La corrupción en el poder, el crimen en las calles
Alejandra Dinegro Martínez
La censura del ministro del Interior, José Santiváñez, no fue un acto de responsabilidad política del Congreso, sino una victoria obtenida por la ciudadanía movilizada. Una vez más, la movilización ciudadana ha demostrado ser el único contrapeso efectivo ante un gobierno coludido con la corrupción y una clase política indiferente a las problemáticas de las mayorías. En un país sumido en la peor crisis de inseguridad de las últimas décadas, donde la ciudadanía enfrenta -sola y como puede a la criminalidad- mientras sus autoridades blindan a personajes cuestionados, la remoción de Santibáñez es una victoria parcial pero trascendental.
Desde su nombramiento, Santiváñez acumuló cuestionamientos por su pasado ligado a prácticas clientelistas y su evidente falta de liderazgo para enfrentar la grave crisis de inseguridad. Mientras el sicariato y la extorsión se multiplicaban en todo el país, el ministro se limitaba a declaraciones vacías, mientras su gestión protegía a funcionarios vinculados a redes de corrupción dentro del aparato estatal. En cualquier democracia funcional, un ministro del Interior ineficaz y cuestionado habría renunciado ante la indignación pública. Pero en el Perú de Dina Boluarte, donde el gobierno se sostiene gracias a la complicidad del Congreso, la salida de Santibáñez solo fue posible cuando la ciudadanía elevó su voz de protesta y convirtió su permanencia en un escándalo insostenible.
La censura del ministro no fue un acto de valentía del Legislativo. Fue una maniobra de último minuto para evitar que el desgaste político alcance a quienes lo sostuvieron. El Congreso, dominado por bancadas que han demostrado un absoluto desprecio por nuestro país, protegió a Santiváñez hasta donde pudo. La coalición que respalda a Boluarte —compuesta principalmente por Fuerza Popular, Alianza Para el Progreso, Podemos Perú y Perú Libre, entre otros— solo cedió cuando entendió que su propio blindaje peligraba ante el crecimiento del rechazo ciudadano.
Como bien ha trascendido en el Semanario “Hildebrandt en sus trece”, los más interesados en mantener a un operador capaz de llevar a cabo la urgente “reestructuración” del Ministerio Público, son aquellos que vienen siendo investigados por los delitos de lavado de activos, organización criminal, tráfico de influencias, negociación incompatible, entre otros delitos (Keiko Fujimori, César Acuña, Luna Gálvez y Vladimir Cerrón principalmente). Los que también se verían beneficiados de concretarse esa medida, incluye a personajes del Ejecutivo como la propia presidenta Dina Boluarte, quien se enfrenta a ocho investigaciones en la Fiscalía de la Nación, así como su hermano. En la misma situación se encuentra el actual ministro de Justicia involucrado en una investigación por tráfico de influencias y por supuesto, José Santiváñez, investigado por varios delitos.
Santiváñez no alcanzó negociar la “reforma del sistema judicial y penitenciario”, para salvar su permanencia en el Ministerio, como tampoco otras medidas que vienen siendo parte de los discursos parlamentarios, desde hace unos meses. El ejemplo Bukele no es casual en algunos discursos de ciertos parlamentarios, así como la salida del país del Pacto de San José. Se han esmerado más en defender a un aliado corrupto e ineficiente que por la investigación fiscal con la que viene tropezando la Fiscalía sobre la presunta “red de prostitución” del Congreso de la República. El silencio y la poca colaboración de los ex trabajadores parlamentarios y actuales funcionarios vienen siendo una piedra en el camino. Porque claro, nadie quiere ser víctima de más de 60 balazos ¿no?
Pero más allá de esta tardía censura, la verdadera crisis persiste. La inseguridad ciudadana ha convertido al Perú en un territorio donde el crimen organizado opera con total impunidad, mientras la población se ve obligada a buscar formas de autodefensa. Los barrios más golpeados por la delincuencia han recurrido a patrullajes vecinales o a tomar la justicia por sus propias manos, evidenciando el colapso del Estado en su función más básica: garantizar la seguridad de sus ciudadanos. Esta ausencia de respuesta por parte del gobierno no es casualidad, sino el resultado de una ilusa administración más preocupada en proteger sus propios intereses que en proteger a ese adolescente de 15 años extorsionado y asesinado, o la de miles de bodegueros, emprendedores, transportistas y más.
Dina Boluarte y sus aliados han demostrado que su única prioridad es mantenerse en el poder, sin importar el costo. La salida de Santibáñez, en ese sentido, es apenas un ajuste de piezas dentro de un aparato estatal capturado por la corrupción y las mafias criminales. Su reemplazo, lejos de representar un cambio de rumbo, será otro personaje puesto allí para administrar la crisis sin resolverla. Ahora más bien corren las apuestas por el futuro inmediato de Boluarte.
El mensaje de la movilización ciudadana, sin embargo, es claro: cuando la indignación popular se organiza, logra resultados. En un escenario político dominado por la corrupción y la mediocridad, la presión social se convierte en el único recurso efectivo para exigir cambios. La pregunta es hasta cuándo los peruanos deberán seguir luchando solos contra la inseguridad y el desgobierno. ¿Hasta cuándo deberán ser ellos quienes pongan el cuerpo y la voz, mientras sus autoridades solo reaccionan cuando su propia estabilidad se ve amenazada?
Si algo ha quedado demostrado con la salida de este personaje, es que la ciudadanía aún tiene la capacidad de poner límites a quienes pretenden gobernar sin rendir cuentas. Pero el problema no termina aquí. El país no puede permitirse seguir bajo un gobierno que negocia con la corrupción mientras la delincuencia se apodera de las calles. Si los políticos no están a la altura del desafío, será la ciudadanía organizada la que deba seguir marcando la agenda con su voz y su unidad.