Desafíos para la nueva presidenta del Perú, Dina Boluarte

Por: 

Editorial

El desenlace del corto gobierno del ex presidente Pedro Castillo –vacado finalmente por el Congreso de la República con 101 votos a favor, 6 en contra y 10 abstenciones– aparecía como un escenario que podía anticiparse desde la propia campaña electoral el 2021. No solo por el virulento y vehemente acoso del que fue objeto, todo el tiempo, por parte de un amplio espectro que va del centro a la extrema derecha, sino sobre todo por la incapacidad de Castillo para distanciarse y superar el vínculo que lo ataba a Vladimir Cerrón, cuestionado líder del partido Perú Libre, organización que llevó a Castillo a la presidencia de la república, tras derrotar en segunda vuelta a la candidata Keiko Fujimori. 

A pesar de las tempranas señales de alerta, Castillo no logró desprenderse de la influencia cerronista, que lo llevó, entre otros varios errores, a inaugurar su mandato con un gabinete de colisión, claramente provocador para un escenario político crispado y polarizado, con una composición que resultó nefasta para la administración pública y la gobernabilidad. Y si bien el gobierno de Castillo coincide con un contexto de crisis del régimen neoliberal (con el que no rompe y del cual se convierte en un capítulo más), lo cierto es que había cierto margen para enfrentar a la oposición radical que buscó vacarlo desde el primer día (la baja popularidad del Congreso era un factor que lo favorecía). Pero erradamente decidió aislarse cada vez más. Lejos de impulsar reformas largamente desatendidas, Castillo se mostró incapaz de gobernar con eficacia y estrategia política, incurriendo, por el contrario, en corruptelas y negociados que replicaban prácticas patrimonialistas de anteriores gobiernos. El presidente chotano aprendió pronto los códigos de la política criolla (clientelista y corrupta) y terminó refugiado en el perfil que mejor le acomodaba: el de sindicalista y rondero rural “víctima” del asedio conservador, limeño, racista y centralista. Más aún: lejos de conformar una coalición política y social amplia, que le permitiese enfrentar los ataques de la derecha, se dedicó a construir poderes paralelos y a fraccionar al movimiento sindical y político, sin más objetivo que facilitar la acumulación de poder de su facción del sindicalismo magisterial y de otras organizaciones aliadas.

Triste y trágico final para quienes lo acompañaron en esta aventura política, que deja un profundo malestar y desconfianza en la gobernanza en el país.

No es para menos. Los daños causados durante la presidencia de Castillo son de consideración. En lo económico, la tasa de crecimiento decayó por debajo de las proyecciones previstas, lo que generó más desigualdad, pobreza, falta de empleo adecuado y crisis alimentaria, dimensiones que acusaban serios retrocesos tras la pandemia. En lo institucional, el manejo del aparato estatal y la gestión pública fueron encarados con poca seriedad, profesionalismo y vocación de servicio, en un momento en el que más lo esperaba y requería la población más golpeada y necesitada tras la emergencia sanitaria. 

Si bien se encontró una salida institucional a la crisis política, lo cierto es que la actual presidenta Dina Boluarte es, por decirlo de algún modo, una caja de Pandora. Esperamos –todo el país espera– que pueda constituir un gabinete competente y comprometido con las urgencias acuciantes de la población. Pero, sobre todo, un Gabinete que la ayude a gobernar, enfocándose principalmente en aquellos sectores donde la crisis ha afectado más a la gente: los déficits de seguridad alimentaria, de atención sanitaria, educacional, de trabajo adecuado, de ciudadanos con acceso a la protección social. 

Dicho de otro modo: el reto que tiene por delante Boluarte –si decide culminar el periodo gubernamental y no adelantar las elecciones generales, como demanda un sector mayoritario de la ciudadanía– es definir un rumbo claro que apunte al crecimiento con desarrollo sostenible para el Perú de los próximos años, esta suerte de “hoja de ruta” debe priorizar la inversión pública en infraestructura, en el marco de una estrategia para estimular el crecimiento económico a través del mercado interno y la generación de oportunidades de empleo.

Pero, sobre todo, que encare la lucha contra la corrupción, la violencia y la inseguridad ciudadana, una triada de males que viene devastando la política y a la sociedad peruana, y que lo haga bien, revirtiendo las comprensibles y naturales dudas que existen sobre su capacidad para encarar la compleja y difícil situación que atraviesa el país.

La presidenta Boluarte enfrenta el reto de reconstruir la confianza entre los actores y tender puentes para una reducción y reencause del enfrentamiento político. A este esfuerzo deben sumarse todos, las y los peruanos que buscan apoyar a través de la cooperación, el intercambio y la ayuda prioritariamente a los más necesitados: al campesino de agricultura familiar, al obrero con salarios justos, al joven con empleo formal, a los millones que buscan que comer y que emprender en sus vidas.

Debemos recordar que si hemos llegado a esta situación de crisis ha sido responsabilidad tanto del ejecutivo como del legislativo siendo este último el que tiene mayor rechazo ciudadano y esperemos que no sigan priorizando sus intereses personales frente a las demandas urgentes de los ciudadanos. Ojalá la presidenta pueda enfrentar estos retos para salir adelante como país gobernando para todos los peruanos.