Sangre en la arena
Jeffrey Sachs*
La clase política estadounidense y los medios masivos de difusión sienten desdén por los países pobres.
La magnitud del fracaso estadounidense en Afganistán es sobrecogedora. No es un fracaso de los demócratas o los republicanos, sino el prolongado fracaso de la cultura política estadounidense, reflejado en la falta de interés de sus responsables por entender a las sociedades diferentes… y es típico en exceso.
Casi todas las intervenciones militares estadounidenses modernas en países en vías de desarrollo se vinieron abajo. Cuesta encontrar una excepción desde la guerra de Corea. En la década de 1960 y la primera mitad de la década de 1970, EE UU combatió en Indochina —Vietnam, Laos y Camboya— para retirarse finalmente derrotado después de una década de atroz carnicería. El presidente Lyndon B. Johnson, un demócrata, y su sucesor, el republicano Richard Nixon, comparten la culpa.
En aproximadamente la misma cantidad de años, EE UU llevó al poder a dictadores en toda América Latina y partes de África, con consecuencias desastrosas que se prolongaron durante décadas. Pensemos en la dictadura de Mobutu en la República Democrática del Congo después del asesinato de Patrice Lumumba, que contó con el respaldo de la CIA a principios de 1961; o en la asesina junta militar del general Augusto Pinochet en Chile, después del golpe apoyado por EE UU contra Salvador Allende en 1973.
En la década de 1980 EE UU, bajo el Gobierno de Ronald Reagan, devastó América Central en guerras subsidiarias para evitar Gobiernos de izquierda o derrocarlos. La región aún no ha sanado.
Desde 1979 Oriente Próximo y el oeste asiático fueron castigados por la estupidez y crueldad de la política exterior estadounidense. La guerra de Afganistán comenzó hace 42 años, en 1979, cuando el Gobierno del presidente Jimmy Carter apoyó de manera encubierta a los yihadistas e islámicos para combatir a un régimen respaldado por los soviéticos. Pronto los muyahidines apoyados por la CIA ayudaron a provocar una invasión soviética y dejaron a la Unión Soviética atrapada en un conflicto debilitante, al tiempo que empujaban a Afganistán hacia lo que se convirtió en una espiral de violencia y sangre que duró 40 años.
En toda la región la política exterior estadounidense produjo un creciente caos. En respuesta al derrocamiento en 1979 del sah de Irán (otro dictador colocado por EE UU), el Gobierno de Reagan armó al dictador iraquí Sadam Husein en su guerra contra la novel República Islámica de Irán. A continuación, hubo masivos derramamientos de sangre y guerra química, respaldados por Estados Unidos. Después de ese sangriento episodio vino la invasión de Kuwait por Sadam y luego, dos guerras en el Golfo lideradas por EE UU, en 1990 y 2003.
La última ronda de la tragedia afgana comenzó en 2001. Apenas un mes después de los ataques terroristas del 11 de septiembre, el presidente George W. Bush ordenó una invasión liderada para derrocar a los yihadistas que su país había respaldado anteriormente. Su sucesor demócrata, Barack Obama, no solo continuó con la guerra y sumó más tropas, sino que ordenó a la CIA que trabajara con Arabia Saudita para derrocar al presidente sirio Bashar al-Ásad, lo que condujo a una salvaje guerra civil en Siria, que aún continúa. Como si eso no fuera suficiente, Obama ordenó a la OTAN que derrocara al líder libio Muammar el Gaddafi, incitando una década de inestabilidad para ese país y sus vecinos (incluido Malí, que fue desestabilizado por el ingreso de combatientes y armas desde Libia).
Esos casos no solo tienen en común el fracaso de las políticas, en todos ellos subyace una creencia de las clases dirigentes de la política exterior estadounidense: la solución a cualquier desafío político es la intervención militar o la desestabilización respaldada por la CIA.
Esa creencia habla del extremo desprecio de las élites de la política exterior estadounidenses por el deseo de otros países de escapar de la miseria absoluta. La mayoría de las intervenciones militares estadounidenses y de la CIA tuvieron lugar en países con dificultades para superar severas privaciones económicas. Sin embargo, en vez de aliviar el sufrimiento y ganarse el apoyo público, EE UU habitualmente destruye la pequeña infraestructura que posee el país y lleva a que los profesionales educados huyan para salvar sus vidas.
Hasta una mirada superficial del gasto estadounidense en Afganistán revela la estupidez de su política en ese país. Según un informe reciente del inspector general especial para la Reconstrucción de Afganistán, EE UU invirtió aproximadamente 946.000 millones de dólares entre 2001 y 2021. Sin embargo, con desembolsos por casi un billón de dólares, EE UU solo conquistó y convenció a unos pocos.
He aquí el motivo: de esos 946.000 millones de dólares, 816.000 millones (el 86%) se destinaron a gastos militares para tropas estadounidenses. Y el pueblo afgano vio poco de los 130.000 millones restantes, ya que 83.000 millones de dólares se asignaron a las fuerzas de seguridad afganas. Otros 10.000 millones, aproximadamente, se dedicaron a operaciones de intercepción de drogas, mientras que 15.000 millones fueron a parar a agencias estadounidenses que operaban en Afganistán. Eso dejó unos magros 21.000 millones de dólares para financiar la “asistencia económica”. Sin embargo, muy poco de ese gasto dejó algún desarrollo en el terreno.
En resumen, menos del 2% del gasto estadounidense en Afganistán (probablemente, mucho menos del 2%) llegó al pueblo afgano en forma de infraestructura básica o servicios para reducir la pobreza. EE UU pudo haber invertido en agua potable y servicios sanitarios, edificios escolares, clínicas, conectividad digital, equipos agrícolas y extensión agrícola, programas de nutrición y de muchos otros tipos para sacar al país de sus penurias económicas. En lugar de eso, abandona con una expectativa de vida de 63 años, una tasa de mortalidad materna de 638 cada 100.000 nacimientos, y una tasa de niños con retrasos en el crecimiento del 38%.
EE UU nunca debió intervenir militarmente en Afganistán, ni en 1979 ni en 2001… ni durante los 20 años siguientes. Pero, una vez allí, pudo haber promovido un país más estable y próspero con inversiones que hubieran ayudado a poner fin al derramamiento de sangre evitando guerras futuras.
Sin embargo, los líderes estadounidenses se desviven por enfatizar frente al público de su país que no gastarán dinero en esas trivialidades. La triste verdad es que la clase política estadounidense y los medios masivos de difusión sienten desdén por los países más pobres, incluso mientras intervienen despiadada e imprudentemente en ellos. Por supuesto, gran parte de la élite estadounidense se comporta de igual modo frente a los pobres de su propio país.
Tras la caída de Kabul, los medios masivos de difusión estadounidenses están, predeciblemente, echando la culpa del fracaso de su país a la incorregible corrupción afgana. La falta de autoconciencia de EE UU es asombrosa. No sorprende que después de haber gastado miles de millones de dólares en guerras en Irak, Siria, Libia y otros lugares, EE UU no pueda mostrar otro resultado de sus esfuerzos que sangre en la arena.
*Jeffrey D. Sachs, profesor en la Universidad de Columbia. Traducción al español por Ant-Translation.