Plutocracia contra democracia
Manolo Monereo
1.- ¿Cómo mandan los que no se presentan a las elecciones?
“¿Es realmente verdad que entre el dueño de la FIAT y el obrero de la FIAT hay igualdad en el voto, y en la elaboración de alternativa, y en la posibilidad de pasar de minoría a mayoría?” Pietro Ingrao, 1975
Capitalismo y democracia han sido, en la teoría y en la práctica, contradictorios; antagónicos muchas veces e incompatibles en situaciones históricamente decisivas. Engarzar capitalismo y democracia es algo contemporáneo que se normalizó a partir de la II Guerra Mundial y que se hizo dominante como única forma de gobierno legítima después de la caída del “imperio del mal” (la URSS) cuando definitivamente la historia llegaba a su final. No ha sido así. Han quedado ideas que colonizaron el imaginario social que relacionaban sin contradicción liberalismo con democracia, economía de mercado con capitalismo, libertad con iniciativa privada, sector público con ineficacia, derechos laborales y sociales con privilegios, hasta el punto que parecería que esta forma de gobierno nos hubiese acompañado permanentemente en nuestra historia. La tradición política occidental, como ha sido señalado muchas veces, poco o nada ha tenido que ver con la democracia y solo se ha empezó a hablar positivamente de ella en los siglos XVIII y XIX. Se podría decir de otra manera: la democracia era subversiva e incompatible con el sistema social que el capitalismo organizaba. A izquierda y derecha se pensaba que el sufragio universal pondría en peligro los fundamentos de una sociedad dividida en clases sociales donde una minoría ejercía el poder económico y político.
Este no es el lugar para hacer una historia conceptual del término democracia. Lo han hecho otros con mucho rigor (Canfora, Macpherson, Rosenberg…). Solo señalar que la democracia de los modernos se construyó en muchos sentidos en oposición a la democracia de los antiguos que tenían en el mundo ateniense un referente fundamental. Los grandes filósofos griegos, con Aristóteles en su centro, distinguían entre democracia —donde preponderan las mayorías— y la oligarquía —donde prepondera la minoría—. Esta minoría la formaban los ricos, los poderosos, y la mayoría eran los pobres, lo que llamaríamos hoy las clases subalternas. Lo que nos llega de esta tradición clásica —Rosenberg insistió mucho en ello— era una concepción de la democracia con una fuerte connotación de clase y que no separaba el sistema político del sistema económico-social. Dicho de otra forma, la democracia griega pretendía ser una forma de gobierno y una forma de sociedad. Sin olvidar, contradicción sobre contradicción, que hablamos de un régimen esclavista.
Preguntarse, provocativamente, cómo mandan los que no se presentan a las elecciones es tomar nota de la especificidad de una formación social, la capitalista, como modo de organización del poder y del dominio. La clase capitalista no gobierna directamente en los sistemas democráticos. Poder político y poder económico están diferenciados y sobre esta distinción se ha fundamentado la legitimación de un sistema de poder que separa sociedad política y sociedad civil, lo “político” y lo “económico-social”. El otro lado de la contradicción es que en nuestras democracias la clase capitalista tiene un poder estructural: controlan los medios fundamentales de producción y de cambio e influyen decisivamente sobre la política y su ejercicio. Esto, que tiene un carácter general, es hoy más evidente que en cualquier época anterior y se ha convertido en el dato fundamental a tener en cuenta a la hora de explicar la crisis de las democracias realmente existentes y la transición a algo distinto que es lo que estamos viviendo ahora. Se habla de posdemocracia, de democracia oligárquica, de democracia recitativa, de democracia limitada. Lo decisivo: cierto tipo de democracia está en cuestión, la que hemos vivido hasta el presente, y otra forma de gobierno está emergiendo sin saber si será democrático o no.
