Lima, aniversario y resistencia
Indira Huilca
“Hoy, a las nuevas generaciones de limeños y limeñas se nos ofrece un espejismo de éxito ‘emprendedor’, que esconde la desigualdad...”.
En las últimas elecciones, revivió una imagen de Lima a la que ya nos hemos acostumbrado: la ciudad que vive de espaldas al Perú (o peor, a expensas de este) y que por su peso demográfico y económico siempre busca imponerse sobre las otras regiones. Esta forma de ver a Lima no es nueva y se asienta en el comportamiento de su clase política, sus medios de comunicación y sus élites, actualizándose en cada elección.
Este perfil se alimenta de la existencia de sectores de altos ingresos que llevan una vida rentista y de clases medias y populares abrazadas al clientelismo y reacias al cambio. Así, Lima queda representada en términos políticos como “enemiga” de los intereses del país. Las élites limeñas poco hacen para revertir esta imagen y no desperdician ocasión para hacer gala de centralismo y aires de superioridad, reduciendo cualquier crítica al “resentimiento”, la “ignorancia” o el “atraso” que atribuyen al “interior”, en particular a quienes viven en nuestra sierra y amazonia.
Si bien esta oposición Lima-regiones tiene raíces en el período colonial y en buena parte de la historia republicana, lo cierto es que, tras las migraciones de la segunda mitad del S. XX, Lima ya no pudo estar más “de espaldas” al Perú. La capital se convirtió en el punto de llegada de un viaje que involucró a más de una generación y que al cabo de unas décadas hizo limeños y limeñas a un tercio de la población nacional. Aunque son quienes cambiaron la piel de Lima y le dieron su identidad moderna, las familias que tienen su origen en las oleadas migrantes de los años 50, 60 y 70 y en los desplazamientos forzados por la violencia de los 80 siempre han sido objeto del desprecio, y de la indiferencia oficial. Como apunta el sociólogo Guillermo Nugent en una reciente entrevista en este diario, las mayorías son tratadas como “sobrantes”: se cree que sin ellas todo “funcionaría bien”. Bajo el discurso del combate a la informalidad, sus medios de vida y de trabajo son incomprendidos y expulsados, antes que protegidos y transformados en bienestar.
Hoy, a las nuevas generaciones de limeños y limeñas se nos ofrece un espejismo de éxito “emprendedor”, que esconde la desigualdad, la inseguridad laboral, la falta de vivienda digna y la realidad de espacios públicos diferenciados para ciudadanos “de primera y de segunda categoría”. El “sálvese quien pueda” se ha impuesto sobre las prácticas de solidaridad que antes mostraron su eficacia para aliviar esfuerzo a quienes menos tienen; en otros sectores sociales este credo neoliberal también actúa, reduciendo la vivencia de la ciudad a endeudarse para consumir, a gastar en salud, educación y entretenimiento “exclusivos”, para alejarse de los servicios públicos “para pobres”.
Aunque este tipo de ciudadanía recortada y encarecida es el modelo que se impone, hay en Lima otra ciudadanía, que resiste y defiende los bienes públicos, las áreas naturales y la posibilidad de una mejor convivencia. Jóvenes que con su trabajo sacan adelante a sus familias y que, sindicalizados, enfrentan abusos; trabajadoras del hogar con dobles jornadas y madres de familia en los barrios organizando ollas comunes. En este nuevo aniversario, esa Lima que le planta cara a la injusticia social y a la precariedad urbana no merece ni las autoridades que tiene, ni las candidaturas que aparecen en la carrera a la alcaldía, más preocupadas en su “cuarta vuelta” o en la oportunidad de negociar con obras y cemento, en vez de gobernar y abrir paso a las urgentes reformas que demanda esa “otra” Lima, la de las mayorías, la que no es “enemiga” del país, sino su hermana provinciana.