Opinión de un novelista sobre la corrupción
Fernando de la Flor A.
Estuve viendo una de las últimas entrevistas que Gabriel García Márquez concedió antes de su retiro, previo a su fallecimiento. Con su lucidez acostumbrada y su buen humor caribeño, entre su conocida sonrisa espontánea y su inteligencia serena, después de abordar variados temas, trató el de la corrupción: dijo, aunque viniendo de él no sonaba un lugar común, que el principal problema que actualmente enfrentaba el mundo era el de la corrupción. No señaló a América Latina, ni siquiera a su país; se refirió al mundo.
Y es que claro, confirmar que quien probablemente hubiese sido un importante candidato a la presidencia de Francia en las recientes elecciones (como François Fillon), dejó de serlo porque se descubrió que había “contratado” con significativos sueldos del erario público, a su esposa y a sus hijos, siendo Primer Ministro; o, seguir asombrándose por los niveles de turbiedad a los que se ha llegado en Brasil, en el que además de una presidenta destituida (Dilma Rousseff), hay uno en ejercicio en camino a lo mismo (Michel Temer), sin dejar de aludir a aquellos que lo fueron y que también están encausados para convertirse en eventuales detenidos (Lula), conjuntamente con los conspicuos empresarios (Marcelo Odebrecht y otros) de ese país que soñó, en algún momento, erigirse en potencia mundial, no hace otra cosa que ratificar el aserto de Garcia Márquez: la corrupción es, hoy por hoy, el más acuciante problema del mundo.
Y el Perú no es ni lejanamente una excepción; todo lo contrario. Hay un presidente en prisión y otros en espera ser de ser enjuiciados. Junto a ellos, importantes empresas y otros tantos empresarios están comprometidos con negociados que rondan figuras contrarias a la ley: ya los fiscales y los jueces se encargarán de examinarlo.
Haber transitado cerca de dos décadas desde el decenio fujimontesinista, caracterizado precisamente por la organización del Estado al servicio de la corrupción, para advertir que el denominado proceso de transición democrática no hizo sino mantener, escondido, el mismo fenómeno, además de profunda frustración, convoca sorpresa y necesidad de análisis.
¿Qué es lo que hace que alguien que ejerce la más alta magistratura de un país, que como Jefe de Estado, representa a su pueblo, puede verse tentado a corromperse e invitar a que otros también lo hagan?
¿Qué resortes pueden impulsar a un funcionario público, infringiendo deliberadamente la ley, al camino de ofrecer crematísticos contratos, obras públicas de abultado presupuesto, y reajustes de costos que terminan triplicando el precio inicial, a cambio de prebendas?
¿Qué pulsiones pueden activar que un profesional (llámese abogado, administrador, economista, da lo mismo), diseñe, con prolijo detalle de ilegalidad, los esquemas destinados a que se concreten los robos del dinero del pueblo para engrosar cuentas bancarias personales en países exóticos en bancos de dudosa calidad, concebidos solo para alojar dineros mal habidos?
No hay una respuesta, pero el devastador efecto multiplicador de este insólito fenómeno universal, es inimaginable.
El ciudadano común y corriente, aquel que vive de su trabajo, honestamente y con esfuerzo, enterado de los niveles de corrupción, no solo se siente anonadado con una gran dosis de justificada indignación sino, guardando las proporciones, estimulado a hacer algo parecido cuando las circunstancias lo permitan.
Claro, basta ser humano para saber que existen imperfecciones. La sola presencia de los curas y de los policías, además de los jueces, es la mejor demostración de que no estamos para actuar siempre como corresponde. La presunción es que habremos de incumplir la ley, de pecar y, por ello, de recibir sanción. Es la esencia de ser humanos.
García Márquez ha creado un mundo fantástico que creemos inconcebible en la realidad. Pero no es así, él mismo lo ha dicho: los novelistas, cuando menos en América Latina, son genuinos historiadores. Que haya habido un general, como el mexicano Antonio López de Santana, quien enterró con magníficos funerales su pierna derecha; y, otro, como el general del Ecuador, García Moreno, quien dispuso velar su cadáver sentado en el sillón presidencial, con su uniforme de gala y todas sus condecoraciones, son hechos reales, históricos, que empalidecen ante una lluvia de florecitas amarillas o la ascensión al cielo de una persona. Lo uno es historia, ocurrencia real, que García Márquez cita en su discurso de aceptación al premio Nobel de literatura; lo otro es solamente invención, pura imaginación, del propio García Márquez en su emblemática obra “Cien años de soledad”.
La reflexión de García Márquez sobre la corrupción en la entrevista que menciono al comienzo de este artículo, lejos de desarrollar explicaciones sicológicas, aproximarse a exámenes antropológicos o intentar análisis religiosos, termina con una simpleza candorosa, como su sonrisa: dice que la corrupción, hoy en día, es el camino fácil para lograr lo que cuesta trabajo y -añade sin perplejidad- es una moda, y como toda moda pasará.
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