Sobre reflexiones y recomposiciones

Por: 

Andrea Lerner K.* y Verónica Mujica G.*

¿Cómo podemos conversar con los que piensan distinto? Como muchos lo hemos vivido, estas conversaciones en torno al virus, en torno a la posición política, en torno al Perú que queremos, se han parecido más a una batalla entre el bien y el mal, granada en mano...

Pandemia e incertidumbre

En medio de una pandemia en donde el enemigo está por todas partes, el miedo a la incertidumbre nos sigue poniendo a prueba, a pesar de que podamos sentir y pensar que estamos cerca a su fin. Aún no sabemos en quien podemos confiar porque el enemigo podemos ser nosotros mismos, y ahí aparece otro mal recurrente, las elecciones, en medio de esa ya habitual inestabilidad política y social. Como si la miseria que trajo consigo el COVID no fuera suficiente, muchas cosas parecerían contagiarse de esa agudización y se fueron tornando extremas, en este país que pareciera estar acostumbrado a andar en una cuerda floja.

La incertidumbre crece, y vemos cómo el miedo y la desconfianza parecen seguir apoderándose de muchos. Presenciamos nuevas grietas y más divisiones entre todos, aumentando el dolor, y la impotencia. En general, una mayor inestabilidad a toda escala nos termina de invadir y envolver, para terminar de destruir la poca cordura que nos quedaba o tal vez para mostrarnos lo que verdaderamente somos. Sin duda, estas pandemias han sacado lo peor de nosotros como seres humanos y por ende como sociedad.

Esta nueva forma de estar en el mundo trajo consigo distintos miedos. Nos invadió el miedo a la incertidumbre, miedo a lo desconocido, miedo a socializar, miedo a salir de nuestro estatus quo, como si hubiese sido poco ya haber tenido que soportar y aprender a sobrellevar las angustias que nos trajo la pandemia, como si los cambios a los que nos hemos tenido de adaptar para poder sobrellevar esta terrible enfermedad hubiesen sido pocos, donde o estás sano y eres bueno, o estás contagiado eres malo y necesitas ser apartado. De ese mismo modo la coyuntura electoral y la participación de los medios de comunicación acentuaron las divisiones: piensas como yo y estás conmigo, o piensas distinto y eres el enemigo. Parecemos estar escindidos tanto física como psíquicamente. 

Es difícil pensar en lo que nos ha sucedido sin mencionar aportes como los de Melanie Klein, quien postula que los niños pequeños experimentan ansiedad a causa de la pulsión de muerte interior, del trauma experimentado al nacer, y de las experiencias de hambre y frustración. Esto quiere decir que los niños muy pequeños poseen un ego rudimentario no integrado, que intenta hacer frente a las experiencias – en particular la ansiedad – mediante el uso de fantasías de escisión, proyección e introyección.                         

Estas características son parte de lo que ella llama posición esquizoparanoide, en donde el bebé aún no es capaz de poder integrar que la madre que puede ser sentida como frustrante y persecutoria (pecho malo) es la misma que es amada y sentida como afectuosa (pecho bueno).                        

En una segunda etapa, el objeto ‘bueno’ y también el ‘malo’ son introyectados, etapa llamada depresiva en la que el bebé logra integrar a esta madre buena y mala en un solo objeto. Logra ver a la madre como un objeto único, total y siente la necesidad de reparar el daño ocasionado a ella. ¿Tendremos nosotros la capacidad de poder al menos intentar reparar lo que hemos dañado? ¿Tendremos la capacidad de sentir remordimiento por lo que hemos ocasionado? Y, sobre todo, ¿estaremos en capacidad de darnos cuenta que hemos generado daño?

¿Estamos escindidos? 

Desde el Psicoanálisis, la escisión es el mecanismo de defensa donde se divide a los objetos en buenos y malos, eres bueno y estás “con nosotros” o eres malo y estás “en contra de nosotros”.  No hay un yo integrado en donde cohabiten ambas opciones, en donde se pueda tolerar que es el mismo objeto el que puede ser bueno y también puede ser malo. Es probable que el miedo a lo desconocido, a la incertidumbre, nos haya paralizado, y esa paralización nos haya impedido pensar, y hayamos regresionado a etapas tempranas de nuestro desarrollo.       

¿Nos olvidamos de la empatía?

