Colombia: una sociedad desgarrada
Ariela Ruiz Caro
Solo un gobierno con autismo político puede haber anunciado una reforma tributaria que afecta mayormente a las clases medias y populares, en un escenario en el que el país atraviesa el pico de la tercera ola de la pandemia con uno de los niveles de contagios y muertes más altos del mundo, un incremento de las personas en situación de pobreza extrema –qué pasó de un 9.6% en 2019 a 15.1% en 2020– y una caída de la economía de casi 7%.
Parecería que ningún funcionario escuchó decir al presidente del BID, Mauricio Claver-Carone, durante la reunión semestral de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), que América Latina y el Caribe tuvieron durante 2020 el peor declive de sus economías en 200 años, lo que ha afectado a la región de forma “desproporcionada”. Más de 39 millones de personas han perdido sus trabajos de tiempo completo y 44 millones han caído en la pobreza. Señaló que, antes de la pandemia, el crecimiento económico de la región ya era el más lento del mundo y la brecha entre ricos y pobres la más amplia. Además, que el número de muertes en la región era 3.5 veces superior al promedio mundial.
Pero el presidente Iván Duque y su equipo económico estaban preocupados por cubrir el forado del déficit fiscal –debido a los gastos incurridos por la pandemia y a la reducción de impuestos y perdón de deudas decretada en 2019 a las grandes empresas mineras, financieras, entre otras– para no perder el “investment grade”, el calificativo que otorgan las calificadoras de riesgo a los países que cumplen mejor la tarea de tener sus cuentas macroeconómicas en orden. Así, no se les ocurrió mejor idea que presentar en el Congreso una reforma tributaria antipopular, el pasado 15 de abril. Entre otros, se eleva la base imponible del impuesto a la renta y el IVA hasta 19% a productos de la canasta básica, algunos de los cuales estaban exonerados de impuestos o tenían uno máximo del 5%. Además, grava los combustibles, los servicios públicos, incluso los funerarios. Se esperaba recaudar 6.800 millones de dólares.
Las movilizaciones ciudadanas no se hicieron esperar y se realizó un Paro Nacional el 28 de abril, que fue reprimido brutalmente por las fuerzas públicas, ese día y los subsiguientes.
El abuso de la violencia contra las protestas ciudadanas, la mayoría de ellas pacíficas, fue condenado por Naciones Unidas, la Unión Europea, Amnistía Internacional y hasta la OEA.
El desborde de las protestas y la condena internacional dio lugar a que el 2 de mayo, Duque anunciara el retiro del proyecto del Congreso y la renuncia del ministro de Hacienda.
El 10 de mayo, con la presencia de representantes de Naciones Unidas y la Conferencia Episcopal, el gobierno intentó una solución al reunirse con el Comité del Paro Nacional, en donde están representadas las organizaciones gremiales, estudiantiles y otros sectores, pero no se llegó a ningún acuerdo. El Paro Nacional continúa y se ha convocado para hoy movilizaciones a nivel nacional.
Heridas abiertas
El proyecto de reforma tributaria anunciado por Duque fue un error político que, dadas las circunstancias descritas, bastaba por sí solo para despertar la ira ciudadana. Pero la indignación venía de antes por el incumplimiento del compromiso del gobierno de modificar la primera reforma tributaria de noviembre de 2019, que derivó en marchas que ocurrían al mismo tiempo que las que tenían lugar en Chile.
Las protestas de 2019 en Colombia fueron disipadas con el ofrecimiento del gobierno de reunirse con las fuerzas políticas y organizaciones sociales para lograr una propuesta consensuada. Pero este le dio largas, apareció la pandemia y haciendo caso omiso a las propuestas de la ciudadanía, presentó la reforma tributaria antipopular que desató las recientes protestas. Los colombianos reclaman hoy desmilitarizar las ciudades; acabar con el abuso de la fuerza pública (policía, ejército y ESMAD); una renta básica temporal, eliminación de las aspersiones con glifosato, el retiro del proyecto a la reforma de la salud privatizadora, defensa de la producción nacional y fin de las privatizaciones.
En los últimos años los colombianos han reclamado el pronunciamiento del gobierno sobre el informe de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) que confirma el alto número de “Falsos Positivos" nombre con el que la prensa denominó al involucramiento de miembros del Ejército de Colombia en el asesinato de civiles inocentes haciéndolos pasar como bajas en combate en el marco del conflicto armado interno de Colombia.
El alto número de sindicalistas asesinados es otro de los temas que agobia a los colombianos. Según la Escuela Nacional Sindical, entre 1973 y 2019, fueron asesinados 3.300, Según la ONU, desde la firma del acuerdo de paz entre el Estado y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), en 2016, los asesinatos de líderes sociales han aumentado y suman 600. La organización considera que Colombia es el país más peligroso para defender los derechos humanos.
Sin embargo, para el gobierno estos problemas no existen. Para Duque y el ministro de Defensa, Diego Molano, la infiltración del narcotráfico del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y disidentes de la extinta guerrilla de las FARC de Gentil Duarte son los causantes de los saqueos y desmanes que tienen lugar en medio de manifestaciones mayoritariamente pacíficas.
