Perú 2021: un bicentenario fallido
Nicolás Lynch
El 28 de julio de 2021, conmemoramos el bicentenario de la independencia y de la fundación de la república. ¿Conmemorar? ¿celebrar? ¿recordar? La importancia de la fecha fuerza a la memoria a una definición. Me inclino por conmemorar que el diccionario señala es recordar una fecha importante, quizás solemne, por lo antigua, pero no celebratoria, como insiste el hasta ahora orden establecido, porque no creo que haya algo que celebrar.
Sin embargo, al ser un aniversario que nos toca el tema de los tiempos, casi inevitablemente presente, pasado y futuro, reaviva su importancia como punto de referencia. Desde el presente, en un momento especialmente crítico de nuestro devenir republicano, nos permite una reflexión triple. Primero, el análisis hoy de los resultados de estos 200 años, segundo la evaluación histórica, inevitablemente también desde el tiempo que vivimos, y con estos elementos, por último, la proyección hacia el futuro.
Lo que nos dejó la independencia de España fue un orden formalmente independiente pero económica y socialmente colonial, significando esto último, como lo señalaran Mariátegui y Quijano, la dependencia de sucesivos poderes extranjeros y la organización de la sociedad de acuerdo con los criterios étnicos, clasistas y patriarcales de una minoría dominante.
La independencia produjo así un Estado ajeno a la mayoría de la población, que se organizó en un régimen político excluyente que denomino república criolla, cuya característica central es no haber roto con la herencia colonial. Esta república se ha limitado a representar al linaje de ancestro europeo, principalmente español y a algunos mestizos, dejando de lado a la población abrumadoramente indígena y minoritariamente de origen africano y asiático, en condiciones de servidumbre y/o esclavitud. Esta situación ciertamente ha evolucionado, pero no ha perdido las claves ni las marcas determinadas por la herencia colonial.
El no haber roto con esta herencia colonial significa cuatro cuestiones centrales: la dependencia de un poder extranjero, la jerarquización de las relaciones sociales en base a las ideas de raza, clase y desigualdad de género, el desprecio al valor del trabajo humano y la naturalización del saqueo del territorio y los recursos naturales. Ellas son el núcleo de la dominación social y política que deben ser superadas para alcanzar un orden democrático.
Así, la representación excluyente, la naturaleza colonial y la actuación ineficaz de esta república la llevan a ser un régimen fallido. Esta incapacidad, que se expresó trágicamente en la última pandemia, lo que nos llevó a estar entre los países que más han sufrido en el mundo, ha sido también un momento de conciencia singular en el contexto de la crisis mayor desatada por la mega corrupción de los gobernantes, que ha puesto a la ciudadanía en una disposición frente a discursos de cambio social que no había existido por décadas.
Sin embargo, es preciso tener en cuenta para calar la hondura del problema y su capacidad de revelarnos nuestras contradicciones más profundas, que este suceso inmediato de aguda ineficacia no es sino la repetición de lo que ha sido nuestro orden político a lo largo de estos doscientos años. Todos los intentos de reinvención de la república criolla han fracasado, desde las repúblicas de élite que ensayó la oligarquía, los tempranos caudillismos, las dictaduras militares, personales o institucionales, los sucesivos reformismos y el propio régimen neoliberal que parece debatirse en su final. Así, la promesa de la vida peruana en la que insistiera Jorge Basadre, aún en su formulación más modesta, aparece incumplida. Aunque se distingue por su talante inclusivo, el gobierno militar reformista de Juan Velasco Alvarado, cuyas tardías reformas en comparación con nuestro entorno regional, fueron el intento más vasto y audaz por diferenciarse y democratizar el Perú.
De esta manera, la posibilidad de reinvención de la república criolla llega a un momento culminante. Me refiero al golpe del cinco de abril de 1992 que instituye un orden que es el último intento de reorganización republicana: la república neoliberal. Una forma extrema del capitalismo dependiente, llamado también salvaje, que subordina a la sociedad y la política a los dictados de un pequeño grupo de monopolios que controlan lo que llaman mercado. Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos fueron los operadores de esta captura del Estado que tiene su hoja de ruta en la constitución de 1993 y cuyos ecos, aunque maltrechos repercuten hasta el día de hoy.