Hemos, reaccionado, y lo hemos hecho sin empatía alguna, a pesar de un contexto de desgracia mayor. Nos olvidamos de la empatía y de ponerla en práctica. ¿Nos olvidamos de la empatía o más bien nunca la hemos desarrollado o consolidado como una habilidad esencial para una “convivencia saludable”? 

Por mucho que nos empeñemos en negarlo, nuestros prejuicios están ahí. Si los ignoramos, nos terminan por dominar sin que nos demos cuenta. No es más honesto quien se cree por encima de sus prejuicios, si no quien es consciente de ellos, los acepta del mismo modo que se acepta un defecto propio, una limitación, una tara, o una condición física. 

Entre quienes se dejan invadir por la curiosidad de auto conocerse, quienes no solo reconocen sus propios talentos o virtudes, sino también sus limitaciones y oscuridades, ésta puede ser una práctica común que lleva al propio autodescubrimiento. No a todos nos gusta mirar hacia adentro, ni entenderse y menos cuestionarse a sí mismos, a pesar de que solemos hacerlo regularmente con otro; es decir, nos es más fácil ver en otros lo que no podemos reconocer, y por ende admitir, de nosotros mismos.

Capacidad de discrepar

Ha quedado olvidada nuestra capacidad de discrepar alturadamente, con argumentos. Lo que más nos conmueve es esta actitud generalizada y normalizada de insultar por el hecho de pensar distinto, de reaccionar sin pensar sobre lo que decimos y de cómo lo decimos y del efecto que podemos llegar a tener en otros. El hecho de defender violentamente un punto de vista ha sido más significativo que el mantener las relaciones sociales, o la preocupación por el otro, por entender lo que está detrás de una decisión o una lógica de pensamiento.

Hay una competencia por quien tiene la razón, por quien tiene la última información, por quién sabe más. “Lo que yo digo es verdad”, “estás conmigo o estás contra mí”. Nuevamente aquí el desempeño de los medios contribuyó a ciertos sesgos que pocos tuvieron la capacidad mínima de cuestionar o verificar. O menos aún poder llegar a decir, ¿Podemos estar de acuerdo que estamos en desacuerdo? ¿Y en base a eso podemos seguir respetándonos y queriéndonos? ¿Qué nos pasó?

¿Cómo cuidar las formas, la emocionalidad que transmite cada palabra, cada acto? ¿Por qué insultar o atacar? No estamos siendo conscientes que al insultarnos estamos generando mayores barreras, mayores sufrimientos, divisiones y estamos generando una sociedad menos compasiva y más enferma.

La pandemia ha puesto en evidencia quiénes somos dentro de nuestro país, dentro de nuestra nación, ¿nos sensibilizó? No queremos mirar, no queremos pensar, y no queremos o podemos ser empáticos. Han salido a la luz nuestras partes más oscuras, ¿cómo ver la luz en tanta oscuridad? Hemos creado grietas en nuestros vínculos, algunas profundas, creamos una realidad fragmentada, ¿nos podremos volver a “unir”?  ¿podremos volver a mirarnos a los ojos con transparencia después de todo esto?

En principio, deberíamos poder reconocer que nuestros conocimientos son finitos, que jamás llegaremos a saberlo todo, que para poder tomar decisiones solemos basarnos en evidencias que pueden ser necesarias, pero no suficientes. Y nos dejamos llevar por emociones y creencias, por más de que tengamos la “información” a nuestro alcance.       

Si solo conversamos con los que piensan igual a nosotros, nuestras opiniones pueden volverse más extremas y homogéneas. No obstante, para poder tener una democracia saludable, necesitamos poder dialogar con personas que piensen distinto. Nuestras conversaciones deben ser puentes de diálogos, deberían ser puentes que unan, que comuniquen y que nos alimenten. Si el resultado de nuestras conversaciones va a generar zanjas que nos sigan dividiendo, los acuerdos serán imposibles, las grietas mayores y nosotros seguiremos contribuyendo a una combinación explosiva de agresión y desconfianza.   

