Lula: la fragilidad de un triunfo histórico
Ariela Ruiz Caro
Con un innecesario final de infarto, Luiz Inácio Lula da Silva ganó la presidencia de Brasil por tercera vez, mientras que su contrincante, Jair Bolsonaro, se convirtió en el primer presidente que pierde una reelección, desde que la Constitución lo permite, hace un cuarto de siglo.
El estrecho margen (50.9%, versus 49.1%) es en gran parte responsabilidad de la izquierda más radical, en particular del Partido Democrático Laborista (PDT), liderado por Ciro Gomes, que antes de las elecciones registraba el 7% de apoyo en las encuestas. Su estrategia puso en riesgo al país al darle a Bolsonaro la posibilidad de alzarse con el triunfo electoral. De hecho, no reconoce su derrota y camioneros y simpatizantes del actual presidente han iniciado el bloqueo de carreteras del país en protesta por el resultado electoral.
Antes de las elecciones en primera vuelta realizadas el 1 de octubre, nadie ponía en duda que el líder del Partido de los Trabajadores (PT) ganaría las elecciones presidenciales de Brasil. La incógnita, hasta entonces era si ello ocurriría en la primera o en la segunda vuelta. De hecho, Lula estuvo a punto de alcanzar el triunfo, al haber logrado el 48.8% de votos válidos, una ventaja de casi 6 millones de votos sobre Jair Bolsonaro, quien obtuvo el 43.2%. Apenas le faltó 1,2 puntos porcentuales para evitar un octubre de turbulencias que acercaron a los contrincantes en las preferencias electorales.
Era fundamental que Lula triunfara en primera vuelta. Hasta julio, Bolsonaro había sostenido, con el mismo lenguaje que Trump, que el voto electrónico se presta a fraude, pese a que él mismo apoyó su implementación en 1993 cuando era diputado. Era conveniente que el triunfo de Lula fuera contundente y sin dilación. Ello estuvo en manos de Ciro Gomes.
El ser y la nada
Poco antes de las elecciones, personalidades como Adolfo Pérez Esquivel, Rafael Correa, Atilio Borón y Marina Silva, entre otros, publicaron una Carta abierta a Ciro Gomes: lo que hay que hacer para frenar a Bolsonaro invocándole a renunciar a su candidatura y endosar sus votos al PT para evitar una segunda vuelta. “Pídales ese voto, crucial para derrotar en primera vuelta al capitán y sus escuadrones armados”, le dijeron. Pero el izquierdista Gomes estaba enojado por la diáspora de su partido, que la atribuyó a la campaña interna y externa para que abandonara su candidatura.
En un pronunciamiento público cargado de agresividad, días antes de la primera vuelta, Gomes señaló que nada impediría su candidatura. Dijo que continuaría con sus denuncias a farsantes demagogos que intentan conquistar el fervor popular con falsas promesas, a su modo corrupto de gobernar y a su opción por un modelo sumiso al mercado financiero, que unen a Lula y Bolsonaro. Como si no fuera consciente de lo que se estaba jugando en Brasil, dijo también que Lula solo contuvo a los desposeídos con migajas, dejándolos donde siempre habían estado: en la esclavitud de la pobreza.
Ciro Gomes, ex ministro de Hacienda con Itamar Franco y de Integración Nacional con Lula, lo criticó por las alianzas que realizó con el establishment, entre ellas, la designación de su antiguo rival político, Geraldo Alckmin, ex gobernador de Sao Paulo y miembro del centroderechista Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), como su compañero de fórmula presidencial. No entendió que el objetivo era derrotar a Bolsonaro.
