La crisis y los derechos humanos en el Perú

Por: 

Carlos Rivera Paz

El intento de golpe de Estado perpetrado por el expresidente Pedro Castillo, la inmediata vacancia y la instalación de Dina Boluarte como presidenta de la república parecía -para algunos- que era la solución de todos los problemas políticos que nuestro país sufría desde hace un buen tiempo. Solo pocos días después el país entero nos notificó que eso no era cierto. 

La profunda debilidad y extrema desubicación política de la nueva presidenta y del nuevo régimen tuvo una olla de presión que estalló en sus narices sin que sepan qué hacer. Así, en solo dos semanas de protestas se contabilizaron 28 personas fallecidas por disparos de armas de fuego efectuados por la Policía Nacional y el Ejército Peruano. Técnicamente hablando se tratan de homicidios perpetrados por las fuerzas del orden en el marco de protestas sociales y de acuerdo al derecho internacional estos hechos califican como graves violaciones a los derechos humanos.

Ante esta situación amerita interrogarnos ¿Qué ocurrió para que -literalmente- de la noche a la mañana tengamos un desmejoramiento tan brusco y violento en las condiciones más elementales de la vigencia de los derechos fundamentales en el Perú?

Tengo la clara impresión que este hecho está directamente ligado al desmejoramiento sostenido de las condiciones democráticas que hemos tenido desde hace varios años, a la presencia cada vez más notable de un discurso pro fascista que la extrema derecha -Renovación Popular y Fuerza Popular especialmente- alientan en el Perú y, también, a la existencia de políticos y autoridades con menos convicciones democráticas en las que casi no les interesa el asunto de los derechos humanos, porque creen que ese es un tema de “progres” y “caviares”. La arremetida de López Aliaga contra el LUM y el Ojo que Llora a los que califica como “una ofensa a la nación” son la mayor expresión de este momento.

En las actuales circunstancias a todo ello le debemos sumar la extrema debilidad de Dina Boluarte, ante lo cual desde el primer momento de las protestas decidió otorgarle un rol protagónico a los militares y promesas de impunidad, como cuando señaló, en una de sus primeras entrevistas televisivas, que los crímenes cometidos contra los manifestantes serían investigados por la justicia militar. Si bien eso no ha ocurrido, pero la presidenta y su equipo ministerial, más allá de anunciar un bono de solidaridad a los familiares de las víctimas, en ningún momento han asumido una clara responsabilidad política por tales hechos y, más bien, han tirado toda la responsabilidad a los manifestantes. Si las protestas se habían desbordado en algunos departamentos la decisión de que en Ayacucho sean los militares los responsables de la contención de una masa ciudadana ha sido uno de las más graves decisiones políticas de este régimen y ello deberá tener graves consecuencias legales sobre los que dieron las órdenes.

No cabe duda que en algunas capitales de departamentos -como Ayacucho, Huancavelica o Apurímac- hemos sido testigos de ataques organizados sobre todo contra las sedes del Poder Judicial y del Ministerio Público y algunos aeropuertos. Pero ante ello la pregunta que cabe plantear es si es que todo tipo de protesta debe ser reprimida a balazos. La experiencia pasada y reciente nos indica que ese tipo de estrategia de represión nunca es el resultado de decisiones individuales de quienes disparan, sino que es la ejecución de órdenes superiores -avaladas desde las más altas autoridades políticas- para supuestamente garantizar la máxima eficacia de la represión y el amedrentamiento de la población. 

Los hechos demuestran que esa es una receta equivocada y que la estrategia de terruquear a todos los manifestantes me parece que ha tenido el efecto totalmente contrario al que buscaba, ya que terminado de enardecer a la población y, por lo tanto, repudiar aún más la acción de las autoridades.

El hecho concreto es que ahora tenemos un nuevo escenario con una seria y preocupante crisis de los derechos humanos. La existencia de 28 personas fallecidas y el débil rumbo que han asumido las investigaciones a nivel del Ministerio Público pareciera indicarnos que ni siquiera la Fiscalía está con muchas ganas de investigar a policías y militares. De hecho, es necesario considerar que en la inauguración del año fiscal Patricia Benavides -Fiscal de la Nación- anunció la reorganización del sub sistema de fiscalías especializadas en derechos humanos, pero no para fortalecerlas, sino para debilitarlas anunciando la creación de fiscalía de terrorismo, como si el Perú viviera una “asonada terrorista”, tal como lo dijo el jefe de la Dincote, el general PNP Arriola.

Justamente bajo esa nueva dinámica fuimos testigos de una arbitraria intervención policial -dirigida por el mismo Arriola- sobre el local gremial de la Confederación Campesina del Perú y si bien todos los retenidos fueron liberados por no existir evidencia alguna, hace pocos días el Ministerio Público les acaba de abrir una investigación preliminar por el supuesto delito de terrorismo. Esto quiere decir que la presión policial ha ganado y eso es uno de los peores signos que el Estado de derecho se debilita. 

Ya pasadas las fiestas de navidad y año nuevo -momento que ha sido considerado como una tregua- las movilizaciones se han reiniciado en diferentes lugares del país. Si bien se han producido actos delictivos como los ocurridos en Puno -en donde inclusive unos vándalos incendiaron un camión policial- pareciera que el Ejecutivo ha corregido la estrategia en cuanto al uso desproporcionado de las armas de fuego, pero a ello debemos sumar ataques contra algunos periodistas en Puno y detenciones masivas de personas como la desarrolladas en Lima. Esto solo nos presenta un panorama de empeoramiento de la situación de derechos humanos que tiene un pronóstico muy reservado. Frente a ello solo tenemos una Defensoría del Pueblo, atacada desde diversos frentes, y una sociedad civil bastante debilitada. 

Que nadie se equivoque y piense que la salida a la crisis solo es un asunto de adelanto de elecciones. El conflicto armado interno y las dos décadas posteriores nos han demostrado, con solvencia, que la vigencia, respeto y protección de los derechos humanos es una pieza fundamental del Estado de derecho.