería extraño que Trump quisiera agregarle otro tanto. No cubriría toda la frontera, pero ya abarcaría mucho más de la mitad.
¿Qué pueden hacer estos países frente a la amenaza que viene? Primero, reconocerla. Deben tomar a Trump en serio, sí hay motivos para preocuparse y sólo se puede diseñar una estrategia de respuesta si parte de la realidad.
Segundo, deben explicarle a la sociedad mexicana, centroamericana y caribeña qué sucedió en EE UU, por qué casi aproximadamente 60 millones de norteamericanos votaron como votaron; por qué eligieron a un presidente con un programa y una personalidad como la de Trump; por qué le dieron una mayoría republicana en ambas cámaras del Congreso y por qué podrá disponer de una mayoría en la Suprema Corte de Justicia. Una vez hecho esto, será necesario adoptar una serie de medidas, todas ellas dolorosas y caras, para adaptarse a la nueva situación ya visible en el horizonte. Estas medidas incluyen, pero no se limitan, a: reforzar con recursos financieros y humanos a los 50 consulados que México tiene en EE UU, y a los de otras naciones afectadas, para que, con más personal, más dinero para contratar abogados, más capacidad de salir a la calle y a los medios de comunicación, puedan ofrecerle toda la protección legalmente posible a los nacionales de sus respectivos países, con o sin papeles.
Además, responder de inmediato y con vigor a los posibles intentos del Gobierno de Trump de revisar o reabrir los acuerdos de libre comercio pendientes. No todos han sido exclusivamente en beneficio de México, Centroamérica y el Caribe, o incluso de varios países de América Latina. Pero lo peor sería incurrir en una reversión de los mismos. Esto implicaría llevar cada hipotética medida dañina a paneles de los tratados bilaterales, a los mecanismos de solución de disputa en la OMC, y cuando sea pertinente, a los propios tribunales norteamericanos donde algunos casos se puedan litigar con posibilidades de éxito.
Por último, y esto es más cierto para México, que el Gobierno y la sociedad mexicana abandonen sus lamentables sermones dirigidos a los norteamericanos sobre la importancia de México para EE UU y se concentren en defender los intereses nacionales, cada quien en la trinchera que pueda, sobre todo ahora que para Trump el respeto a los derechos humanos en México será la última de sus preocupaciones.
Se podría también considerar, en el caso de México, la negociación de acuerdos sectoriales o regionales con empresas norteamericanas de incremento significativo de los salarios. No pondrían en peligro la competitividad de dichas empresas, pero se dejarían de imponer salarios de miseria a los cientos de miles o hasta millones de trabajadores mexicanos en la industria automotriz o maquiladora en el norte del país.
Pero lo más importante será que los países más afectados encuentren la manera de hacer la tarea en casa. Lo que sucedió en EE UU puede suceder en México pronto y en otros países también. La globalización no ha traído los beneficios deseados. Lo peor que se podría hacer es abandonarla u oponerse a ella. Pero tampoco se puede seguir sin buscar de manera mucho más proactiva los beneficios tan poco presentes. Para todas las naciones de lo que se llamaba la Cuenca del Caribe, reinventar su relación con EE UU es indispensable y al mismo tiempo extraordinariamente difícil. No se puede proceder a un repliegue, a una cerrazón o a la llamada diversificación: geografía sí es destino. Se necesita más integración de las economías de América del Norte, Centroamérica y el Caribe. Pero diferente ha la que se ha hecho hasta ahora. Como se ve, los retos que presenta la victoria de Trump no son menores, pero la oportunidad de corregir los errores del pasado puede ser una de las ventajas de esta catástrofe.
*Jorge G. Castañeda, exministro de Asuntos Exteriores de México, es profesor de Ciencias Políticas y Estudios Latinoamericanos y del Caribe en la Universidad de Nueva York.
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