La última tarde del antiterrorismo
Carlos Bedoya
Una de las ideas más generalizadas sobre el periodo de la guerra interna se centra en que los subversivos eran unos monstruos, casi que mataban por placer. A partir de esa construcción es imposible entender lo que pasó en esos años de violencia tan cruenta, tarea de interpretación imprescindible especialmente para que no se repita.
Como dijo Rubén Merino en el colofón del libro “Los Rendidos” de José Carlos Agüero: “El modo más sencillo de lidiar con asuntos polémicos de la vida pública es ajustarse a lo que repiten los discursos hegemónicos”. Así, cualquier disidencia respecto del “polo antiterrorista” en el que se ha querido constituir el fujimorismo, sus aliados y las élites del poder económico (reales vencedores de la guerra) equivale a ser un pro-terruco.
Peor aún, por más conjuros contra la lucha armada, la violencia y cuanta cosa sea necesaria para zanjar con la subversión que haga la izquierda electoral, siempre termina puesta en el mismo saco. En el extremo se estigmatiza la protesta social, la sindicalización o cualquier expresión de progresismo.
Esa “verdad de la guerra” que nos repiten a diario los medios de comunicación, tiene además un objetivo político claro en el escenario pos huaico, como se ve en la apertura de investigación por supuesta apología de terrorismo a los congresistas Arana y Apaza del Frente Amplio, o en el acordonamiento policial al local de Patria Roja, entre otros hechos recientes.
Más allá del burdo anticomunismo de los Becerriles, las Alcortas, los Galarretas y hasta los Basombríos, lo que está pasando es que se quiere llegar a un consenso sin progresismo en el Perú para los próximos años, como advierte Alberto Adrianzén. Un consenso en el que Fujimori sale indultado, PPK se rinde a Fuerza Popular, la izquierda es criminalizada y marginalizada, la democracia se reduce a que todos se chuponean, y alias AG aplaude desde Madrid.
De esta manera, la crisis de Lava Jato se resolvería reafirmando el fujimorismo económico sin Fujimori que sostuvo la transición y sincerando, además, el montesinismo del chantaje, la componenda y el espionaje que se mantuvo en las sombras durante estos años. Un pacto de cogobierno e impunidad, mientras las izquierdas se pelean entre ellas.
En medio de esa descomposición, Joel Calero nos entrega la película “La última tarde” que llena salas y recibe aplausos, lo que no pasaría de ser un éxito cinematográfico, si no se tratara del reencuentro 19 años después, de un matrimonio de exemerretistas que fugaron derrotados de la guerra cada uno a su modo y que redimidos se encuentran para divorciarse. El diálogo de Ramón y Laura genera una gran empatía con el público. Precisamente, el acierto de Calero es lograr que no se les vea como dos terrucos impunes, sino como dos personas que ejercieron su derecho a cambiar.
Como ellos, hay varios por las calles de Huamanga, de Lima y otras ciudades del Perú que reclaman la última tarde del antiterrorismo del discurso fujimorista. Ese que juzga y estigmatiza a los demás pasando la aplanadora mediática a quien se resista, con el único fin de seguir consolidando su hegemonía política.
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