Justicia para nuestros hermanos muertos

Por: 

Pedro Pablo Ccopa

“El tiempo de la muerte ha llegado, el tiempo de la vida se acaba”

Desde el más allá, los cerca de 50 muertos, todos pobres, andinos y provincianos, incluido el policía cusqueño; el llanto, las lágrimas y el dolor de sus deudos, reclaman justicia. Los culpables deben ser sancionados penal y políticamente. Desde diciembre 11, fecha de inicio de la protesta ciudadana, sobre todo del sur, pidiendo el adelanto de elecciones, cierre del Congreso impúdico y renuncia de la presidenta, los muertos suman más de uno por día. Esto es barbarie. Indigno de una sociedad que se llama demócrata y civilizada. 

Contribuir a alcanzar justicia que clama la ciudadanía del buen corazón, exige dejar atrás los eufemismos periodísticos. Aquí no ha habido fallecidos, aquí ha habido asesinados. Aquí no ha habido exceso, aquí hubo decisión política premeditada de reprimir las movilizaciones populares cueste lo que cueste, bajo el supuesto de defensa de la democracia, contra las hordas de “indios, ladrones, delincuentes” 

El gobierno nos habla de individualizar a los culpables de las muertes, así como de los autores de los desmanes provocados por los infiltrados en las marchas de protesta. Aplicar este criterio en ambos casos es erróneo. Individualizar a los autores inmediatos del asesinato del policía cusqueño y los vándalos que han provocado destrozos es lo correcto. Pero en el caso de los agentes del orden, no.  Las Fuerzas Armadas, tienen una estructura jerarquía, de arriba para abajo. El de abajo, es decir el soldado ejecutor de los disparos no lo hace por iniciativa individual, sin que haya peligro alguno. No. Lo hace por que ha recibido esa orden de una autoridad superior antes de salir a controlar las protesta. Desobedecerla significaría cometer el delito de insubordinación. “Las ordenes se cumplen sin dudas ni murmuraciones”. Por consiguiente, los culpables están en los niveles más altos de la jerarquía militar-policial, de los ministros del interior y de defensa, los primeros ministros, y la presidente de la república, como jefe supremo de las Fuerzas Armadas. 

Por otro lado, hay algo muy peculiar en la relación entre la autoridad civil y militar hoy. Nuestra constitución señala: "Las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional no son deliberantes. Están subordinadas al poder constitucional".  Pero en el Perú, al parecer esto no es así. Pues en la percepción ciudadana las Fuerzas se han constituido en deliberantes. Han tomado una postura política, y actúan con una relativa autonomía. La muestra más visible: los altos mandos de la policía nacional convocan marchas por la paz con participación de civiles y policías: el propósito, al parecer es, neutralizar y refrenar a los campesinos movilizados en las ciudades del interior del país. Un periodista le pregunta a la señora presidente si sabe de este hecho y si además está de acuerdo. Y ella contesta que desconoce el tema. Su ministro del Interior igualmente. No obstante, los jefes policiales continúan en sus puestos. Esta situación es muy peligrosa para la democracia.

Pero los culpables de las muertes de peruanos como nosotros, va mas allá de quienes ordenaron disparar y dispararon. Para que pueda darse un acontecimiento tiene que haber un ambiente propicio para ello.  ¿Cuál es hoy el ambiente para lo antes señalado? Creo que hay dos básicamente. Ambos de raíces históricas. Una de larga raigambre: el racismo y el clasismo, de carácter cuasi estamental.  Expresada recientemente en palabras de una joven marchante por la paz en la ciudad del Cusco que se refieren al Otro de manera abierta y desbocada como “indios, ladrones y delincuentes” Y el otro, también histórico, sembrado en los años 60 del siglo pasado, que en el Perú se ha robustecido en las últimas décadas en un sector social urbano: el odio macartista, el odio a todo lo que sea de izquierda o progresismo. Si es cholo o indígena, terruco, y si es blanco citadino, caviar. 

El imperio, en la época de la guerra fría, entre EEUU y la URSS, en sus manuales de instrucción militar y de educación cívica, propalaron la idea de dos mundos:  el mundo de la democracia, que es buena, sinónimo de libertad (en el que por supuesto se encontraban ellos), y el mundo del comunismo, que es malo, vil, dictadura. “El comunismo es una forma de vida que rinde culto al engaño y la violencia” Basta ver algunos programas políticos en la televisión local, algunas emisoras radiales, algunas redes sociales abiertamente opacados por el odio. No por gusto en Lima elegimos como alcalde de la ciudad, a alguien que pregonaba en mítines: “Muerte al comunismo”. “Muerte a Cerrón y a Castillo”. Esto no quiere decir que desde la otra orilla no se practique similar comportamiento. Pero en este momento estamos tratando de nuestros muertos, asesinados por las balas vomitadas desde ese sector ideológico-social-político.