Cuando trabajar ya no integra, sino separa

Por: 

Alejandra Dinero M.

Detrás de las cifras del mercado laboral se despliega un fenómeno más profundo: la precariedad como elemento que viene definiendo las condiciones económicas del empleo, así como la reconfiguración de los lazos sociales, las formas de vincularnos y las expectativas colectivas sobre el futuro.

Según el Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI), entre abril de 2024 y marzo de 2025, el 70,7 % de la población ocupada labora en la informalidad, y solo el 29,3 % accede a un empleo formal. En el caso de los jóvenes menores de 25 años, el 85 % trabaja sin contrato ni beneficios, y entre las mujeres, el 73,6 % continúa en condiciones de informalidad.

Estas cifras no son solo indicadores de un problema laboral: expresan la consolidación de un modelo de vida basado en la incertidumbre, donde los ingresos no alcanzan, el tiempo se fragmenta y la seguridad —laboral y ciudadana— se diluye.

La precariedad se ha vuelto la experiencia común de amplios sectores sociales, un lenguaje silencioso que atraviesa el día a día: trabajos múltiples y temporales, endeudamiento constante, informalidad como destino y miedo al delito como telón de fondo. No se trata solo de economía, sino de una nueva configuración social y emocional.

La inestabilidad laboral no solo afecta los ingresos, sino también las formas de vínculo y de comunidad. La familia se reconfigura: los jóvenes retrasan la independencia, y los hogares se vuelven espacios de refugio económico. Los roles tradicionales se redistribuyen, pero no necesariamente desde la equidad, sino desde la necesidad.

Las relaciones afectivas se tornan más frágiles: sin estabilidad laboral ni financiera, los proyectos compartidos se postergan. El amor también se precariza, condicionado por la incertidumbre del mañana. El tejido comunitario se erosiona: la competencia por sobrevivir sustituye la solidaridad. En un entorno donde cada quien “se las arregla como puede”, el otro se convierte más en rival que en aliado. El tiempo colectivo se fragmenta: los trabajadores informales carecen de horarios definidos; el descanso, la recreación y la vida comunitaria pierden sentido. Lo cotidiano se organiza alrededor de la urgencia.

Esta reorganización social produce una sensación extendida de soledad estructural. El individuo se convierte en gestor de su propia supervivencia, en un entorno sin garantías. La precariedad, en ese sentido, no solo es una condición laboral: es una forma de habitar el mundo.

La inseguridad en el Perú opera como una extensión de la precariedad. Nuevamente, de acuerdo a cifras del INEI, más del 80% de los peruanos considera la delincuencia su principal preocupación, mientras que solo una minoría confía en las instituciones encargadas de garantizar seguridad o empleo. La violencia urbana y la informalidad laboral conforman, juntas, una suerte de doble precariedad: la del cuerpo expuesto y la del ingreso insuficiente.

No es casual que los discursos sobre “buscarse la vida” o “recursearse” se hayan normalizado. Estos términos condensan la idea de una ciudadanía que ya no espera -casi nada- del Estado, ni confía en los otros, y que asume la precariedad como modo natural de existencia. La consecuencia es un repliegue social, una sociedad que deja de imaginar un futuro común. La incertidumbre se instala como horizonte.

Desde una perspectiva estructural, el Perú vive una transición silenciosa hacia un régimen social precarizado, donde el trabajo ya no cumple su función histórica de integración.
El mercado laboral fragmentado, la débil protección social y la violencia cotidiana generan un nuevo tipo de subjetividad: la del trabajador desconectado, inseguro y emocionalmente exhausto.

Esta condición redefine la relación entre individuo, Estado y comunidad. El ciudadano-trabajador se vuelve autogestor, obligado a sobrevivir sin red institucional. Al desaparecer las certezas colectivas, también se diluyen las formas tradicionales de organización y de confianza política.

En términos sociológicos, podríamos decir que la precariedad ha reemplazado la figura del “trabajador asalariado” por la del “individuo disponible”: siempre en búsqueda, siempre vulnerable, siempre expuesto.

Frente a este escenario, el desafío no se reduce a generar más empleo, sino a redefinir el sentido social del trabajo. Ello implica repensar el valor del tiempo, del cuidado, de la estabilidad, y reconstruir las bases de una ciudadanía laboral con derechos. Reconocer la precariedad como una forma de organización social, y no solo como un problema económico, es el primer paso para transformarla

La pregunta no es solo cómo crear trabajo en un país donde su gente es trabajadora, pero sin derechos, sino qué tipo de vínculos se quieren reconstruir alrededor de él. Porque en un país donde la vida se organiza “al día”, donde se trabaja para sobrevivir más que para vivir, la tarea urgente no es únicamente económica: es civilizatoria.

En este contexto, la dimensión política de la precariedad se vuelve ineludible. La desafección hacia el Estado y la clase política convive con la emergencia de una nueva generación que irrumpe en las calles exigiendo representación, justicia y dignidad. Las protestas juveniles de los últimos años no solo expresan rechazo a la corrupción o al autoritarismo, sino una profunda reacción frente a un orden económico y político que les niega futuro. En vísperas de nuevas elecciones, el país se encuentra ante un punto de inflexión: o se transforma el vínculo entre trabajo, Estado y ciudadanía, o la precariedad seguirá siendo la gramática de la vida nacional. La política, en ese sentido, no puede seguir ignorando lo que el mercado y las calles ya gritan: que el Perú necesita reconstruir no solo empleo, sino también esperanza colectiva.