Hay un consenso muy general de que la llamada revolución neoliberal ha significado, entre otras muchas cosas, un profundo desequilibrio entre el capital y el trabajo. Los datos están ahí; las desigualdades crecen, la precariedad se generaliza, los sindicatos de clase pierden fuerza y los jóvenes conviven existencialmente con la inseguridad y el desarraigo. En paralelo, se produce una enorme concentración de renta, riqueza y, no se debe olvidar, de poder de una oligarquía financiero-empresarial que tiende a controlar, no solo a la llamada sociedad civil, sino al propio Estado y a la clase política. La paradoja es que, en algo más de una década, el Estado, lo público, ha tenido que rescatar por dos veces al sector privado y que hoy corremos el peligro, como ya pasó antes, de que la factura de la crisis la vuelvan a pagar las clases trabajadoras, los asalariados, los jóvenes y los pensionistas. Las crisis siempre desvelan la realidad social y los antagonismos básicos. El Estado capitalista, su control, dirección y estrategia se convierte en época de crisis en un objetivo decisivo de los poderes económicos. La clave: cooptar a la clase política y neutralizar a aquellas fuerzas que cuestionen el orden existente. La corrupción fue y sigue siendo el mejor instrumento.
2.- Estado social, conflicto de clases y la reacción neoliberal
“La democracia como cosa en sí, como una abstracción formal, no existe en la vida histórica, sino que la democracia es siempre un determinado movimiento político, conducido por determinadas fuerzas y clases sociales que luchan por determinadas finalidades” Arthur Rosenberg, 1937
Juan Ramón Capella, con razón, suele hablar de proceso de democratización más que de democracia en un sentido abstracto o meramente formal; democratización como lucha y programa. Esta democracia, la democracia liberal capitalista o de mercado, nos parece hoy algo normal que nos llegó más o menos del cielo, como un producto natural de la evolución de nuestras sociedades. Hemos normalizado esta democracia como la democracia y, crecientemente, criticamos sus más que evidentes deficiencias. Ahora bien, nuestras libertades y derechos han sido una conquista histórica producto de durísimos enfrentamientos sociales, de guerras civiles, de represión y asesinatos en masa. El viejo Ingrao no dejaba de señalar que la clave interpretativa de este ciclo largo europeo tiene que ver centralmente con la aparición de un sujeto político, organizado en torno a las clases trabajadoras, que reivindicaba derechos sindicales y laborales, democracia social y justicia económica. Fue un cambio sustancial. Los nada de ayer todo quisieron ser e imaginaron un futuro construido en torno al trabajo, a la solidaridad, a la emancipación. Construyeron partidos de masas, sindicatos de clase, asociaciones y cooperativas y cambiaron la política y la relación de las masas con el poder. Esto es lo que ha cambiado, lo que está cambiando nuestras sociedades.
Me impresiona mucho el dato de que en 1944 aparecieran dos libros en Gran Bretaña que, a mi juicio, no solo tuvieron una enorme influencia a medio y largo plazo, sino que hicieron un diagnóstico veraz y antagónico de la realidad y que iluminan mucho los debates político-morales del presente. El primero fue Camino de servidumbre de Friedrich von Hayek y el segundo, La gran transformación de Karl Polanyi. Ambos son producto de la gran cultura austrohúngara, de la Viena de Wittgenstein, que nos contaron admirablemente Toulmin y Janik. El primero fue un liberal conservador, hijo de la escuela económica austriaca; el segundo, un socialista cristiano influenciado por el marxismo y ligado a la socialdemocracia austriaca. Los dos intentan intervenir en el debate político, desde una interpretación divergente de la crisis del capitalismo en la primera parte del siglo XX y con la vocación de propiciar alternativas que, de una u otra forma, la superasen. Por decirlo así, desde la derecha o desde la izquierda.