Es cierto que Lula no tocó grandes intereses, pero organizó eficientemente programas sociales que sacaron a millones de brasileños de la pobreza. El alto respaldo que tuvo durante sus dos períodos de gobierno (2003-2010) se sustentó en haber logrado crecer a un ritmo promedio anual de 4,1%, pagar toda la deuda del país al FMI, reducir la tasa de desempleo a la mitad, subir el sueldo mínimo y sacar, por medio de planes sociales, a 30 millones de brasileños de la pobreza. El escenario de su gestión coincidió con altos precios en las materias primas. Su acceso a la presidencia de Brasil, en 2003, en su cuarto intento, formó parte de la conquista electoral de partidos populares en varios países de América Latina, que reivindicaron una mayor presencia política de la región en el escenario mundial con pautas más soberanas en su inserción internacional.
A contramano de Lula, Bolsonaro se alineó de forma obsecuente con el gobierno de Estados Unidos. No solo atendió las indicaciones del Departamento de Estado de renunciar a la Unión Sudamericana de Naciones (Unasur) y fundar en su reemplazo el Foro para el Progreso de América del Sur (Prosur) en Chile, en 2019, sino que avaló la designación como presidente del BID del bloguero anticubano propuesto por Trump, Mauricio Claver-Carone, recientemente destituido por conductas inapropiadas y abuso de poder. También defendió la libre tenencia de armas, cuyos permisos se incrementaron de 117.000 a 600.000 durante su gobierno, número que supera a las 400.000 que tiene la policía; desvirtuó la gravedad de la pandemia, por lo que es responsable de la muerte de decenas de miles de personas; restó importancia al cambio climático e impulsó la deforestación del Amazonas para favorecer a los empresarios agrarios latifundistas y el uso de agrotóxicos. Ello sin contar su visión retrógrada sobre el respeto a la diversidad sexual o los derechos de las minorías.
Antecedentes: la pugna fratricida
En 2018 Bolsonaro estuvo a punto de ganar las elecciones en primera vuelta al alcanzar el 46% de los votos, mientras que el candidato designado por Lula, su ex ministro de Educación, Fernando Haddad, apenas alcanzó el 29%. Ciro Gómez obtuvo entonces el 12,5%. La intención de voto a favor de Bolsonaro, sin sustento de una base partidaria sólida, había tenido un crecimiento explosivo especialmente en los dos últimos meses. En agosto era del 22% pero luego del atentado sufrido en Minas Gerais, a principios de septiembre, su caudal empezó a subir, básicamente a costa del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), de Fernando Henrique Cardoso, que registró la peor votación de su historia (4,7%).
Al éxito de Bolsonaro contribuyó también la decisión del expresidente Lula de apostar hasta último momento a que el Tribunal Supremo Electoral autorizara su participación en la elección presidencial, lo cual era a todas luces inviable. Lula purgaba prisión desde abril de 2018 debido a una sentencia de 12 años por corrupción y lavado de dinero del juez federal Sergio Moro, nombrado ministro de Justicia tan pronto Bolsonaro asumió el poder.
Lula designó a Haddad como candidato cuando faltaba solo un mes para la elección y además se negó a formar una alianza partidaria con otros movimientos como el PDT de Ciro Gomes, a pesar de que las encuestas mostraban que ningún candidato del PT –incluido el propio Lula– ganaría las elecciones en un ballotage. A juicio de muchos analistas, una alianza de izquierda hubiera sido invencible.
La imagen de Lula había empezado a ensombrecerse debido a las acusaciones por corrupción a sus colaboradores más cercanos por el caso de Odebrecht y varias empresas brasileñas y por el poco éxito del gobierno de su correligionaria Dilma Rousseff, destituida en junio de 2016 en un juicio político –un acto desproporcionado que buscaba sacarla del poder– por contravenir normativas fiscales para equilibrar el presupuesto.
