Venezuela, “madurismo” con nombre propio
Rubén Martínez Dalmau
En septiembre de 1999, hace exactamente veinticinco años, estaba instalado en Caracas acompañando al proceso constituyente venezolano. Me alojaba en un pequeño hotel en Sabana Grande, una de las zonas más populares de la capital, entre la avenida Casanova y Plaza Venezuela. Las mañanas las dedicaba de lleno al trabajo de la constituyente, que se bifurcaba entre el edificio Pajaritos, donde sesionaban las comisiones, y el palacio legislativo, en cuyas amplias estancias solían tener lugar las reuniones de la comisión técnica que ayudaba a la corrección de los textos generados por la asamblea. Por las tardes, cuando los horarios lo permitían, me gustaba tomarme un guayoyo en una de las mesas del Gran Café, un local de pocas pretensiones estilísticas en pleno boulevard de Sabana Grande, pero a cuya democrática terraza llegaba todo el mundo: periodistas, políticos, vecindario, limpiabotas, ejecutivos, vendedores de periódicos vespertinos…
Y todos con la idea de comentar las últimas noticias y hacer seguimiento colectivo a la situación del país, que estaba en pleno proceso de cambio.
Y es que un terremoto estaba azotando el «estable» sistema político venezolano desde hacía algunos meses. Tras la caída de la dictadura de Pérez Jiménez en 1958, los partidos políticos hegemónicos –Acción Democrática y Copei– habían acordado un sistema partidocrático de gobierno basado en el turnismo y la concertación de las decisiones políticas más importantes. A este acuerdo de estabilidad partidista se le denominó ‘puntofijismo’ en alusión a la casa de un viejo político, Rafael Caldera, donde se firmó el pacto. El ‘puntofijismo’ duró lo que duró la Venezuela saudí, es decir, la suficiente abundancia de la factura petrolera para cubrir los gastos del Estado y el excedente que se requería para engrasar los mecanismos clientelares propios de la partidocracia. A partir de la década de los ochenta del siglo XX, el aumento de la población y la disminución de los ingresos por los hidrocarburos fueron generando procesos de empobrecimiento que acabaron expulsando a gran parte de los venezolanos a vivir en ‘ranchitos’, barrios pobres e inseguros de enormes dimensiones alrededor de las grandes ciudades, muchos de los cuales solo tienen acceso por empinadas escaleras. La situación explotó en el denominado ‘Caracazo’, el 27 de enero de 1989, cuando en una ciudad dormitorio de Caracas como Guarenas el descontento popular se tradujo en una protesta que pronto se escampó por el país. Unos años después, el ‘Caracazo’ sirvió de justificación para un fallido intento de golpe de Estado contra el ‘puntofijismo’, el que protagonizó un grupo de militares del que acabaría destacando uno: Hugo Chávez.
Tras el correspondiente paso por la cárcel y el indulto que le concedió el propio presidente Caldera, Chávez destinó sus esfuerzos a construir una alternativa política al ‘puntofijismo’.
La experiencia y la reflexión lo convencieron de que la vía debía ser popular e incuestionablemente democrática. Para la construcción de su alternativa se nutrió de una gran parte de los partidos de la izquierda venezolana que históricamente habían sido apartados de la concertación ‘puntofijista’, y que estaban dispuestos a impulsar un cambio transcendental en el país. Entre ellos estaba el Partido Comunista de Venezuela, Patria Para Todos, y el Movimiento al Socialismo. Chávez incorporó una locomotora política controlada por él para impulsar la maquinaria, el Movimiento V República (MVR), y planteó un discurso moderado de transformación democrática con un cambio constitucional. Le salió bien.
Todo el ‘puntofijismo’ de la mano, el denominado Polo Democrático, no pudo hacer frente a la propuesta de cambio planteada por el chavismo: en las elecciones presidenciales venezolanas del 6 de diciembre de 1998, Hugo Chávez obtuvo el 56.2% de los votos, más de dieciséis puntos por encima del candidato del viejo régimen, Salas Römer. «Se ha impuesto la voluntad mayoritaria de un pueblo, el de Venezuela, que merece respeto», afirmó el presidente electo en su primera entrevista en televisión. A partir de ese momento, lo que sucedió ya es historia.