No todas las opiniones nacen de igual manera, algunas opiniones son provisorias, otras intensas o duraderas y otras pueden llegar a formar parte de nuestra identidad. Cuando esto sucede cualquier duda que surja se convierte en una duda sobre nuestra propia identidad. No somos capaces de poder mirarnos porque tenemos miedo a encontrarnos con estas partes desintegradas, agresivas y destructivas de nuestra personalidad y eso nos asusta, preferimos evitarlo. Como no somos capaces de mirarlo en nosotros lo proyectamos en otro, lo ponemos fuera, lo ponemos en el otro. 

En estos tiempos de crisis, hemos interpretando que no solo pensamos algo, si no que somos ese algo. Algunos nos retiramos del debate no porque no nos importe lo que suceda, no por tibieza, sino muchas veces porque el clima de agresión nos obliga a hacerlo. Por miedo, por hartazgo, por la penalización social, por miedo al abandono o al rechazo. Callar muchas veces mediante un silencio ruidoso. La imposibilidad de intercambio, de puentes, hace que el número de voces disminuya, creándose una falsa ilusión de consenso, pues se oye una sola opinión, por lo tanto, cualquier otra opción es disonante, ajena y “debe” ser eliminada. Cuando el tono de voz se eleva muchas veces nos retiramos y eso es una amenaza a la libre expresión y porque no decirlo, también un problema para la democracia. 

Ha resultado muy preocupante el nivel de violencia contenido en las expresiones de preferencias de los electores, de los ciudadanos, al tener visiones distintas sobre lo que conviene al país y sobre todo lo que nos conviene a cada uno de nosotros. Pensar en nosotros mismos, en nuestra sociedad particular, excluye al otro. Más aun al otro diferente, ya sea de otro barrio, de otra ciudad, de otro sentido estético, cualquiera diferente. Estamos separados de nosotros mismos, de lo que amamos, de lo que nos da placer, de lo que queremos como seres humanos o seres sociales. Tenemos miedo a sentir, a sentir ese algo que nos une al otro, a realizar que somos parte de un mismo todo, a sentir que, si una parte falla, todo falla. Y somos incapaces porque estamos escindidos.

Superar la intolerancia

Quizá exista otra opción: Podemos tener ideas definidas e intensas sin subirnos al discurso intolerante. Debemos poder distinguir entre lo que creemos y cómo lo creemos y si a este cómo lo volvemos no tribal o lo separamos del grupo social, podremos plantear nuestras opiniones sin que lo que pensemos se convierta en lo que somos, así pueden reaparecer los matices y las conversaciones podrían empezar a ser posibles. A partir de ahí se pueden construir consensos que son productos de llegar a acuerdos a pesar de las diferencias. 

Quizá tengamos más en común con aquellos que piensan distinto pero que quieran o puedan conversar, que con los que comparten con nosotros alguna opinión, pero son intolerantes. Debemos buscar el pluralismo y promoverlo, generar la expresión sincerada y respetuosa por distinta que sea. Solo si incluimos el disenso podemos lograr un verdadero consenso y para poder lograrlo necesitamos poder dialogar sin sentir que se nos penaliza, y este es el gran reto: tenemos que poner en práctica la tolerancia, aceptar que no vamos a escuchar siempre lo que queremos, que siempre van a existir voces que no nos gusten y tenemos que poder respetarlas por más de que no estemos de acuerdo. 

El momento de defender a libertad de expresión es ahora y siempre, cuidarla es más fácil que recuperarla. Debemos aprender a conversar mejor, a encontrar mejores maneras de estar en desacuerdo. Conversar no es imponer nuestras ideas por la fuerza o por insistencia, es escuchar para intentar entender al otro. Sin escucha no hay conversación.

Otro punto importante es poder separar las ideas de las personas, bajo la más amplia definición de tribalismo, atacar una idea hace que la persona se llegue a sentir amenazada porque sienten que se les ataca como persona. Las personas merecemos respeto, las ideas tienen que ganárselo.

Como dice Guadalupe Nogués en su libro Pensar con otros, las conversaciones se parecen al fuego, siempre están entre dos peligros, o se extinguen o crecen de un modo descontrolado. Con el tiempo los seres humanos hemos aprendido a controlar el fuego para que no se extinga y a manejarlo, para que no sea una amenaza y no cause peligro, quizá sea el momento de hacer lo mismo con las conversaciones.

* Andrea Lerner K. Psicóloga Clínica, Mg Psicoanálisis y 
* Verónica Mujica G. Psicóloga Social, MSc Métodos de Investigación y Estadística.