Polanyi ha ido ganando peso con el tiempo. Hayek fue siempre más relevante y, desde la ofensiva neoliberal de los años 70, se convirtió en un referente, junto con Milton Friedman, de todas las derechas que le llevó, entre otras cosas, al Premio Nobel de Economía y a tener un protagonismo público relevante. Polanyi, si se me permite el esquematismo, ponía en acento en una crítica radical al liberalismo económico por defender la desconexión de la economía de la sociedad, de la totalidad político-social, y convertirla en programa. Lo que antes andaba junto, las políticas liberales, lo separaban, con la explícita intención de controlarla. El mercado, de ser parte de la sociedad, pasaba a dominarla, mercantilizando bienes sociales que no lo eran: la fuerza de trabajo no era una mercancía; la naturaleza, la tierra no lo eran y tampoco el dinero. La utopía (neo-) liberal es el mercado autorregulado, desanclado de la sociedad e intentando mercantilizar el conjunto de relaciones sociales, hasta nuestros propios sueños.
Polanyi planteaba que el conjunto de políticas liberales era incompatible con cualquier sociedad humana y que esta reaccionaría rechazando la pretensión de mercantilizar la vida. El socialismo era una forma de rechazo y el fascismo también. Polanyi no se oponía al mercado, lo que se oponía era a convertirlo en el centro de la vida pública. En sus propias palabras, el mercado es un buen siervo y un terrible señor. La crisis de los años 20 y 30 ponía de manifiesto que el liberalismo había llevado a nuestras sociedades a la guerra y a una crisis civilizatoria de grandes dimensiones. La propuesta era clara, domar el mercado, ponerle el bozal a la bestia e iniciar una nueva sociedad basada en la igualdad, en la justicia y en la desmercantilización de las relaciones sociales básicas. A esta transición le llamó socialismo, construido contra el liberalismo económico y contra unas clases dominantes cerradas y profundamente egoístas.
Hayek, como buen liberal, veía el asunto de otra manera radicalmente diferente. Su temor profundo era que la “rebelión de las masas” ampliara la democracia, la intervención del Estado en la economía y la limitación de la iniciativa empresarial. Regular el mercado, ordenarlo, limitarlo, era violar una de las reglas básicas de la economía de mercado capitalista que, tarde o temprano llevaría a su politización e, inevitablemente, al socialismo en cualquiera de sus variantes; todas ellas, para él, negativas. Lo decisivo: desconectar la economía (su economía neoclásica devenida en la “economía” única y verdadera) de la soberanía popular, de la democracia social. El apoyo de Hayek al golpe de Estado de Pinochet tenía que ver con esto: restablecer el “orden del mercado” frente al “orden democrático” basado en la soberanía popular. La trampa discursiva es conocida, los (neo-) liberales siempre están de acuerdo con la intervención del Estado siempre que los beneficie.
Cuando hablamos hoy del dominio indiscutido e indiscutible del neoliberalismo tenemos que partir de la etapa histórica anterior, de una situación del mundo definido por la derrota del fascismo, la perdida de legitimidad de las derechas europeas económicas y políticas y la fuerza del movimiento obrero y sindical. No hay que olvidar que la II Guerra Mundial en muchos países fue una guerra civil; la izquierda había protagonizado la lucha democrática y los tanques de la Unión Soviética habían llegado a Berlín. Wolfgang Streeck definió el momento con mucha precisión: “El capitalismo democrático de la postguerra no fue producto de una selección realizada por habilidosos ingenieros sociales o ciudadanos preocupados, que escogieron la alternativa más adecuada, sino un compromiso histórico entre una clase obrera, en aquel momento singularmente fuerte, y una clase capitalista singularmente debilitada, que estaba más a la defensiva tanto política como económicamente de que lo había estado nunca, y ello en todos los países capitalistas de la época tanto los ganadores como los perdedores de la guerra” (Streeck, 2017: 226).