El referéndum constituyente de 1999 se aprobó con 87.75% de los votos y, después de seis meses de trabajos, la propuesta de Constitución elaborada por la Asamblea constituyente obtuvo el 71,78% de los sufragios. El apoyo del pueblo venezolano a la propuesta de cambio era incontestable. Chávez siguió ganando muchas elecciones durante la década siguiente: en el año 2000 fue reelegido presidente con el 60% de los apoyos, y en 2004 hizo frente al primer referéndum revocatorio de un presidente en América Latina, donde venció el ‘No’ a la revocación del mandato presidencial con el 59.1% de los votos. La única excepción fue cuando sometió a referéndum una amplia reforma constitucional en diciembre de 2007.
El empoderamiento popular de la Constitución de 1999 había echado raíces, y venció el ‘No’ a la modificación de la Constitución con una diferencia de punto y medio. «Yo lo digo tranquilo de conciencia, mi ética no hubiese aguantado la grandísima duda que hubiera quedado que Chávez hubiera ganado por tan poco después de tres días y por unas actas que vinieron del exterior», afirmó el presidente al conocer los primeros resultados y reconocer el fracaso de su propuesta. Chávez falleció en 2013. Aun tuvo la oportunidad de ganar las elecciones de octubre del año anterior con más de diez puntos de diferencia con su contrincante, Henrique Capriles. Desde hacía un año le habían diagnosticado una enfermedad que resultó terminal, y aun enfermo enfrentó la campaña electoral. Poco antes de fallecer había nombrado sucesor a Nicolás Maduro y había pedido el voto para él. La transferencia del voto chavista a Maduro concluyó con éxito, pero no sin apuros: la diferencia entre Maduro y Capriles en las elecciones de abril de 2013 fue de apenas unos miles de votos. Tras ganar las elecciones, Nicolás Maduro inició su propio recorrido, avanzando a pasos agigantados desde el ‘chavismo’ hacia el ‘madurismo’. Que el proyecto madurista cuenta con su propia hoja de ruta es indiscutible. Si el fallecimiento de Chávez dejó el campo libre para la instalación de un programa distinto al regenerador, la convocatoria de la denominada constituyente de Maduro en 2017 quitó la máscara a las verdaderas intenciones del nuevo gobierno: su propósito era desconocer la Constitución de 1999 y permanecer en el poder a toda costa, triturando la separación de poderes, las garantías de los derechos y las herramientas de participación democráticas que habían permeado la Constitución desde su primer artículo.
Recordemos que la única actividad que se conoce de esta «constituyente» fue avasallar con la institucionalidad establecida: obstaculizar los procesos democráticos en el parlamento, con mayoría de la oposición; allanar la inmunidad parlamentaria de los diputados; destituir a la fiscal general; destituir al Gobernador del Zulia… En definitiva, ubicar todo el poder en manos del madurismo. Del borrador de Constitución, nunca se supo, y tres años después de su instalación, sin que se conociera un solo artículo aprobado, los “constituyentes” se fueron tan campantes a su casa. “¡Misión cumplida!”, exclamó Maduro con rostro de felicidad.
La degeneración del proceso ha causado estragos sociales. En la última década hemos visto el mayor éxodo en la historia de América Latina: nueve millones de venezolanos salieron del país, una gran parte de ellos caminando, buscando unas condiciones de vida mínimas. La situación de los derechos humanos al interior de Venezuela es dramática. Amnistía Internacional denuncia centenares de casos de desapariciones forzadas, torturas y tratos crueles, en particular como mecanismos de represión a la disidencia. La deriva ha sido trágica, en especial cuando se compara con las ansias de regeneración del proyecto original. Hace más de diez años que no visito Venezuela; prometí no hacerlo mientras perduraran las circunstancias que rodean al gobierno de Nicolás Maduro.
Un sector de la izquierda, afortunadamente minoritario, se equivoca al apoyar al madurismo, que no tiene la más mínima credibilidad interna ni externa, y que ha derrochado todo el apoyo popular que alimentaba el proceso de regeneración original. La izquierda democrática, Boric, Petro, Lula, saben que una vez perdidas las elecciones se esfuma cualquier justificación válida para gobernar. Me sitúo con ellos. Mientras, no pierdo la esperanza de poder regresar pronto a Sabana Grande y sentarme en la terraza del Gran Café frente a una taza de guayoyo humeante.