La conflictividad social en el Perú: un balance de cien días
Víctor Caballero Martin
Sabíamos que en las primeras semanas de asumir el nuevo gobierno los conflictos sociales se iban a reactivar. Siempre ha sido así. En el inicio de la gestión de Alejandro Toledo estallaron los conflictos en el sur, especialmente en Arequipa cuando, sin mayor fundamento y evaluación, decidió privatizar la empresa EGASA. En el gobierno de Alan García, los conflictos estallaron a la semana: primero fue el conflicto en la comunidad de Combayo, Cajamarca contra Yanacocha, y luego los conflictos en Ilo contra la Southern, y de las comunidades nativas del río Corrientes contra la empresa PLUSPETROL. En el gobierno de Ollanta Humala, los conflictos no se hicieron esperar: estallaron en Ica con la protesta de los agricultores por el precio del algodón y del maíz, y luego continuaron los conflictos en Cañete, y luego Espinar… En el gobierno de PPK, las primeras semanas fueron también críticas: el paro de las comunidades de la provincia de Cotabambas en Apurímac derivó en violentas protestas que obligaron al gobierno a firmar actas de compromiso y prometer grandes inversiones que, para variar, no se cumplieron.
Siguiendo ese patrón de los conflictos era inevitable y previsible que los conflictos sociales estallaran en las primeras semanas del gobierno de Pedro Castillo y de Perú Libre. Así pasó. Las zonas de alta conflictividad, en verdad, ya estaban configuradas desde antes: el corredor minero del sur; las zonas petroleras del oriente, particularmente en las zonas de explotación del petróleo y la ruta del oleoducto; a ello se sumaban los conflictos en la sierra norte que va desde Ancash (Antamina) hasta los conflictos en Cajamarca.
Se esperaba que el gobierno de Castillo y de Perú Libre lograría desarrollar una mejor relación con las organizaciones sociales y pueblos en conflictos. Había condiciones para ello: el apoyo a Pedro Castillo había sido abrumador precisamente en las zonas de conflictos. Pero, unas semanas después cuando los conflictos se reactivaron, el gesto del entonces presidente del Consejo de ministros, Guido Bellido, de ir a lomo de caballo a Chumbivilcas no sirvió de mucho, sólo ganó tiempo, pero no resolvió nada.
Los conflictos siguientes siguieron con la misma tónica, la PCM y los ministerios comprometidos en las protestas continuaron con la misma lógica: estallido del conflicto – instalación de mesa de diálogo – firma de actas de compromiso que solo les permitía ganar unos días de paz o una tregua al gobierno, como lo afirmaban las poblaciones y organizaciones movilizadas.
El tratamiento o manejo de los conflictos sociales no es fácil, no hay fórmulas mágicas que transformen una situación de conflictividad en un clima de cooperación y diálogo. Puede haber buena intención y ganas de ayudar a resolver los conflictos, pero si éstas, no se concretan en políticas públicas, y si los actores involucrados no logran construir confianzas que den estabilidad al tiempo que demora la resolución de las causas, pues, simplemente, fracasarán.
Lo que aprendimos en las primeras décadas de la conflictividad social era que el Estado debía contar no solo con una estrategia de resolución de conflictos, sino con la institucionalización de los espacios para el diálogo y el tratamiento de las demandas de la población. Incluso llegamos a la convicción de que los conflictos son inevitables sobre todo cuando está a la base la disputa entre los actores por lograr relaciones de igualdad en la negociación con el Estado para que se legitimen las demandas y se institucionalicen los espacios.
Lamentablemente lo poco que aprendimos fue inmediatamente olvidado. Los conflictos de las décadas siguientes fueron asumidos sin tener una estrategia clara o por lo menos creíble; y la institucionalización del diálogo fue reducida a la creación de mesas de diálogo, grupos de trabajo o comisiones multisectoriales. No se tiene un cálculo exacto de cuántas actas se firmaron en los gobiernos anteriores; tampoco una evaluación del cumplimiento de los acuerdos, y menos de un seguimiento de esos cumplimientos. Pero, lo que, si debe quedar claro, es que esa estrategia de construir mesas de diálogo, firmas actas de compromiso no ha dado resultado. Y no darán resultados porque el instrumento del diálogo al estar desvinculado de una política de Estado no tiene mucha efectividad.
¿Por qué entonces seguir con esa lógica de organizar grupos de trabajo, constituir mesas de diálogo, firmar actas? ¿Por qué continuar con esa lógica de esperar que el conflicto estalle para luego firmar actas? “Hacer lo mismo una y otra vez y esperar resultados diferentes» ha sido definido como una especie de locura por Albert Einstein. Bueno, algo así nos está pasando. La reiteración en el error es lo que estamos viendo en estos cien días de gestión del presidente Castillo.
Considero que el problema que se repite en este proceso es no vincular el tratamiento de los conflictos sociales a los cambios políticos que están a la base. Se cree, a veces, que los conflictos se producen porque el gobierno no tiene una política de prevención o porque no hay equipos de diálogo o que los equipos de diálogo han fracasado. Puede ser parcialmente cierto esta apreciación, pero quienes estamos desde hace algún tiempo en la gestión de los conflictos sociales, notamos que los conflictos sociales buscan construir nuevos equilibrios políticos, nuevas representaciones y nuevos marcos institucionales en el cual se relaciones el Estado – la empresa y la comunidad.
