Urresti y el nacionalismo
Alberto Adrianzen
Aunque es cierto que Urresti es un buen peón de brega electoral, no deja de plantear una serie de problemas que deben ser discutidos si queremos que cambie la política.
De un tiempo a esta parte, especialmente luego de su salida del Ministerio del Interior, Daniel Urresti ha comenzado a copar las primeras planas de algunos diarios. Buscan presentarlo como el gran contrincante del aprofujimorismo, como la única persona capaz de detener la ofensiva política de Keiko Fujimori y de Alan García. Sectores del nacionalismo -y, por momentos, hasta sectores de la prensa progresista- lo han recibido con un entusiasmo digno de mejor causa.
Y aunque es cierto que Urresti es un buen peón de brega en el juego electoral no deja de plantear una serie de problemas que deben ser discutidos si queremos que en este país cambie la política para que deje de ser lo que ha sido hasta ahora: no solo una suerte de permanente desengaño, es decir, gobiernos que incumplen promesas sino, también, un espacio para obtener impunidad, un refugio protector.
Porque si en algo se parecen García, Fujimori y Urresti es que los tres buscan la impunidad para sí mismos y para la de sus más cercanos acompañantes. Es decir, convertir a las próximas elecciones en una lucha entre “clanes” para proteger a sus jefes políticos. Un dato reciente: Urresti se ha lanzado a la arena política justamente cuando el Poder Judicial estaba por decidir su procesamiento por el asesinato del periodista ayacuchano Hugo Bustíos.
Además, es claro que la postulación de Urresti, en caso que se reafirme su presentación como candidato, también tendría como objetivo proteger a la pareja presidencial de una posible vendetta cuando deje el poder. Es cada vez más visible que el cálculo y las pretensiones de un sector del nacionalismo, en el 2016, se reduce a ello.
Que el nacionalismo o un sector del Partido Nacionalista Peruano opten por Urresti —que recién en estos días se inscribió en el PNP— demuestra, más allá del cálculo electoral, la crisis y el movimiento a la deriva en el que se encuentra. Proponerlo como sucesor de Ollanta Humala, candidato que despertó las esperanzas de millones de peruanos, es convertir al nacionalismo, o lo que queda de él, en un pálido reflejo y en una sombra de un proyecto transformador del país.
Muestra su derrota cuando supervive convertido en un partido más del orden neoliberal. No me extrañaría que la otra cara del entusiasmo que ha despertado el exministro del Interior en un sector del PNP sea también el inicio de una rebelión interna. El anuncio de la posible renuncia de cinco congresistas más del bloque de Gana Perú y la decisión de la vicepresidenta Marisol Espinoza de suspender sus aportes económicos al partido y afirmar que “siempre, sobre todo en temas complejos, hay diferencias (con el Presidente)” son signos que se asocian con la crisis de la que hablamos como también con el ingreso de Daniel Urresti a las filas del nacionalismo y su posible candidatura. Conforme pasan los días el PNP se asemeja al Titanic que zarpó entre aplausos y vivas para terminar chocando contra icebergs y hundirse en pocas horas.
Y es que, más allá de las críticas —todas legítimas—a Ollanta Humala por su abierta derechización, su candidatura en el 2006 y su triunfo electoral en el 2011, fue expresión de un momento donde la posibilidad de refundar el país dejaba de ser una quimera. Su triunfo fue un acto de inclusión política en el país. Y, como todo acto de inclusión, abrió la posibilidad de redefinir el todo social, construir una nueva representación política y cambiar el modelo económico o, como decía el propio Humala en una entrevista, “Los proyectos nacionalistas en países subdesarrollados normalmente tienen como finalidad, la construcción de Estado que represente a la Nación… El espacio nacionalista está en la defensa de los intereses nacionales en un país con características neocoloniales, donde la matriz económica no permite el desarrollo industrial, porque se basa en la exportación de la materias primas”.
Era, por lo tanto, un proceso, un momento de expresión de nacionalización de la sociedad y, también, de los nuevos sectores que buscaban, como afirma George Mosse, “dar al mundo una nueva renovada plenitud y reintegrarle la idea de comunidad a una nación fragmentada” o, como decía Mariátegui, “peruanizar el Perú”. Por ello el nacionalismo pretendía ser el instrumento y la ideología de este proceso de nacionalización, inclusivo y ordenador, que buscaba construir una nueva mayoría política y, al mismo tiempo, la creación de una nueva identidad para darle sentido y dirección a ese nuevo todo social y político. Algunos llaman a este proceso la construcción de un bloque nacional-popular.
Hoy, todo ello es un mal recuerdo que provoca escepticismo en algunos e indignación en otros. El nacionalismo deambula sin saber qué hacer, prácticamente de escándalo en escándalo, muchos de ellos promovidos y hasta inventados por la derecha que no quiere repetir la experiencia electoral del 2011 y que, a pesar de que hoy el gobierno es funcional a sus intereses, no le perdona la victoria de ese año.
Es cierto que fondo y forma son parte de un mismo objeto. Sin embargo, cuando sobresale la forma sin importar el contenido o fondo, es que estamos frente a una operación que algunos llamarían de marketing político. No se trata de trasmitir y de convencer acerca de una idea sino de vender un producto sin importar si es bueno o malo para el “consumidor”.
Y eso es Daniel Urresti, convertido en estos días en un adorno mediático que esconde no solo la crisis y el fin del nacionalismo como ideología y propuesta de cambio, sino también, posiblemente, las vicisitudes de los negocios familiares de la pareja presidencial. Urresti es como los dirigentes de los otros partidos que escandalizan la política para ocultar, como afirman algunos medios, las visitas de Alan García, Alejandro Toledo, Pedro Pablo Kuczynski y Lourdes Flores a la oficina de Rodolfo Orellana o los negocios de Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos.
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