Pero no hay que olvidar, porque son herramientas del presente, que los intentos de reinvención se han dado en el Perú en contrapunto con una tradición crítica. Esta tiene momentos claves que se expresan en movimientos sociales y políticos, autores notables y repercusiones presentes. Hay una vertiente clásica con Manuel González Prada, el joven Haya de la Torre y José Carlos Mariátegui que define la crisis histórica de la dominación oligárquica y una contemporánea que tiene entre otros, para solo mencionar a los fallecidos, a Aníbal Quijano, Carlos Franco, Alberto Flores Galindo y Carlos Iván Degregori, que denuncian los límites de la democratización reformista y neoliberal. Asimismo, una vertiente actual más débil en autores que los momentos anteriores, pero con impacto en nuevos movimientos sociales, que aparece en los estertores de la hegemonía neoliberal. Empero esta tradición crítica no ha logrado establecer una contra hegemonía cultural y política al poder de turno que goza todavía, aunque maltrecho, de la representación imaginaria de la sociedad.
Pero lo que sucede ahora, al confluir graves problemas estructurales, es que esta vieja forma de ejercer el poder muestra, por primera vez en muchos años, que está en crisis. Asistimos en el Perú en los últimos años a una crisis del régimen político de la república criolla en su versión neoliberal, que amenaza, para bien, en traerse abajo el edificio fallido de los últimos doscientos años. El agotamiento de esta forma de mandar se expresa a través de los múltiples escándalos de corrupción que han pasado frente a nuestros ojos en los últimos años. Esta lacra ha probado ser de tal magnitud y profundidad que las explicaciones que la presentaban como un problema de personas y/o circunstancias han quedado de lado, lo que me lleva a concluir que la república criolla, en su versión neoliberal, está terminando como una república podrida.
Esta situación nos abre una formidable oportunidad. Frente al estado ajeno y la república fallida, se vuelve a poner a la orden del día levantar un proyecto de nación, de un nosotros colectivo, lo que Otto Bauer llamaba hace cien años una comunidad de destino. Para ello hay necesidad de una refundación de la república. Refundación digo y no fundación porque hay necesidad de recuperar lo mejor del camino recorrido, en derechos, ciudadanía e instituciones y crear a su vez las bases de una indispensable transformación.
El objetivo de la refundación es una república democrática que tenga como punto crucial la ruptura con la herencia colonial y sea capaz de brindarnos un estado inclusivo, soberano y libre de corrupción. Para ello hay necesidad de una salida constituyente. continuar con el proceso en curso, producto del cual ya vivimos un momento constituyente, desde las movilizaciones de noviembre de 2020, cuando el reclamo por una nueva constitución dejó de ser una preocupación de especialistas y se convirtió en clamor juvenil y popular. El próximo paso es convocar a un referéndum para saber si el pueblo quiere o no convocar a una Asamblea Constituyente para aprobar esta nueva constitución. Corresponde a quienes hoy gobiernan el Perú promover la correlación social y política necesaria para que este proceso sea posible y exitoso.
Creo que los puntos más importantes en una nueva constitución son tres: la ampliación de derechos, especialmente los sociales y culturales, con una expresión institucional adecuada en servicios públicos que puedan convertir esos derechos en realidad; la modificación del régimen político, del “cuarto de máquinas” del poder como dice Roberto Gargarella, que ponga atención a la articulación entre participación y representación políticas, para el adecuado ejercicio del demos en la nueva república, que vaya de los espacios locales y regionales al espacio nacional y promueva una descentralización territorial; y por último, la modificación del “capítulo económico” que sacraliza la dictadura de los grandes propietarios sobre los demás, señalando el respeto a una pluralidad de formas de propiedad, al papel del estado en la orientación de la economía y en la conducción de los sectores estratégicos de la misma.
Para la derecha rancia este mínimo de modernidad es insoportable. Ante el fracaso de la reinvención neoliberal ha tenido que desempolvar el racismo encomendero para movilizarse y gritar “comunismo”, frente al reclamo mayoritario de un país que quiere trabajo para su población y un trato igualitario entre sus ciudadanos. La salida constituyente no tiene que ver con ideologías de otro tiempo, por el contrario, nos permite aspirar a una república democrática que sea el mejor desmentido a esta reacción conservadora.
La república democrática se convierte así en la herramienta de una transformación que nos debe llevar a la forja de la nación peruana, multicultural y plurilingüe, a que la población se identifique con un orden político que haga suyo porque le brinda bienestar, pertenencia y autonomía. La nación será así nuestra contribución a la Patria Grande latinoamericana y nos permitirá “tener un lugar bajo el sol” en una globalización que se muestra cada vez más incierta.
La puesta en marcha de la república democrática debe ser el parteaguas del debate político y la manera como convertimos en celebración el recuerdo de los 200 años de la independencia de España, en una celebración no del pasado sino del futuro del Perú.