Los contratos temporales y el poder despótico del despido
Carlos Mejía A.
La ministra de trabajo Betssy Chávez será interpelada en algunos días. La razón es la huelga de controladores aéreos que hace unas semanas se realizó y detuvo algunos aeropuertos. En sentido estricto, se está cuestionando a la ministra por garantizar el correcto ejercicio de un derecho laboral fundamental.
Algo similar ocurre cuando el gobierno plantea subir el salario mínimo o promover un código laboral que reduce el número de modalidades de contratación temporal. Hay un sector de la opinión pública y de la academia que se opone sistemáticamente a cualquier modificación del legado normativo de la dictadura fujimorista.
El razonamiento “técnico” es que nuestro “mercado laboral” es básicamente dual. Donde existe un pequeño sector formal que goza de un conjunto de derechos y beneficios, frente a otro sector mayoritario “informal” que carece de dichos “privilegios”. De allí se sigue que, para pasar de lo informal a lo formal, se deben eliminar las “barreras” normativas de nuestro rígido mercado laboral.
Eliminar dichas barreras desde esta perspectiva ha supuesto la reducción de derechos laborales y beneficios que los trabajadores organizados han logrado alcanzar en los procesos de negociación colectiva y luchas sindicales.
Hay una suerte de fetichización de las relaciones laborales en nuestra sociedad en donde conceptos jurídicos como formalidad e informalidad establecen relaciones con otros conceptos como empresarios y Estado. El “empleo formal” aparece como una entidad autónoma y legítima en sí misma. Las relaciones sociales, los recursos de poder y los conflictos entre los actores desaparecen cuando la mirada se centra en el Estado, los empresarios y el tránsito de la informalidad a la formalidad.
La discusión de los contratos temporales es un buen ejemplo de este pernicioso razonamiento. A primera vista, parece muy lógico que un empresario deba desarrollar una labor complementaria o excepcional y requiera de un personal por un tiempo corto. Hay una relación entre el tiempo que se desarrolla una labor y el tiempo del contrato laboral. En una oficina se debe por ejemplo digitalizar un conjunto de documentos y se contrata a una persona para desarrollar dicha labor. Una vez concluido el trabajo pues ya no se requiere de dicha persona.
En la relación laboral, el que demanda un puesto de trabajo informa de estas particularidades al que oferta su fuerza de trabajo. Si se trata de un puesto temporal pues las personas interesadas debieran ser aquellas que por diferentes razones buscan un empleo temporal.
Que un contrato laboral sea temporal, significa que su término ya está acordado de antemano. El despido -es decir, el fin del contrato- es conocido por las partes. El poder para determinar cuándo ocurre el despido descansa exclusivamente en el empresario. Se trata de un poder absoluto en esta modalidad de contrato, pues la agencia del trabajador desaparece. Así desarrolle una labor encomiable, su contrato termina en la fecha dispuesta por el empleador. Es por esta característica de los contratos temporales que los empresarios los prefieren por sobre otras modalidades. Disponer del poder de despido sin ningún contrapeso resulta una ventaja considerable en las relaciones laborales.
De esta manera, un número mayoritario de trabajadores y trabajadoras desarrolla sus labores mediante contratos temporales independientemente del tipo de labor que desempeñan. Más claramente: el trabajo para el que fueron contratados es permanente pero su contrato es temporal. En nuestro ejemplo, ya no se trata de una labor específica como digitalizar un conjunto de documentos sino por ejemplo la labor de apoyo administrativo.
Al desligar el tipo de contrato con la labor a desarrollar, el empresario no solamente adquiere el control del despido sino todas las consecuencias sociales de dicha desigualdad de poder social. Cuando un trabajador o trabajadora es contratado temporalmente en una actividad que es permanente, va a tener la intención de mantenerse en dicha labor. Aspirar a la continuidad es lógico puesto que el trabajo es fuente de subsistencia.
Obviamente, los trabajadores desarrollan diferentes estrategias y conductas para lograr su objetivo que es permanecer en el puesto de trabajo. Van a esforzarse más, serán más tolerantes con el empleador, resolverán los problemas que encuentren y callarán las quejas. En este contexto, afiliarse a un sindicato o reclamar por algún abuso pasa a ser descartado pues el trabajador es consciente que no dispone de poder propio para responder al poder del empresario.
Esta situación no es nueva y ha sido reconocida por el derecho laboral, por la sociología del trabajo y la economía laboral desde los inicios del capitalismo. En el apogeo del fordismo, los expertos entendieron que mantener en la incertidumbre a los trabajadores tiene efectos nocivos. Desincentiva por ejemplo la especialización y formación profesional. Y en períodos largos, cuando los trabajadores asumen que su temporalidad es ajena a cualquier esfuerzo que desarrollen pues pierde el efecto disuasorio. En la industria minera, textil y en el Estado se ha logrado construir organizaciones sindicales de trabajadores temporales que resultan eficaces para canalizar reclamos y demandas.
Sin embargo, no es un proceso sencillo. La repetida experiencia ha enseñado a la clase empresarial que mantener el control absoluto del despido es un recurso casi inagotable de poder en las relaciones laborales. Inhibe la formación de sindicatos, mantiene la productividad en alto y acalla las quejas y demandas. Obviamente, por eso los gremios empresariales y sus voceros en la academia y la opinión pública defienden la necesidad “técnica” de mantener muchos tipos de contratos temporales.
Al mismo tiempo, la “estabilidad laboral” es un espectro que asusta a la CONFIEP y a los economistas empresariales precisamente por equilibrar el poder empresarial. Si la continuidad de un trabajador depende de razones objetivas, entonces, ya no es potestad de la voluntad -obviamente subjetiva- del empresario.
La narrativa empresarial ha construido efectivamente un fantasma llamado “estabilidad laboral” arguyendo que se trata de un instrumento absoluto que otorga al trabajador el control total del puesto de trabajo. Lo cual, como ellos saben perfectamente es falso. Las normas peruanas establecen un número amplio de hechos, acciones y conductas que conducen al término de una relación laboral, es decir, al despido justificado.
El problema para los empresarios es que no les viene a bien “justificar” los despidos mediante un procedimiento razonado y objetivo. La figura del patrón que simplemente “te bota” del trabajo “porque quiere” es un modelo lamentablemente muy extendido y admirado en nuestras relaciones laborales.
Y no debería ser así, pues el despido es un instrumento cuyos efectos sociales son relevantes por lo que no puede descansar en la libre discrecionalidad de una de las partes de la relación laboral. Del trabajo remunerado depende la subsistencia material del trabajador y las personas que dependen económicamente. Más aún, como señala Antonio Baylos en repetidas ocasiones, el trabajo remunerado es la base del ejercicio real de la ciudadanía en una sociedad democrática. Privar a una persona del empleo es limitar sus derechos ciudadanos. Por eso, en la sociedad, el despido debe estar regulado con atención. No puede ser un simple recurso económico.
Regular el despido mediante la estabilidad laboral es el arreglo más exitoso -social y económicamente- que las sociedades democráticas han establecido en el siglo XX. Insistir en un mercado de trabajo basado en la incertidumbre, el miedo y el abuso es propio de las novelas de Dickens y de la miseria victoriana.