Ante las amenazas globales en salud: piedras y palos

Por: 

Víctor Zamora

En el año 2020, el virus SARS-CoV-2 causó estragos a nivel global, cobrándose la vida de siete millones de personas en casi cuatro años, con casi 250,000 de estos fallecimientos ocurriendo en el Perú, país con la más alta letalidad por la enfermedad por coronavirus (COVID-19) a nivel mundial. 

En la última década, los casos de dengue se han multiplicado por diez, llegando a cinco millones de casos y más de 5,000 fallecimientos, siendo el Perú responsable de uno de cada diez de estos decesos y presentando una de las tasas de letalidad más elevadas globalmente.

Recientemente, 41 países europeos han experimentado un aumento significativo de casos de sarampión, superando los 30,000 casos, una cifra 30 veces mayor que en 2022. Esta situación ha llevado a la Organización Mundial de la Salud (OMS) a declarar la alerta en toda la región, con varios países emitiendo alertas epidemiológicas al registrar casos importados, incluyendo a Argentina y Perú. 

Estos eventos evocan las advertencias de la directora general de la Organización Panamericana de la Salud sobre el "riesgo muy elevado" de reaparición de poliomielitis en Brasil, República Dominicana, Haití y Perú debido a bajas coberturas de vacunación.

Desde el año 2022, la región de las Américas está en alerta por una epidemia de influenza aviar de alta patogenicidad asociada al subtipo A (H5N1), extendiéndose a 16 países. Aunque se mantiene en vigilancia, solo se han registrado tres casos en Estados Unidos, Ecuador y Chile. 

A pesar de la experiencia con la pandemia de COVID-19, la tuberculosis sigue siendo la enfermedad infecciosa más letal, con más de 1.5 millones de muertes anuales debido a múltiples fallas en los sistemas de salud y protección social. En particular, la tuberculosis resistente a los antibióticos, de mayor preocupación global, coloca al Perú en el primer lugar en América Latina y el Caribe en cantidad de personas en esta condición. 

Y la lista continúa. En síntesis, estos datos revelan una amenaza global que impacta a millones de personas en episodios periódicos, los cuales se vuelven cada vez más frecuentes y no limitados a un territorio específico. 

Diversos elementos se entrelazan para impulsar este fenómeno. Factores demográficos, como las migraciones, y de comportamiento, como el creciente rechazo a las vacunas, se combinan con el impacto del cambio climático. A su vez, factores tecnológicos e industriales, derivados de los modelos de desarrollo económico y la utilización de la tierra, como el uso indiscriminado de antibióticos, pesticidas y agroquímicos, entran en juego. Se suman a esta compleja ecuación los determinantes sociales de la salud, como la pobreza, y las adaptaciones biológicas, entre otros. 

Evidentemente, estos desafíos generan una inmensa presión sobre los sistemas de salud públicos, los cuales tienen la responsabilidad crucial de llevar a cabo la vigilancia, implementar medidas preventivas y, por supuesto, ejecutar acciones de control.

No obstante, el éxito de estas intervenciones no está asegurado. Los estados y sociedades robustas, respaldados por niveles adecuados de protección social y sistemas de salud financiados de manera adecuada, organizados eficientemente y con un suministro suficiente y oportuno, demuestran mejores resultados en la reducción del impacto de estas enfermedades en la población.

En el contexto peruano, la pandemia de COVID-19 ha evidenciado no solo las debilidades del sistema de salud, sino también las condiciones precarias y propicias para la propagación del virus que afectan a la mayoría de nuestros compatriotas, resultando en una considerable carga de enfermedad y pérdida de vidas.

Tomando el sarampión como ejemplo, el país se encuentra en una situación de alto riesgo. En primer lugar, las condiciones de vida, trabajo y transporte favorecen un alto contagio, especialmente para enfermedades respiratorias como el sarampión. En segundo lugar, el virus del sarampión, conocido por su alta capacidad de contagio, fue considerado el más contagioso antes de la aparición del coronavirus. Además, alrededor de 500,000 niños peruanos aún no han recibido su primera dosis de la vacuna, quedando vulnerables a enfermar y, lamentablemente, a perder la vida.

Ante este escenario, el Ministerio de Salud debería liderar la respuesta sanitaria, contando con un plan claro y financiamiento adecuado. Sin embargo, la realidad dista de ser así. Los constantes cambios en el liderazgo ministerial, la falta de planes concretos y una visión burocrática y desactualizada del sistema de salud y las actividades de vigilancia y control, solo aumentan el riesgo de empeorar la situación, como se evidencia en el caso del Dengue, cuya magnitud es incluso peor que en 2022, que ya era preocupante.

Un ejemplo elocuente de esta situación es la Ley 31961, promulgada el 19 de diciembre de 2023, que ostenta el altisonante título "LEY QUE FORTALECE LA RECTORÍA DEL MINISTERIO DE SALUD EN VIGILANCIA EPIDEMIOLÓGICA EN SALUD PÚBLICA E INTELIGENCIA SANITARIA". Sin embargo, tras la pomposidad de su nombre, su verdadero propósito es realizar una "contrarreforma". 

¿Y cuál es esta contrarreforma? Impedir que el Decreto Legislativo 1504, aprobado en 2020, pueda llevar a cabo la fusión de dos unidades orgánicas del MINSA, específicamente el Instituto Nacional de Salud y el Centro de Control de Enfermedades. Este proceso tenía como objetivo potenciar sus capacidades y fortalezas, postergando así la modernización de la epidemiología nacional, la cual se encuentra estancada en formatos de papel, sistemas de comunicación obsoletos y con recursos humanos altamente capacitados y experimentados, pero mal remunerados y con débiles incentivos para el desarrollo profesional. Además, trabajan en espacios alquilados y deficientemente ventilados. La aprobación de esta ley de contrarreforma fue celebrada y aplaudida por el ministro Vásquez.

Un ejemplo más ilustrativo es la evidente incapacidad del ejecutivo para liderar la promulgación de una nueva ley de contrataciones del estado (Ley 30225), la cual representa un obstáculo significativo para la adquisición de productos innovadores en salud, como las vacunas para el COVID o para el Dengue. Estos productos, son difíciles de comprar de manera oportuna con la legislación actual ya que suelen carecer de una documentación exhaustiva sobre sus beneficios, provienen generalmente de un único proveedor dueño de la patente y, por lo general, tienen un costo elevado.

En resumen, en medio de desafíos globales de primerísima importancia, el Estado peruano en su conjunto y, en particular, el Ministerio de Salud, han mostrado una falta de iniciativa significativa para reformar y modernizar tanto la estructura organizativa como las operaciones fundamentales. En lugar de ello, han optado por persistir en un enfoque arcaico y poco eficaz.