Se acaba la República Empresarial
Francisco Durand
“Es el fin del Estado pro empresario”, admitió entristecido un abogado corporativo. A continuación un recuento de esta tendencia declinante.
Desde que la República Empresarial se inauguró en 1990, en base a una alianza externa (EUA, OECD, BM y FMI) e interna (grupos de poder económico y multinacionales, CONFIEP, las derechas), experimentó un rápido desarrollo y ha logrado durar más de 30 largos años.
Para sorpresa de muchos, la República así forjada en la dictadura de los 1990 siguió su curso impertérrita, casi sin cambios. En los 2000 continuo su marcha triunfante. El modelo económico se blindó con tratados de libre comercio firmados con numerosos países. Internamente, el consumo creció. Los centros comerciales se convirtieron en catedrales del consumo. El crédito se extendió y las leoninas tasas de interés se aceptaron acríticamente. Había plata. Un shock externo positivo llegó justo a tiempo para evitar una critica al modelo económico: la bonanza exportadora 2002-2014. La CONFIEP y el MEF tuvieron entonces la justificación necesaria para insistir en “profundizar el modelo” que “generaba riqueza y empleo”. Nada de cambios, ni siquiera diversificación exportadora. El modelo era intocable, como para ponerlo “en piloto automático”. Insistir en que solo el mercado salvara al Perú y solo el Estado lo hundirá.
No todo era color de rosa. Bien vistas las cosas, la nueva oligarquía extractivo-financiera fue cediendo terreno de a pocos, sufriendo pequeñas y grandes derrotas (los $40,000 millones de inversión minera, parados). Políticamente, se manejó primero con la dupla autoritaria y corrupta Fujimori-Montesinos. Luego de su caída, a pesar de la primera ola de juicios que tocó a algunos de sus operadores (todos los ministros de Economía que fueron sus leales servidores; juicio a Dionisio Romero), los grandes empresarios pudieron seguir manejando los hilos del poder desde atrás, sin mayor pérdida de prestigio, gracias a las mayordomías presidenciales y los congresos obsecuentes. Los grandes empresarios contaron también con un notable control mediático, destacado la asfixiante influencia conservadora del grupo El Comercio (Miró Quesada) y el grupo RPP (herederos de Manuel Delgado Parker). Incluso financiaron dos plataformas digitales (El Montonero, Lampadia) con cierto éxito.
La CONFIEP se acomodó a todos los gobiernos y los congresos. En realidad, es al revés. Fueron los políticos quienes se acomodaron a los grandes empresarios y sus operadores, en parte porque les financiaron sus campañas o los sobornaron (todos los presidentes de 1985 al 2020 acusados o enjuiciados por sobornos, excepto Paniagua). Con sus lobbies y aliados tecnocráticos, usando la puerta giratoria, lograron que tanto el BCRP como el MEF, y la mayoría de los organismos reguladores, fueran dirigidos por “economistas que creen en el libre mercado”. Perú se convirtió en un caso extremo (todavía lo es) de captura cognitiva.
En el Congreso, los apoyaron tanto toledistas como la dirigencia humalista, pero más significó el indeclinable y organizado apoyo de las bancadas fujimoristas y apristas. Todas estas fuerzas, más Alianza para el Progreso (otra derecha popular), permitieron que la CONFIEP (vía el MEF) legislara por decreto, dictando paquete tras paquete, para “incentivar las grandes inversiones, base del progreso”. Hasta la política económica se había privatizado: los decretos los preparaban los estudios privados y consultoras tributarias a pedido del MEF, que luego las incorporaba y enviaba al Congreso. La anécdota de la secretaria de un estudio de abogados que tenía incluso el formato digital de Decreto Ley en su computadora sintetiza esta patología.