El desencanto de los brasileños con el funcionamiento de la democracia había decrecido hacia 2018. Según Latinobarómetro, apenas el 13% de los brasileños creían en ella, lo que ubicaba a Brasil al final del ranking latinoamericano sobre satisfacción democrática. Este último factor permite comprender el surgimiento de un líder de las características de Bolsonaro, quien en plena campaña abogaba por la tortura y los regímenes militares. Su prepotencia y su poco respeto por la institucionalidad llevaron al historiador brasileño Boris Fausto a calificarlo como un sub-Trump tropical. El actual Presidente anunció que iría a una guerra contra Venezuela y nombró como ministro de Economía al Chicago boy Pablo Guedes. Su homofobia y misoginia, que lo llevan a decir frases como “no mereces ni ser violada”, “si tuviera un hijo gay preferiría que muriera en un accidente” o “el error de la dictadura fue torturar en lugar de matar”, daban cuenta del tipo de orden y progreso que impondría en Brasil.
El resurgimiento de Lula
En noviembre de 2019 Lula fue liberado de la cárcel y en marzo de 2021 la Sala 2ª del Tribunal Supremo Federal (TSF) revirtió la condena al considerar que el ex juez Sergio Moro no fue imparcial en el enjuiciamiento por corrupción de Lula en el marco de la operación Lava Jato, que estalló en las entrañas de Brasil y arrastró a la dirigencia política y empresarial local, expandida al resto de la región. El TSF concluyó que el juez Moro había violado los derechos del ex mandatario en varias ocasiones, inclusive cuando grabó secretamente las conversaciones entre Lula y sus abogados, y las filtró a la prensa. Asimismo, la plataforma virtual The Intecept publicó conversaciones privadas entre el juez Moro y los fiscales que acusaban a Lula, en las que señalaba que no tenían suficientes pruebas y que había que contactar a algunos medios de prensa para compensarlas. En abril de este año el Comité de Derechos Humanos de la ONU aseveró que la investigación y el enjuiciamiento del expresidente brasileño violaron su derecho a ser juzgado por un tribunal imparcial, su derecho a la privacidad y sus derechos políticos.
El ajustado triunfo de Lula en segunda vuelta le da continuidad a la racha de gobiernos con vocación de izquierda que han sido elegidos en el último año y medio en la región, muestra que todos los candidatos a los que apoya Mario Vargas Llosa terminan siendo derrotados, pero también expone la fuerte presencia de la extrema derecha en ese país, organizada y apoyada por las corrientes políticas en el extranjero como las lideradas por Donald Trump, los movimientos de ultraderecha en Italia, Francia, el Reino Unido, Hungría y Vox de España. Estos movimientos, en los que los ciudadanos intentan encontrar respuestas a sus frustrados anhelos, tienen una presencia creciente en Argentina, Chile y también en el Perú.
En el plano interno, el margen de acción será reducido. La holgada victoria de Lula en la primera vuelta no fue acompañada por los resultados de las elecciones de Gobernadores, Cámara de Diputados, y la renovación de un tercio del Senado. En efecto, en las elecciones para Gobernador, solo tres de los 27 estados que tiene Brasil, resultaron favorables para Lula. En la conformación del Congreso que quedó conformada en la primera vuelta electoral, la extrema derecha tuvo la mayor bancada con 96 de los 513 escaños en la Cámara de Diputados. Para el PT de Lula será sumamente complejo construir una mayoría, pues casi todo el resto de partidos se ubican en el margen que va del centro a la extrema derecha. En el Senado, el partido de Bolsonaro también tendrá la mayor bancada, con 14 de los 81 escaños.
En cualquier caso, en la actual correlación de signos políticos de los gobiernos de América Latina, el triunfo de Lula permitirá impulsar una política de coordinación de la región, en particular en el marco de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (CELAC), que le permita a esta parte del continente una mayor presencia en la arena internacional. Asimismo, terminará de sepultar el Grupo de Lima y tendrá un fuerte impacto en las elecciones presidenciales de la Argentina en 2023, donde el ultraderechista Javier Milei, del Partido Libertario, admirador de Trump y de Bolsonaro, viene ganando terreno. Brasil es, además, miembro del BRICS, del Grupo de los 20 y del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Su liderazgo trascenderá el plano regional, y contribuirá a impulsar un orden internacional multilateral más inclusivo.