La inmensa deuda con la salud pública nacional, más que vacunas y pruebas

Por: 

Víctor Zamora Mesía

Un año después del primer caso de la COVID19, a todos nos queda claro que las capacidades de nuestro sistema de salud para atender la enorme demanda eran insuficientes y, a pesar de los esfuerzos, continúan siéndolo. Décadas de abandono financiero y político nos dejaron con un sistema cuyas principales características se resumen en la precariedad de recursos, la fragmentación, la inadecuada descentralización, débil gestión y los altos niveles de corrupción. 

Aunque todos estos elementos son igual de importantes, es la capacidad de respuesta efectiva la que se encuentra en estado crítico. Faltan profesionales en todos los campos. Se calcula que el déficit era de casi 70 mil profesionales de la salud (20,000 de los cuales son médicos) antes de que nos golpeara la pandemia. Según un informe de la Contraloría General de la República del 2019, cerca del 80% de la infraestructura y equipamiento era inadecuado u obsoleto; de hecho, el déficit de camas es aún del 50% (se requieren 40,000 adicionales para llegar al mínimo de 80,000); y, sus condiciones de operación son inaceptables (70% sin conexión a internet y 30% sin servicio de agua ni desagüe). 

También fue notorio el pobre desarrollo de nuestros laboratorios. Se reclamaba con urgencia la adquisición de pruebas moleculares, pero se olvidaba mencionar (por ignorancia o mala fe) que, además de los insumos para las pruebas, se requería de una red nacional de laboratorios dedicados a la vigilancia de agentes infecciosos causantes de los principales problemas de salud pública del país. Esto significa edificaciones adecuadas (laboratorios de moderados niveles de bioseguridad y no cualquier ambiente), equipos y, lo más importante, personal entrenado en realizar procedimientos complejos y miles de profesionales o técnicos sanitarios entrenados en la toma y transporte adecuado de las muestras.  

La pandemia nos encontró con solo un laboratorio de estas características, el del Ministerio de Salud/Instituto Nacional de Salud, del resto de actores del sistema público, ninguno, ni las regiones, ni EsSalud, ni la Fuerzas Armadas o Policiales y tampoco de las universidades. Con la salvedad de una docena de regiones, el resto de los actores públicos empezaron a operar a finales de agosto del año pasado; vale decir, casi al culminar la primera ola. El sector privado, por su parte, inició operaciones tempranamente, pero gran parte de su trabajo está orientado a realizar pruebas para permisos laborales, de viaje y complementariamente para diagnóstico. 

Después de un año, el Perú cuenta hoy con 89 laboratorios que realizan pruebas moleculares para diagnóstico de COVID 19, 38 del MINSA/Regiones, 8 de EsSalud, 1 de las FFAA, 4 Laboratorios universitarios y 38 privados. Y se necesitan más, por supuesto.   

La deuda de infraestructura, equipamiento y recursos humanos para la salud pública, sin embargo, también es inmensa y saldarla es igual de necesaria y urgente.

Empecemos por la red nacional de epidemiología (RENACE). Al igual que las otras actividades sectoriales, los problemas estructurales también la han debilitado. Sin embargo, a los problemas señalados se suma la ausencia de incentivos para que los profesionales de la salud quieran especializarse o desarrollar una carrera en este campo. Desarrollar una actividad clínica en cualquier nivel del sistema, no solo es mejor remunerada, si no que goza de mejores condiciones de trabajo que la de aquellos responsables de la actividad, área, unidad, dirección de epidemiología de cualquier establecimiento de salud. Resultado, la actividad se desprofesionaliza y se convierte en una tarea administrativa adicional a otras. 

A la descapitalización profesional se suma la tecnológica. Los equipos e instrumentos para la transmisión de los datos de vigilancia epidemiológica son, en la mayoría de los casos, obsoletas, perdiéndose así confianza en los reportes que emite el sistema. En algunas oportunidades el reporte prácticamente es manual; por ejemplo, el del último brote de Guillain-Barré. 

Al reporte epidemiológico le debe seguir la confirmación diagnóstica. Sin laboratorios de salud pública en las regiones, las muestras deben ser enviadas hasta Lima. Hoy, gracias a la pandemia, tenemos laboratorios de biología molecular para diagnóstico de COVID 19 en la mayoría de las regiones, el reto está en ampliar esas capacidades para otras enfermedades o condiciones y hacerlas sostenibles en el tiempo. Eso significa, por lo menos, un par de líneas en el presupuesto regional, tanto para inversiones como para personal y gastos operativos. 

Finalmente, la actividad epidemiológica no termina con la vigilancia, el reporte y la investigación, sino que continúa con el análisis de la situación de salud y sus tendencias. Con los insumos que se tiene, los análisis han dejado de ser publicados con la calidad y oportunidad que solían tener. 

Todo esto se suma a una situación irracional. Las actividades de la vigilancia, reporte y análisis situacional se encontraban en una oficina denominada Centro de Control de Enfermedades (CDC), mientras que los laboratorios de salud pública se encuentran bajo la égida del Instituto Nacional de Salud. Una mala copia de instituciones similares existentes en los Estados Unidos, con la gran diferencia que allá ambas instituciones tienen la infraestructura, el equipamiento, los profesionales suficientes como para poder sostener dos instituciones cuyos mandatos son diferentes. 

El National Institute of Health de los Estados Unidos (el simil del INS peruano) tiene por función la investigación y el desarrollo tecnológico; mientras que el CDC gringo, tiene por función la vigilancia, la investigación para la prevención y el control de las enfermedades de importancia en salud Pública. En el Perú ni el INS ni el CDC tienen todos los recursos necesarios para cumplir funciones separadas; por tanto, lo racional, en un país como el nuestro, era su unificación, como un paso necesario del proceso de su recuperación y fortalecimiento. 

Este planteamiento no es nuevo, pero su unificación significaba “mover sillas”, perder espacios de poder. El cambio se postergó ad infinitum por resistencias y boicoteos. 

Esta situación de irracional y dispendiosa división terminó, al menos en el papel, el 11 de mayo del 2010, día en que se publicó el Decreto Legislativo 1504, el cual en su disposición tercera aprueba “… la integración del Centro Nacional de Epidemiología, Prevención y Control de Enfermedades (CDC), en el Instituto Nacional de Salud (INS) para optimizar la vigilancia epidemiológica y laboratorial e inteligencia sanitaria, con el propósito de fortalecer la prevención y el control, ante la ocurrencia y propagación de las enfermedades, brotes, endemias y pandemias, que representan grave riesgo para la salud pública del país.” 

Ha pasado casi un año desde la publicación de este Decreto Legislativo y lo mandatado por ley no se ha cumplido. La pandemia puede haber distraído a los que debieran haberlo hecho, pero, justamente, este es el contexto en que este cambio debe producirse. 

Las lecciones de la pandemia son muchas, una de ellas es que debemos fortalecer la salud pública nacional, parte de esta agenda es potenciar y modernizar la vigilancia epidemiológica nacional. Uno de los pasos para ese fortalecimiento es unificar el CDC y el INS y crear una nueva institucionalidad para la salud pública nacional.