Cádiz: el futuro del pasado

Por: 

Manolo Monereo

El conflicto del metal puede ser la señal de un reencuentro entre el mundo del trabajo y la izquierda política. El gobierno no puede ser neutral. La democracia, la de verdad, se juega en estas cosas.

Nos vamos acostumbrando a la muerte lenta de la clase obrera gaditana. Periódicamente asistimos a huelgas especialmente duras, a escenas de violencia policial y de respuesta a la brava de trabajadores que cada vez tienen menos que perder. Se junta todo: desindustrialización, pérdida de derechos, precariedad generalizada, salarios a la baja y sobreexplotación. El contexto, una Andalucía que está cambiando de clase política y que progresivamente pierde el norte de la industrialización, de la transición energética-productiva y del nuevo paradigma tecnológico-territorial.


Se ha pasado quedamente de aspirar a ser la California de España a competir con solvencia con nuestro vecino Marruecos. El Partido Popular y su aliado Vox negociarán con los que mandan y aceptarán lo que se les dé. La única condición que ponen es que ellos gestionen el poder; mejor dicho, lo que quede de él. Eso sí, a cambio garantizarán el orden y la tranquilidad de las tanquetas; el PSOE enseñó y enseña el camino.

Cádiz siempre ha sido microcosmos. En primer lugar, del tipo de relaciones laborales que predominan en esta etapa posfordista. En su centro, las grandes empresas de construcción naval y aeronáutica (Navantia, Airbus, Dragados…) y en torno a ellas, una tupida red de pequeños y medianos establecimientos auxiliares y subcontratados. Este tipo de procesos productivos se ha construido redistribuyendo sistemáticamente los riesgos económicos y empresariales del capital hacia las clases trabajadoras. Se configuran dos tipos de relaciones laborales, la de las grandes fábricas en las que predomina el empleo estable, presencia sindical significativa y cumplimiento razonable de lo estipulado en los convenios; el otro, el de una pequeña y mediana empresa con un alto nivel de precariedad laboral, represión sindical y, lo que es más importante, sin una legislación laboral protectora; es decir, los convenios vigentes no se aplicaban y el poder empresarial devino en omnímodo.  

Lo característico de esta huelga es que afecta en su mayoría a los trabajadores de pequeñas y medianas empresas que viven en condiciones de extrema debilidad contractual tanto en lo que tiene que ver con los salarios como como con el pago de horas extraordinarias, en los ritmos productivos, la jornada y, sobre todo, la inestabilidad laboral. Así se entiende muy bien las (contra)reformas laborales del PSOE -de la que no se habla hoy- y la del PP. El derecho laboral ya no protege al trabajador y lo encadena a procesos productivos y a formas de gestión de la fuerza de trabajo que lleva a un tipo específico de servidumbre, asalariados dependientes sin derechos. La dureza de la respuesta obrera expresa la rabia de una clase trabajadora que, día a día, ve perder conquistas, condiciones de trabajo y salario. Estamos hablando de poder. Las reformas laborales aprobadas por los distintos gobiernos han tenido siempre como objetivo debilitar el poder contractual de la clase trabajadora y someterla a la lógica de un modelo productivo basado en la precariedad y en los bajos salarios.

La otra gran cuestión tiene que ver con la empresa y el territorio. Más allá de las moderadas reivindicaciones salariales y laborales de los huelguistas en lucha, lo que existe es una reivindicación de un lugar de vida como espacio también de trabajo y como un futuro unido una identidad geográficamente identificada e identificable. Reivindicar la defensa de las industrias existentes y de una reindustrialización territorialmente arraigada tiene que ver con conservar modos de vida, tradiciones, relaciones laborales en un entorno habitable por seres humanos libres e iguales. La traición de las élites a Andalucía -y específicamente a Cádiz- tiene que ver con la sumisa aceptación de una división europea del trabajo que convierte al sur de España en un lugar para turistas, para especuladores inmobiliarios y refugio para capitales financieros opacos. Aquí modo de vida, trabajo y espacio se enlazan en una identidad abierta y portadora de futuro. En su centro, una clase trabajadora que se niega desaparecer sin lucha.

El “partido del trabajo”, más allá de siglas y experimentos organizativos, se construye en estas dramáticas luchas protagonizadas por hombres y mujeres de carne y hueso que producen país con sus sufrimientos de cada día. La política, la de verdad, se organiza aquí. Sin una “Constitución del trabajo” efectiva no habrá democracia; sin derechos laborales y sindicales plenos no será posible un nuevo modelo productivo sostenible y territorialmente enraizado. Así se construye patria, ciudades habitables y seguras. Así se lucha contra una España desarticulada territorialmente, vaciada de tradición, de cultura; de espaldas a la historia vivida de las clases subalternas.

La centralidad de la clase trabajadora se construye social y políticamente. La huelga de Cádiz muestra que los asalariados necesitan la “ayuda” de la política para mejorar las condiciones de vida y de trabajo. La patronal enseña mucho: cuando desde el gobierno se imponen contrarreformas sin consenso, la apoyan decididamente. Cuando se trata de revertirlas, de recuperar derechos perdidos por los trabajadores, exigen consenso; es decir, su derecho a impedirlo. Se habla de que una parte sustancial de las clases trabajadoras votan a las fuerzas populistas de derechas. Es más, las encuestas anuncian que en Andalucía volvería a ganar el PP con el apoyo de Vox.

El conflicto de Cádiz puede ser la señal de un reencuentro entre el mundo del trabajo y la izquierda política. El gobierno no puede ser neutral. La democracia, la de verdad, se juega en estas cosas.

Publicado en Nortes