Partidos, liderazgos y política
Francisco Vizconde
Desde hace dos décadas aproximadamente, en las organizaciones políticas las tensiones entre lo público y privado se han hecho más tirantes con saldo en contra de lo primero; ello es también expresión de la crisis de la política en general y de los partidos políticos en particular. Se trata, desde otro ángulo, de fuertes tensiones entre el interés individual o personal (privado) con el interés de la organización (público o colectivo). Por eso, no es extraño que existan dirigentes de distinta ubicación que confunden su interés personal con el ideal partidario; es más, en muchos casos, las organizaciones políticas fueron y son péndulos alrededor del interés particular de dirigentes que, en esa condición, asumen comportamiento de caudillos y pretenden –en muchos casos, lo logran-- colocar la etiqueta de su interés particular al interés partidario.
En la tradición política, los liderazgos partidarios de los 70’ y 80’ eran funcionales al interés colectivo, eran parte de un ideal que animaba a la militancia y su práctica política era testimonio de lealtad a principios y valores de tal manera que movilizaba a una amplia periferia en la población.
En la vida institucional partidaria, la tradición enseña que los intereses de los partidos son universales, colectivos, incluso sostenidos por determinadas formas rígidas en base a estructuras verticales, pero también, universal o colectivamente aceptadas. La tradición política, en ese sentido, afirma que los partidos –al mismo tiempo-- son escenarios de lo colectivo y del consenso construido en base a dogmas como el centralismo democrático que en realidad era la democracia única desde arriba.
El estallido del paradigma colectivo devino en estructuras partidarias muy debilitadas, lejanía de los partidos con la población, devaloración de lo ideológico por el pragmatismo, escasa formación política, predominio de los intereses privados sobre los colectivos o públicos, pérdida de la criticidad y poco valor de la relación entre ética y política. La mayoría de grupos llamados partidos políticos no se sostienen por arraigados sentimientos de pertenencia como lo ideológico o lo político o por la tradición; en su lugar prima un conjunto de nexos del tipo de prebenda, muy común en el clientelaje y caudillismo, en donde lo que sobra es la militancia genuina. No es difícil encontrar el nombre del partido asociado al nombre y rostro del caudillo o jefe o dueño.
La crisis política acuñó y fortaleció un tipo de liderazgo sostenido por la imagen prevalente de su poder superior al interés partidario o colectivo, de tal manera que la militancia hoy es aquella que da testimonio de su lealtad al líder – jefe – dueño – caudillo antes que a los principios, valores y propuestas del partido. Entonces, lo que espera la militancia por su pertenencia a la organización política no es la fidelidad al ideal colectivo, sino algo empático con lo pragmático: un cargo, un puesto, una recomendación, una beca, algún regalo, o el beneficio de ser parte del entorno inmediato del caudillo. Si antes los liderazgos contagiaban en la utopía de la transformación, hoy son referentes de prebendas y de bienestar individual. Es mucha más patética la situación en los movimientos regionales, que de ser parte deseada de una renovación de la política, devinieron en espacios de negociación y caudillismos autoritarios; hoy, también en crisis.
En los escenarios electorales, las tensiones entre lo privado y lo público se orientan a enfatizar lo primero y destacar su valor sobre el interés colectivo. Una de las causas de porqué dicha orientación se impone, es el abandono por los partidos de la formación política, viéndose obligados a captar candidaturas con muy frágil selección. De ese modo, el ideal de la colectividad política (el partido) se hace añicos y se prioriza el interés individual, tanto de los principales dirigentes como de los improvisadas candidaturas; esto es mucho más grave cuando un dirigente es, al mismo tiempo, candidato y por tal condición considera que su candidatura es un hecho natural o predeterminado.
Por esta inclinación del curso de la tensión de lo privado con lo colectivo o público en el escenario electoral, los dirigentes postergan tareas coherentes con el fortalecimiento de la organización partidaria como colectividad; por ejemplo, la realización de jornadas democráticas de participación de la militancia en la toma de decisiones en temas electorales, no siendo extraño que la constitución de los comités electorales sea decidida por la secretaría general con alguna asesoría de su confianza. Otra tarea desplazada se refiere a la formación política de las posibles personas candidatas para intentar alcanzar un mejor perfil y avanzar de modo democrático en una selección de mejor calidad. Lo mismo viene ocurriendo con la afiliación al partido en lugar de la lealtad al candidato, que al término de la contienda electoral nadie asegura si continuará en la organización por la cual postula. A esto corresponde el hecho casi general que la mayoría de candidaturas no se han formado en el partido, su formación política es casi nula y muy discutible su capacidad de gobernar, menos se podría asegurar si es testimonio de transparencia.
Con excepciones, en el actual derrotero electoral existen pocos avances en la recuperación de las organizaciones partidarias como espacios de la colectividad política y, por esa vía, la democracia tiene aún un saldo negativo. Más aún en un contexto donde la población ha perdido, en gran medida, confianza en los partidos políticos y en las instituciones estatales clave como el Congreso que hoy tiene menos del 20% de aprobación. De ese modo, los demócratas precarios siguen inundando la política y fortaleciendo los hilos del tejido de la corrupción.
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