Tres ideas-fuerza articularon el nuevo consenso: regulación del mercado —especialmente el financiero—, pleno empleo y constitucionalismo social. En su centro estaba la necesidad de superar el capitalismo liberal y su sistema político (origen del fracaso histórico) creando una forma-Estado que hiciera de la contraposición capitalismo/democracia un dispositivo productivo que anudara democracia, progreso social y derechos de los trabajadores. A esto se le llamó Estado social y, de una u otra forma, se fue constitucionalizando hasta llegar hasta las últimas normas fundamentales europeas previas a la desintegración de la Unión Soviética. El keynesianismo fue el fundamento teórico-económico de un capitalismo que aparentemente había aprendido que, para ser viable, tendría que ser reformista.
Kalecki entendió perfectamente los supuestos de este nuevo tipo de capitalismo y adelantó sus futuras contradicciones. Regulación de mercado, ponerle el bozal al capital financiero, promover el pleno empleo y defender los derechos sociales tenía como consecuencia fortalecer la fuerza contractual y política de las clases trabajadoras, tanto en la fábrica como en la sociedad. El círculo virtuoso de salarios altos, pleno empleo e incremento del gasto social debilitaba el poder empresarial, fortalecía el poder sindical y reducía la tasa de beneficio capitalista. El problema redistributivo se compensó con inflación y, cuando llegó la crisis de los años 70, solo quedaban dos alternativas: ir más allá del Estado social o retroceder hacia otra forma de Estado. En medio, un periodo de crisis económica y conflicto social generalizado que terminó con la derrota del movimiento obrero organizado y el fin de un ciclo histórico de la izquierda.
Sé que esto ya es conocido, pero es bueno recordarlo cuando el tipo de Estado y de democracia que hoy tenemos —producto de aquella derrota— está en cuestión y se abre un nuevo periodo histórico. El acento lo pongo en la política. Los relatos históricos tienden a ser deterministas y parecería que la derrota y la etapa neoliberal estaba escrita. Insisto, aparecían varios caminos; la izquierda socialdemócrata y comunista tuvieron oportunidades para resolver en positivo la crisis y no estuvieron a la altura histórica. Ahora estamos en un momento parecido. El neoliberalismo se encuentra en crisis; no caerá solo. Expresa una determinada matriz de poder y una concreta y precisa alianza de clases. Sabemos también que ese mundo entró en crisis en el 2008. Se inicia de nuevo una etapa de transición en la que la hegemonía norteamericana está profundamente cuestionada y se producen cambios geopolíticos de gran magnitud. Emergen nuevas potencias y el eje del poder transita hacia oriente. La crisis ecológico social del planeta se agrava y, los llamados problemas globales —pobreza, hambre, desigualdad— se acentúan. Un nuevo dato pone en cuestión muchas cosas y nos obligará a cambiar. Me refiero a la pandemia de la cóvid-19. Desde hacía mucho tiempo se hablaba de estas amenazas. Como siempre, las “casandras” tuvieron escaso éxito. Que la crisis ecológica se quiebre por el sistema alimentario nos obligará a cambiar nuestro modo de producir y de consumir y seguirá dando razones a los que pensamos que una de las tareas emancipatorias principales sigue siendo la reestructuración ecológica de nuestra vida social y económica.
La cóvid-19 ha agravado la crisis de la globalización capitalista. Por lo pronto, la recesión se está convirtiendo en una depresión económica a nivel mundial; solo China parece librarse de ella. Las clases dirigentes, nuestras clases políticas, no aciertan a comprender sus verdaderas dimensiones, sus consecuencias económicas, sociales y territoriales. El retroceso del producto nacional bruto será muy alto, el paro crecerá mucho, sectores productivos enteros entrarán en reconversión y la deuda se incrementará sustancialmente. Como siempre, la crisis será desigual y no afectará a todos del mismo modo. Los países menos desarrollados la van a sufrir con una gravedad que no acertamos a dimensionar mientras que los países desarrollados están aplicando políticas basadas en una expansión monetaria desconocida a tipos de interés negativos. En el horizonte se empieza a atisbar crisis de deuda. La imagen de una mega máquina sin control puede explicar bien la situación en la que estamos.