A partir del 2000, gracias a las libertades políticas, comenzaron las protestas intermitentes, al principio en las regiones, luego se fue sumando Lima. No han cesado, tampoco convergen ni sacuden la capital. “Es el ruido político” dijeron. “Hay que separar la economía de la política”. Empujaron a los gobiernos a judicializar las protestas, a reprimir, pero ante la resistencia, el gobierno tuvo que dialogar, negociar y ceder en grandes casos (mineras Majaz, Tambo Grande, Conga, Tía María, represa de Inambari).
Cuando terminó la bonanza el 2014, comenzaron a crecer y extenderse las protestas contra varias propuestas empresariales (afiliación de independientes a las AFP, Ley “Pulpin” de promoción del empleo juvenil, rechazo a la privatización de los monumentos históricos que querían “ponerse en valor”). Se organizó la defensa de los derechos de la mujer, enfrentando a grupos conservadores cristianos. La calle comenzó a tener protagonismo.
Luego vinieron las investigaciones Lava Jato del 2016, un durísimo golpe a los constructores y al mito de la honestidad de la gran empresa. El soborno, ahora lo sabemos con certeza, era parte de los arreglos del poder. Y también la financiación de campañas bajo la mesa, destacando el caso de Dionisio Romero Paoletti y su donación de $3,600,000 a Keiko Fujimori entregada en efectivo y sin recibo.
Mal que bien, la República Empresarial se sostuvo, capturando el Estado. Hasta que uno de los suyos, el especialista financiero e inversionista institucional Pedro Pablo Kuczynski, postuló a la presidencia, saliendo a las justas el 2016. Terminó enemistándose con Keiko Fujimori porque “le robó la elección”. Keiko actuó desde el Congreso aprovechando su mayoría absoluta y la alianza con el APRA. A partir de ese momento, la prédica pro inversión, de hacer a una lado el ruido político, perdió peso y los financistas de los partidos no pudieron controlar los enconos de quienes recibieron el dinero con sonrisas y promesas de lealtad.
El choque Legislativo-Ejecutivo puso las pugnas políticas por encima de la economía. La vacancia de Kuczynski el 2018 condujo a la presidencia de Vizcarra, quien sin mayor apoyo ni partido, impulsó las investigaciones Lava Jato y propuso reformas políticas saboteadas por el Congreso. Hasta que decidió pedir “voto de confianza” para el gabinete Del Solar en setiembre del 2019 y proponer el cierre. El conflictivo Congreso, dirigido por el empresario vitivinícola pro fujimorista Pedro Olaechea Álvarez Calderón, en coordinación con la segunda vicepresidenta, Mercedes Araoz, intentó vanamente “suspender” a Vizcarra y asumir la presidencia. El golpe lo apoyó abiertamente la CONFIEP. Perdieron. Vino el cierre del Congreso, y el 2020, al nombrarse uno nuevo, quedó claro que el aprofujimorismo, el principal operador político de la República Empresarial había quedado fuera de juego y que el renovado Congreso se estaba saliendo fuera de control.
Los mini partidos pronto entraron “en una loca carrera populista” en medio de la pandemia, buscando reforzar o generar una base electoral para las elecciones 2021 y persiguiendo objetivos individuales. Siguieron los dos intentos recientes de vacancia a Vizcarra por acusaciones de corrupción siendo gobernador de Moquegua (Obrainsa). El primero fracasó y polarizó más la situación política. El segundo, actualmente en curso, lo originaron empresarios y lobistas del Club de la Construcción, que han acusado (¡algunos voluntariamente!, caso del ex ministro José Manuel Hernández) a Vizcarra de sobornos cuando fue gobernador de Moquegua. A este esfuerzo se sumó desembozadamente el grupo El Comercio, partícipe mediático principal de esta última conjura. En el grupo periodístico predomina ahora la ultraderecha y se mantiene esa vieja arrogancia aristocrática de sentirse con derecho a todo. Uno de sus principales accionistas, el constructor José Graña Miró Quesada, tiene investigaciones pendientes y puede terminar en la cárcel. Al otrora poderoso, intocable y encubierto Club de la Construcción le conviene dilatar, descarrilar las investigaciones.