Un conflicto social puede ser un factor de cambio, sólo con la condición de que haya una salida política y que genere cambios en leyes, normas o que se establezca nuevos equilibrios en la negociación entre los actores que modifique las relaciones de desigualdad existentes. La experiencia nos muestra que, si un conflicto social no logra transformaciones políticas en el Estado, sino produce cambios legales es poco probable que resuelva las causas que generaron el conflicto y la protesta. La persistencia del conflicto y la agudización de estos pueden devenir en crisis política permanentes, con consecuencias imprevisibles o resultados impensados.
Los conflictos no se resuelven solo con plata
Una de las evidencias de que los conflictos no se resuelven necesariamente con transferencias de dinero o del reparto de rentas de las empresas mineras hacia las comunidades campesinas, es el largo conflicto en el denominado “Corredor Minero”, que involucra a las provincias de Cotabambas (Apurímac), Espinar y Chumbivilcas (Cusco). En esta zona la conflictividad social es intensa y de larga duración, lleva más de doce años de conflicto activo; se han constituido innumerables mesas de diálogo, grupos de trabajo, comisiones especiales, comisiones técnicas y la intensidad del conflicto sigue igual que antes.
Los recursos transferidos para el financiamiento de expedientes técnicos son los siguientes
A las municipalidades distritales de Cotabambas se le transfirió S/. 139 869 070 (DS. N° 123-201-MEF). No obstante, el conflicto social en el “corredor minero” sigue con la misma intensidad; peor aún, se sigue firmando actas de compromiso y las mesas de trabajo siguen funcionando con agendas renovadas o ampliadas. Esta misma modalidad de transferencias económicas directas a distritos y comunidades se han realizado en otras zonas de conflictividad, y sin embargo los conflictos no parecen haber disminuido.
Lo mencionado nos debe llevar a lecciones a tomar en cuenta: no todo es dinero, o mejor: el dinero que se obtiene de la negociación de un conflicto solo calma temporalmente, pero alimenta nuevas tensiones; tampoco la promesa de nuevos proyectos de inversión calma expectativas, quizá las alimenta de tal forma que su no cumplimiento exacerba más a la población.
Reducir, por tanto, la negociación de los conflictos a los aspectos relacionados con la plata o con las compensaciones, puede dar la falsa sensación de que es por esa vía que se resuelven los conflictos. Obviamente no afirmo que no hay que compensar por los daños generados por una actividad minera, petrolera o industrial; lo que afirmo es que el dinero es solo una compensación, no la solución al problema que generan dichas actividades.
Revisión de la estrategia en la gestión de los conflictos
Es muy frecuente escuchar que los conflictos sociales se producen por falta de diálogo o porque no se tiene una política de prevención ni equipos de expertos en diálogo y negociación. Eso es verdad, en parte. La experiencia acumulada en el Estado es que el instrumento de las mesas de diálogo, las metodologías de tratamiento de los conflictos, y la comunicación en tiempo real de las demandas sociales han sido ampliamente usadas, no obstante, la conflictividad no ha cedido.
No se tiene una cuenta de las mesas de diálogo que se han constituido en los últimos gobiernos; tampoco de su resultado. Lo cierto es que cada cierto tiempo las mismas mesas se vuelven a reinstalar. Cada vez hay nuevos expertos en diálogo y negociación que, con la experiencia acumulada, sacan adelante acuerdos, pero que, luego no logran contener la protesta.
Hay algo más profundo en la naturaleza de los conflictos sociales en el Perú. Los conflictos se desarrollan dentro de un marco político institucional que busca ser modificado. En tal sentido los conflictos están vinculados con los cambios políticos, con las reformas políticas. En muchos de los conflictos sociales actuales, su solución no está, necesariamente en el terreno de las mesas de diálogo o en la prevención, sino en las reformas políticas que están en las competencias del Ejecutivo o del poder Legislativo. Eso lo saben muy bien los líderes de las protestas sociales, y por eso buscan a través de los conflictos los cambios políticos que exigen.
El reto que el gobierno de Pedro Castillo es entender la naturaleza de los cambios políticos que le exigen las poblaciones en conflictos. Obviamente, lo que se espera del gobierno son las reformas políticas que prometió, y que construya nuevos consensos políticos para la aprobación de leyes que permitan canalizar y resolver las protestas que generan los conflictos sociales.
Indudablemente que estos cambios políticos requieren que los actores sociales del conflicto recuperen confianza en el Estado. El Estado, en verdad, es un tercer actor, con un rol mediador entre la comunidad y las empresas, entre las poblaciones y las autoridades locales. Lamentablemente el descrédito en la institucionalidad del Estado, la falta de credibilidad en las autoridades ha debilitado su rol mediador en la conflictividad social.
El rol mediador del Ejecutivo en los conflictos sociales debe ser fortalecido, pero la efectividad de esa mediación pasa por la recuperación de la credibilidad de la función pública y el fortalecimiento de la institucionalidad del Estado; los sectores no pueden ser, por ejemplo, interlocutores de las empresas privadas que están en el conflicto. Si algo ha funcionado mal en los diálogos y negociación es la imagen de no parcialidad del Estado o la débil capacidad de fiscalización de las empresas.
Respecto de qué es lo que queda después de un conflicto. No es la victoria de uno de los actores sobre los otros; lo que se espera es el establecimiento de nuevas relaciones de poder, o relaciones más equilibradas de poder. Veamos, el caso de las comunidades indígenas después de la tragedia de Bagua. Lo que quedó no fue la victoria ni del Estado (entendiendo que el origen del conflicto fue el paquete de leyes enviados por el Ejecutivo al Congreso, y su rápida aprobación sin que exista debate) sobre las poblaciones indígenas, sino la aprobación de la Ley de Consulta Previa que supuestamente iba a establecer las bases de la relación del Estado con los pueblos amazónicos, en el cual las empresas petroleras debían adecuarse.