3.- La Unión Europea: el escudo de los poderes económicos
“El principio de la soberanía del pueblo se apoya en dos ideas: la de que el poder que ejerce el dominio político —el dominio de hombres sobre hombres— no es algo que esté simplemente dado o que haya que suponerse, sino que es algo que necesita ser deducido mediante una justificación (legitimación), y la de que esta legitimación solo puede partir del pueblo mismo y no de cualquier instancia ajena a este” E. W. Böckenförde, 1991
Siempre me ha sorprendido que la crisis de nuestras democracias no se relacione con nuestra integración en la Unión Europea. La clase política española no deja de repetir, una y otra vez, que el Estado nacional es ya cosa del pasado, que la soberanía política es un concepto peligroso y obsoleto, que nuestro futuro es una Europa Federal. Esta misma clase política, cuando se trata de criticar a los movimientos independentistas, defiende la unidad de España y la soberanía popular. Parece claro que hay una contradicción no resuelta. Se puede decir que es cosa de tiempo. Los independentistas catalanes, por ejemplo, pensaban antes que la solución a su problema histórico con España sería la conversión de Cataluña en un Estado más de una Europa unificada. Cosa de tiempo, pues. El problema sigue abierto. Se está desmontando un Estado, una parte sustancial de la soberanía se transfiere a una instancia superior y nuestro sistema político deviene en una democracia limitada. Para decirlo con más claridad, la democracia pierde poder y sobre cuestiones fundamentales ya no puede decidir.
La imagen que se transmite es lo que se llama la “analogía doméstica” que, dicho sea de paso, se repite sin que se desvele su contenido real. Esto es típico de la ideología. Se nombra algo, pero se bloquea su conocimiento. ¿Qué entendemos por analogía doméstica? Es fácil de explicar. Se parte, por ejemplo, del Estado español; después se habla de un proceso de integración que llevará, de una u otra forma, a un nuevo Estado, que sería similar, en muchas de sus estructuras e instituciones, a nuestro Estado actual. De Estado a Estado. La imagen es eficaz, pero confunde más que aclara. Por lo pronto, estamos hablando de 27 Estados, es decir, de una enorme pluralidad de economías, sociedades, sistemas políticos e institucionales, culturas y lenguas. Las grandes Estados (Francia y Alemania) no se van a disolver y difícilmente aceptaran un poder jurídico-político supranacional que se imponga como constitución sobre su propio ordenamiento institucional. Es más, los nacionalismos crecen y la cesión de soberanías son percibidas en todas partes como perdidas de derechos, de libertades, de identidad.
El tema de fondo es otro. Es bueno volver a Hayek. Dijimos que para el conocido economista austriaco la democracia de masas, unida al incremento del poder económico de los Estados y a los derechos sociales y sindicales, “politizaba la economía” e infringía las reglas naturales que la hacían viable. ¿Cuál era la clave de su propuesta? Impedir que la soberanía popular controlara la economía; es decir, sacarla del debate público y obligar a los Estados a aceptar esas reglas naturalizadas. ¿Quién define esas reglas? El aparato conceptual de la economía neoclásica (o neoliberal) que es la economía verdadera. Por esto, lo mejor sería constitucionalizarlas obligando a gobiernos y a poblaciones a someterse a ellas. Hayek fue más lejos e ideó una forma de federalismo económico que propiciara la integración económica y política entre los países que, justamente, aprovecharan dicha integración para fijar estas reglas neoliberales en sus fundamentos constitucionales. Hay algo que suele olvidarse cuando se habla de esta propuesta, que Hayek se oponía a la creación de un súper-Estado porque, según él, acabaría por, directa o indirectamente, imponer el control político del mercado capitalista.
