Contra la intolerancia y la corrupción: ni cansancio ni hastío
Baldo Kresalja
Hay tres aspectos en los que se manifiesta el fenómeno de la corrupción en la política, decía José Ramón Recalde, el ilustre académico español de la Universidad de Deusto: el de la introducción del interés particular por encima del general, la falta de conexión entre el gobernante y la opinión pública y la degradación del sistema de libertades individuales. A estos aspectos se pueden agregar otros y creo que todos los últimos gobiernos del Perú se han caracterizado por compartir algunos o todos ellos. Por cierto, han existido combatientes valerosos contra esos males, pero la impresión general es que han sido derrotados y que las largas y continuas batallas emprendidas han hecho que se asiente en muchos la frustración de no poder vivir en una sociedad que pueda transmitir a los más jóvenes la ilusión cierta de un país mejor.
Explica Recalde que cuando se pone el interés particular por encima del general, además de la corrupción que afecta a quien gobierna, se trastorna la organización y el manejo de los asuntos públicos y que ello usualmente hace que los intereses individuales se pongan por encima de los de la nación. La falta de conexión entre los gobernantes y la opinión pública deriva velozmente en el desánimo y el desinterés del ciudadano por su gobierno, por su comunidad y hasta por su país.
Cuando todo ello sucede, que es lo que en efecto nos está pasando, la opinión pública se inclina a pensar en dos alternativas principales. La primera, la necesidad de un líder que reúna características salvadoras y que por arte de la magia mediática y el uso de la fuerza nos salve de la situación en que nos encontramos. La segunda, la necesidad de que el diálogo y la convivencia pacífica nos lleven a reformular o a renovar el contrato social que nos debe unir, tarea en la cual no basta ya aceptar las reglas del orden privado, básicamente contractuales y económicas, sino que es preciso la incorporación de valores como la dignidad de todas las personas, la solidaridad y el reconocimiento del mérito y éxito individual por acciones propias y no como resultado de preferencias y prebendas.
De ser posible, ese renovado o nuevo contrato social debería reflejarse en un acuerdo que ponga de manifiesto el diseño de la administración pública y la distribución del poder territorial, así como las garantías de protección a los derechos individuales. Si esa Constitución fuese discutida y aprobada libremente sería entonces legítima, lo que supondría un orden racional de convivencia, que es un prerrequisito democrático. En otras palabras, también de Recalde, que no sea simplemente el Estado de derecho el aseguramiento del imperio de la ley. Tarea esa que se ha tornado dificilísima y cuyos pronósticos de triunfo juegan en contra. El único grave error del gobierno de Valentín Paniagua fue no dar impulso para que esa iniciativa se concrete, pues ya se habían aprobado por una Comisión de especialistas las bases de una nueva Carta Fundamental, y aún latía en las élites democráticas la función integradora propia de un renovado sentimiento constitucional.
Tengo la impresión, sin embargo, de que esa es una disquisición fuera de tiempo. A pesar de ello, hay grupos que ahora piden una nueva Constitución como remedio de todos los males presentes. Desconocen gravemente el humor de este país nuestro y buscan imponer sin debate sus limitados puntos de vista. Son súbditos del formalismo jurídico, pues creen que la realidad cambiará porque las leyes cambian. Otras son las demandas urgentes de los ciudadanos, las que se manifiestan en el deseo legítimo de que se les dé seguridad, trabajo y mejoras económicas. Y si hay innovaciones positivas en salud y educación, pues bienvenidas sean. Pero poco más. Casi nadie desea un nuevo contrato social, simplemente porque no creen en él, porque perciben que no servirá para cambiar nada, consecuencia de la persistente desconfianza hacia el prójimo y hacia la actividad política que rige nuestra vida social. Ahora, en el ámbito político, el desacuerdo prima sobre el acuerdo. Y el indulto reciente en la noche de Navidad impone una polarización inevitable.
La población del Perú parece inclinarse ante el príncipe autoritario. La corrupción es entendida como una enfermedad incurable. Es el ADN de un país cuyos representantes políticos son portadores de una derrota cívica continua. Y en los antiguos y nuevos combatientes por la decencia y el honor pareciera que el cansancio y el hastío ya comienzan a hacerse presentes. Pero habrá algunos que buscarán revertir otra vez ese maldito designio y las mentes y los brazos de los que aún tengan fuerza y esperanza deberán abrirse para darles cobijo e inculcarles perseverancia y valor, para que puedan combatir victoriosamente contra el engaño y la infamia que asumen y transportan con descaro las fuerzas antidemocráticas buscando prevalecer en los poderes del Estado y en el ánimo de las multitudes urbanas. Es nuestro deber, como afirmaba Popper, reclamar en nombre de la tolerancia el derecho a no tolerar a los intolerantes, que han dado durante los últimos meses sobrada prueba de su cínico comportamiento.
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