El legado de Abimael Guzmán para la izquierda peruana

Por: 

Jorge Frisancho

El legado de Abimael Guzmán para el país ha estado claro desde hace mucho tiempo. Su paso por nuestra historia deja una estela de horror, muerte y destrucción cuyas consecuencias en muchos sentidos todavía vivimos y viviremos por bastante tiempo. Un cúmulo de cadáveres que tuerce y daña nuestra memoria. Heridas muy profundas en la trama social que no parecen cercanas a cicatrizar. Una forma de mirarnos los unos a los otros que nos hace aún más imposible la vida política. Por supuesto, Guzmán no es el único responsable de lo anterior. Hubo muchos otros agentes del desastre peruano de los años 80, y más allá de eso, la historia no es un asunto de ángeles y demonios, próceres y personalidades, sino de dinámicas mucho más vastas de lo que un puñado de nombres puede representar. Aun así, sus responsabilidades son innegables y deben subrayarse siempre. Que lo acompañen en la tumba y que no las olvidemos jamás.

Lo que Guzmán significó para la izquierda peruana, en cambio, es algo menos evidente. No lo hemos debatido en realidad y nuestros consensos al respecto, si los hay, son superficiales y reactivos, y están en buena medida marcados por silencios y desmemorias.

Por un lado, buena parte de la izquierda peruana contemporánea no termina de reconocer al PCP-SL como parte de su propia historia, como una organización emergida de sus propios procesos, discursos y prácticas cinco décadas atrás, y más bien, al aislar la figura de Guzmán y sus seguidores, al apartarlos de su propio recuerdo institucional, ha congelado esos procesos, discursos y prácticas en una mitología vacía de contenido político real y desprendida de sus (terribles) consecuencias sobre el terreno. Esta es una izquierda que, al menos hasta cierto punto, no sabe lo que fue; por tanto, no sabe lo que es ni hacia dónde marcha, y solo viaja según sopla el viento.

Por otro lado, hay también sectores significativos en la izquierda peruana realmente existente que tienden a relativizar la brutal vesania del proyecto político encabezado por Guzmán y, apegados a un aprecio casi estetizante por sus imágenes, sus simbolismos y sus vocabularios, anclan en un recuerdo tergiversado las convenciones de un radicalismo más espectacular que sustancial, más performativo que transformador, y muy frecuentemente negacionista. Esta es una izquierda que se niega a aprender lecciones, convierte la intransigencia en marca de identidad y hace de la vocación por el incendio un horizonte político.

Ese, creo, es un legado de Abimael Guzmán para la izquierda peruana: una escisión intransigente, una brecha visceral que se postula como cuestión de principios y hace imposible en la práctica la acción concertada, amenazando siempre con convertir cualquier victoria en derrota. Lo estamos viendo hoy mismo.

A un nivel a la vez más profundo y difuso, lo que Guzmán le ha dejado a la izquierda peruana es una dificultad casi insalvable de articularse como un proyecto genuinamente revolucionario. La pasmosa crueldad de las tácticas empleadas por el PCP-SL y su fría indiferencia al sufrimiento humano, el absurdo de sus estrategias y la abismal irracionalidad de sus discursos desvirtuaron hasta hacerlos imposibles los conceptos básicos de una izquierda auténticamente transformadora, al punto que hoy es casi imposible en el Perú decir palabras como lucha de clases o revolución, entre muchas otras, sin invocar la tragedia de la guerra ciega y el fantasma furioso del terrorismo. No tenemos lenguajes sólidos para fundar la acción; los que tenemos están interferidos por el río de sangre que Guzmán invocó y por las miles de víctimas a las que condenó al silencio.

Esto le debemos también los izquierdistas peruanos a Abimael Guzmán: para decir lo que debemos decir tenemos todavía que empezar casi desde cero. Su muerte podría ser un momento de inflexión. Tal es mi deseo. Que con sus huesos no solo se entierre tanto horror, sino que también podamos empezar a hablar de nuevo.

Publicado en Noticias Ser