Por un trabajo decente

“Trabajo decente” es la categoría que ha encontrado la OIT para calificar al trabajo con derechos o trabajo en planilla, como lo denominamos en el Perú. Aquí tenemos un agudo contraste entre el crecimiento del Producto Bruto Interno (PBI) y el porcentaje de trabajo decente. Mientras que el primero ha estado entre el 6 y el 7% en los últimos diez años el trabajo decente apenas alcanza al 12% de la Población Económicamente Activa (PEA). El panorama se completa con una informalidad del 75% de la PEA ocupada, un pequeño porcentaje de desocupación abierta de algo más del 6% y una cantidad de trabajadores que trabajan en empresas formales pero a los que no se les reconocen todos sus derechos. El resultado es una gran creación de riqueza que contrasta con una pequeñísima creación de puestos de trabajo con plenos derechos.

Bernardo Kliksberg, el reputado intelectual que reflexiona sobre la relación entre ética y economía, nos señala, que la cifra macroeconómica más importante no es el crecimiento del PBI, sino el porcentaje de la PEA que tiene trabajo decente. Kliksberg nos dice que el trabajo decente, al brindar derechos y estabilidad, da perspectiva a las personas y produce integración social, es decir, crea sociedad. Este contraste que tenemos en el Perú entre gran creación de riqueza y poquísimo trabajo decente, explica la aguda desigualdad social y la persistencia de altos índices de pobreza, lo que da como resultado una sociedad desintegrada y con muchas dificultades para ser representada políticamente.

¿A qué se debe esta situación? Por una parte, tanto el Perú prehispánico como el colonial nos dejan un fuerte legado de trabajo gratuito, bajo formas esclavistas y serviles, que en muchos casos llegaron hasta bien entrado el siglo XX. Por otra, hemos tenido desde la colonia un predominio de modelos económicos de exportación de materias primas que se han caracterizado por la creación de pocos puestos de trabajo, escaso valor agregado y muy poco eslabonamiento con el resto de la economía. La ofensiva neoliberal de los últimos veinte años, al no tocar sino más bien profundizar el modelo ancestral y su desconsideración por el trabajo, ha multiplicado el dinero circulante en la economía pero ha mantenido sino profundizado su desigual distribución.

De esta manera, se ha generado una cultura contraria a la creación de puestos de trabajo y más todavía de trabajo bien remunerado y con derechos. Esto ha llegado al exceso de considerar los derechos laborales como “sobrecostos” o “trabas” que deben ser eliminados. De lo que se trata en la visión dominante es de crear la mayor cantidad de riqueza en el menor tiempo posible sin atender las necesidades de la mayoría.

La creación de puestos de trabajo, sin embargo, ha sido la bandera más repetida en las últimas campañas electorales –recordemos a Toledo, García y Humala para olvidarla como tantas otras promesas una vez llegados al poder. Hoy, sin embargo, las grietas del modelo ponen sobre la mesa las reivindicaciones laborales más urgentes. La ley general del trabajo, largamente debatida en los últimos años, espera su turno para convertirse en ley. Si seguimos fomentando empleo precario y mantengamos el modelo extractivista no seremos un país desarrollado.

A contracorriente del reclamo popular el gobierno de turno impone una legislación de carrera pública, denominada Ley Servir, que recorta los derechos laborales. Por último, el aumento del salario mínimo tiene gran apoyo de la población y de los expertos, pero ello no conmueve a las minorías que manejan nuestra economía.

Tanta miopía en un tema crucial puede llevar a resultados inesperados e indeseables. Ojalá que hubiera algo más de atención al agudo problema laboral.

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