Esta propuesta hayekiana se parece mucho al tipo específico de integración que es la Unión Europea. Puesto que la creación de un súper-Estado, de unos Estados Unidos de Europa no es viable (es solo ideología), lo que se ha construido realmente es un instrumento jurídico-político que expropia la soberanía económica a los Estados, fija nuevas reglas (neoliberales) y las hacen obligatorias para todos y cada uno. La soberanía popular ya no tiene poder para cambiarlas. Formalmente la UE es una organización internacional basada en tratados que exige para modificarlos el acuerdo de todos y cada uno de los Estados. Es decir, una vez tomada una decisión es casi imposible cambiarla. La alternativa, al final, es siempre la misma: aceptar las reglas del juego o salirse de la UE como ha hecho Gran Bretaña.
Hay varias cuestiones que hay que tener en cuenta para entender bien de lo que estamos tratando. La primera tiene que ver con un hecho del que se habla pero que nunca se profundiza en él. Me refiero a Alemania. El Tratado de Maastricht y la unificación alemana están relacionados. Había que “amarrar” a Alemania, ese era el objetivo. Para ello, Francia impulsó una mayor integración y situó el euro, la moneda única, en su centro. La respuesta de Alemania fue fijar las reglas según sus propios criterios; es decir, del ordoliberalismo alemán. Desde ese momento se fijaron criterios monetario-financieros y las políticas económicas de los Estados se tuvieron que atener a ellos para participar en la moneda única. Hay un dilema que marca el proceso de construcción: no parece posible consolidar la integración si no es en torno a Alemania, pero eso obliga, de una u otra forma, a aceptar su hegemonía, es decir, sus reglas, concepciones y hasta valores. Lo que se quería evitar se concreta en una Europa alemana. La otra cuestión que se intenta eludir sigue estando ahí: no hay un demos europeo, un pueblo europeo. Desconectar Estado, pueblo y soberanía popular significa, pura y simplemente, negar el autogobierno a las poblaciones.
La Unión Europea se ha ido transformando en un sistema de dominio que organiza y disciplina a las clases dirigentes de los Estados y fija reglas comunes al servicio del capital bajo la hegemonía del Estado alemán. Las consecuencias: 1) se constitucionalizan las reglas y principios neoliberales y se hacen obligatorias para todos los Estados; 2) El Estado social (centro de nuestros ordenamientos jurídicos) es sistemáticamente desmontado; la tendencia es hacia el Estado mínimo; 3) la convergencia entre economías y sociedades no se ha producido; al contrario, aparecen claramente fijado un centro dominante y unas periferias dependientes y subalternas; 4) las democracias han derivado a democracias limitadas; para decirlo más claramente, a la soberanía popular le está vetado hacer políticas económicas y sociales de izquierdas, ni siquiera keynesianas; 5) La UE, más allá de la retórica, carece de una política internacional propia. En un mundo que cambia aceleradamente la UE no es un sujeto autónomo sino parte de la estrategia global de la administración norteamericana concretada en la OTAN.
4. Plutocracia, soberanía, democracia
“El modo de impedir la muerte de la libertad consiste en expandirla” Karl Polanyi, 1957
Insisto, la contradicción fundamental es la que opone igualdad política y desigualdad social. En los momentos de crisis del capitalismo esta contradicción se acentúa. Quizás no nos hemos dado cuenta aún de la novedad que significó el constitucionalismo social y los exigentes requisitos históricos que lo hicieron viable. El “dilema” Böckenförde expresa muy bien estos problemas. La democracia depende de requisitos que ella no es capaz de garantizar; entre ellos, una necesaria homogeneidad ética, cultural y socioeconómica. Dicho de otro modo, para que la democracia pueda coexistir con el capitalismo, este tendría que ser de un tipo determinado, “otro capitalismo”. El Estado social era la síntesis conflictual entre un capitalismo que cambió y una democracia que se expandió. Esto es fue lo que se rompió y lo hizo por el lado del capital.