Esta segunda conjura la rechaza mayoritariamente la opinión pública, cuya sensatez asombra. No se han dejado manipular por la campaña del grupo El Comercio armada por el ala dura, teniendo como punta de lanza a Gabriela Villasis (Unidad de Investigación), ni la prédica interesada de los otorongos del Congreso. La alianza, Club de la Construcción-El Comercio-otorongos (que solo tiene en común el interés en vacar a Vizcarra), no parece viable.
Dos calas antes de terminar este balance. Primero, los espacios de comunicación libres se están abriendo con los medios sociales, el periodismo crítico digital y el aumento del tráfico en la pandemia. La juventud recurre a ellos más para debatir, cuestionar y proponer y los maneja con gran facilidad. Este rompimiento relativo del poder mediático neoliberal es clave, mas aún cuando el grupo El Comercio pierde lectoría impresa y digital. Puede que lo vendan, con la cual la vieja guardianía se desarticulará.
Segundo, la clave del cambio (las derechas propone más de lo mismo, volver al crecimiento a toda costa cuando el país ha retrocedido 6 años en la pandemia) es ganarse a la juventud popular y de clase media, golpeadas con mucha fuerza en la crisis con pérdidas de ingresos empleos y oportunidades futuras. El consumismo que la adormeció está cediendo con la crisis del crédito. Cerca de un millón de tarjetas han sido canceladas. ¿Cómo ganarlos? Ese es el reto, y los candidatos y candidatas jóvenes tienen ventaja sobre la vieja guardia neoliberal tipo la Coordinadora Republicana. Aquí el centro competirá con la izquierda. El problema del centro es que no quiere ver el elefante en el cuarto del poder: el enorme poder corporativo, caso del Consenso Latinoamericano. Puede que el diálogo sea útil, pero no para hacerle concesiones porque se impone una tarea antimonopólica y de democratización económica, empezando por la eliminación de las pensiones privadas con fines de lucro. La izquierda es más clara en la crítica, pero debe avanzar (y mucho) en la propuesta de modelo alternativo y reforma constitucional.
En suma, los grandes empresarios, esa minoría privilegiada y enriquecida que ha capturado el Estado, está perdiendo capacidad de manejo político del Estado y sobre la opinión pública; sufre de desprestigio empresarial y creciente rechazo de la población. A ello se suma otro hecho clave: las múltiples candidaturas de derecha o centro derecha que tienen en común “defender el modelo”. Mientras tanto la izquierda se pone en segundo lugar en las preferencias y se va aglutinando en torno a Verónika Mendoza, a quien beneficia la división de la derecha en primera vuelta si sale segunda. Este es el elemento más reciente de desazón entre ricos y gerentes.
Rentistas y grandes empresarios, la clase alta y su ejército de super gerentes, abogados bien pagados, consultores caros, tecnócratas empoderados y periodistas que traman sus estrategias de comunicación sin identificarse ante el público están asustados. La derecha, la desembozada y la camuflada, partida en 20 candidaturas, va dividida a las elecciones 2021. Esta división juega a favor de la izquierda en primera vuelta.
La República Empresarial está pues en problemas. Todo parece indicar que se inicia una gran batalla. El desenlace dependerá de la elección, también de la calle, y empezará si hay Congreso Constituyente. En buena parte depende de la votación de Verónika Mendoza. Las victorias progresistas en Bolivia y Chile, sobre todo el cambio de la Constitución, van a apoyar la alternativa peruana de reforma constitucional pero los peruanos deben ponerse a la altura de las circunstancias.
“Nadie va a invertir hasta el 28 de julio”, me confesó un amigo empresario, sensato y de centro. A la recesión pandémica, se suma ahora la paralización de inversiones privadas. Es el signo de los tiempos. Hace más de 30 años que no escuchaba algo así.
Comentarios
Anónimo (no verificado)
Mié, 12/09/2020 - 12:17
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