Desde el exterior, se acusa a Venezuela de infiltrarse en las protestas sociales, de forma similar a las que, sin ninguna prueba, hizo el gobierno norteamericano durante las protestas en Chile en 2019. Desde el Foro “Defensa de la Democracia en las Américas” realizado en Miami, fue Lenin Moreno, el encargado de decir que «los servicios de inteligencia ecuatorianos habían detectado e informado al gobierno colombiano, la intromisión del dictador Nicolás Maduro en Colombia». Y exhortó a que Maduro retirara “sus sangrientas manos” de ese país. En el foro participaron, entre otros, Carlos Alberto Montaner, Luis Almagro –quien desde la OEA auspició el golpe de Estado en Bolivia en 2019 contra Evo Morales– y Mauricio Macri.
Las protestas ciudadanas son explicadas por el partido oficialista, especialmente por Álvaro Uribe, por medio de una absurda teoría de “moléculas anticipadas disipadas” que deslegitima las manifestaciones sociales calificándolas de terroristas al poner en peligro “el orden”. Según esa teoría, como la policía colombiana está bastante desarmada, son democráticas y respetan la constitución, quien viole las normas debe ser severamente castigado. En la práctica es la justificación del uso de la fuerza sin límites. Uribe no dudó en avalar la represión reciente y en un tuit, que luego borró, dijo textualmente: “apoyemos el derecho de soldados y policías de utilizar sus armas para defender su integridad y la de las personas y bienes de la acción criminal del terrorismo vandálico”.
Uribe el narcotráfico y la institucionalidad
Nada sorprende en Álvaro Uribe, quien fue presidente entre 2002 y 2010. Dirigente del partido del Centro Democrático, fundado por él en 2014, es el padrino de Iván Duque. Durante su mandato se realizaron sistemáticamente interceptaciones telefónicas y seguimientos ilegales a miembros de la oposición, periodistas, funcionarios públicos, sindicalistas, activistas de derechos humanos, en una operación denominada “chuzadas del DAS” (Departamento Administrativo de Seguridad). Pero no por ello, dejó tener respaldo ciudadano. Todos los gobiernos que han ejercido el poder desde 2002 han formado parte del denominado “uribismo”.
Uribe tiene más de 70 investigaciones por la justicia por sus nexos con paramilitares, narcos, por delitos como corrupción, fraude procesal, compra de testigos falsos entre otras, que datan desde antes que fuera gobernador de Antioquía (1995-1997). En enero de 2020 surgieron denuncias que lo vinculan con los carteles mexicanos narcotraficantes y la Administración Federal Antidrogas estadounidense (DEA) en una conspiración para traficar grandes cantidades de cocaína a México entre 2006 y 2008. De ser cierto, algunas analistas, como Julian James, consideran que las acusaciones representarían lo último de una serie de incidentes y revelaciones que exponen la llamada "guerra contra las drogas", emprendida por Estados Unidos y Colombia, como un pretexto falso para justificar décadas de militarización, así como el estrecho rol desempeñado por los gobiernos de ambos países en la industria multimillonaria de narcóticos. A Uribe se le atribuye la creación de los grupos paramilitares vinculados al narcotráfico como parte de su práctica represiva.
Con la mirada siempre puesta en Venezuela, se pasa por alto que, en los últimos años se ha deteriorado, también en Colombia, el equilibrio de poderes. El uribismo ha usado la mayoría que, en general, ha obtenido en las dos cámaras del Congreso para copar organismos constitucionalmente autónomos. El politólogo Ariel Ávila señala que “el balance para la democracia colombiana en el último tiempo es sencillamente desolador. (…) Como corriente política, el uribismo controla el Ejecutivo, logró unas mayorías silenciosas en el Legislativo y además tiene la Fiscalía, la Procuraduría, la Contraloría y la Defensoría del Pueblo. Lo tiene todo, solo les faltan las altas cortes”. Este copamiento del Estado le ha sido de utilidad a Duque en las actuales protestas.
Cambios
Las protestas sociales ponen en evidencia un agotamiento del “uribismo” por su discurso incendiario que, inclusive los sectores a los que representa, rechazan. Su permanente oposición e incumplimiento a los acuerdos del proceso de paz en Colombia –que a pesar de los problemas ha resultado exitoso—le ha producido una pérdida de respaldo internacional, con excepción del período del gobierno de Trump.
Detrás de las manifestaciones en el país subyace el descontento social acumulado que se ha visto agudizado con la pandemia. Según el Banco Mundial Colombia es el segundo país con mayor desigualdad en la región después de Brasil y el séptimo en el mundo.
Las protestas sociales en Chile iniciadas en octubre de 2019 derivaron en un acuerdo con el gobierno para redactar una nueva Constitución a través de una Asamblea Constituyente, cuyos delegados serán elegidos este fin de semana. En Colombia falta poco menos de un año para las elecciones presidenciales, y la elección de candidatos en las primarias de las coaliciones políticas existentes en el país, serán el paraguas bajo el que discurrirán las negociaciones entre un gobierno debilitado y la oposición. El escenario es convulso y se avizoran signos de cambio político.