El neoliberalismo hay que verlo como una reacción de las clases dominantes contra el movimiento obrero organizado y contra la cultura socialista en un sentido amplio. Su vocación es hacerse irreversible; de ahí que tenga un componente revolucionario. Como se dijo en su momento, el mayor homenaje a la Thatcher fue que Tony Blair hiciera política en los límites y en las condiciones que la dirigente conservadora le dejó. La privatización de las empresas públicas, las desregulaciones sistemáticas, la mercantilización de la salud y de la educación, la cesión de la soberanía económica a la UE, la creación de organismos independientes de la soberanía popular como los Bancos Centrales, la configuración de un sistema fiscal que libera a las rentas más altas y a las grandes empresas, etc. Cuando la izquierda llega al gobierno, ¿cuál es su poder? La esencia de este capitalismo es que impide, sobre todo, el reformismo político y convierte a quienes quieren cambiarlo en revolucionarios.
En España, todos estos cambios globales se concretan de una forma específica. Nuestra burguesía patrimonialista siempre ha vivido del Estado y lo ha controlado con firmeza. Hoy aparece como la ganadora de un desafío que la ha fortalecido y le ha dado una enorme influencia política. Rubén Juste, en su libro sobre el IBEX 35, ha explicado muy bien este proceso de acumulación por expropiación que ha tenido a este grupo social en su centro. Su miedo ahora tiene motivos; de ahí su rabia y rencor. En diez años su economía va a ser rescatada por segunda vez. De nuevo el Estado, lo público, va a tener que salvar a las grandes empresas, a los oligopolios. Habría que insistir una y otra vez en esto: la condición de posibilidad de su beneficio y de sus grandes negocios es el Estado. No se fían de este gobierno de coalición PSOE-UP, no porque sean revolucionarios, sino porque no parecen dispuestos, hasta ahora, a seguir sus directrices, a reeditar las políticas austericidas. Necesitan reforzar su control del Estado y seguir subordinando a la clase política. Ahora hace falta algo más que corrupción. En ello andan.
Capella, en un libro muy sugerente, ha planteado definir a este nuevo sistema de dominio como “plutocracia liberal”. Me parece importante partir de aquí. En sus palabras: “Se trata de un régimen globalmente complejo, no democrático, pero que contiene en su interior elementos incoactivamente democráticos como el sistema de derechos y libertades políticas” (Capella, 2019: 121). Creo que expresa bien el problema central de nuestra vida pública: el inmenso poder de una específica oligarquía que controla los medios de producción y de cambio fundamentales, que determina las políticas públicas, que cada vez más domina los grandes medios de comunicación y que influye, directa o indirectamente, en los grandes partidos políticos.
Plutocracia contra democracia. Este es el problema: los poderes económicos están firmemente comprometidos contra la soberanía popular, contra los derechos sociales, contra las libertades públicas. No cejaran. No es personal, es político, de enemistad política. La clave, como siempre, es saber leer la fase, comprender sus tendencias básicas y dotarse de una estrategia adecuada. Hay que entenderlo, vivimos un cambio de época radical, los viejos equilibrios se han roto y la crisis deviene en permanente. Hacen faltan ideas claras, un proyecto de país solvente y reconstruir desde abajo un sujeto político-social con voluntad de poder y de mayoría.
Bibliografía.
-Böckenförde, E. W. (2000): Estudios sobre el Estado de Derecho y la democracia, Trotta.
-Canfora, L. (2004): La democracia, Crítica.
-Capella, J. R. (2019): Un fin del mundo, Trotta.
-Yuste, R. (2017): El Ibex35, Capitán Swing.
-Macpherson, C. B. (1982): La democracia liberal y su época, Alianza Editorial.
-Rosenberg, A. (1966): Democracia y socialismo, Claridad.
-Streeck, W. (2017): ¿Cómo terminará el capitalismo?, Traficantes de sueños.
-Zolo, D. (1994): Democracia y complejidad, Nueva Visión.
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