La ética que nos queda por construir

Por: 

Rubén Martínez Dalmau

Catástrofe en Valencia-España

Un comportamiento ético hubiera implicado asumir el mea culpa de la mala gestión de la crisis, cosa que no hizo nadie, y menos aún los directos responsables de gestionarla.

No voy a entrar en detalles sobre algo que todo el mundo conoce bien, y el señor Mazón el primero: la gestión y coordinación de las emergencias corresponde al Consell de la Generalitat valenciana, a cuya cabeza se sitúa President. Es una competencia “exclusiva” en materia de protección civil y seguridad pública, como consta en el artículo 493.14 de l’Estatut d’Autonomía de la Comunitat valenciana, que está ampliamente desarrollada en la ley valenciana 13/2010, de 23 de noviembre, de protección civil y gestión de emergencias, aprobada y publicada en la época Camps. La Generalitat es la responsable de la reacción ante la emergencia; las fuerzas armadas son “complementarias” según consta n el artículo 44 de dicha ley, y solo pueden actuar de acuerdo con la legislación vigente; en este caso, el Protocolo 1097/2011 que rige la intervención de la Unidad Militar de Emergencias, cuyo artículo 4 establece con claridad que las autoridades autonómicas son las deben solicitar la actuación de los militares. Por lo tanto, no cabe ninguna duda de que el President de la Generalitat es el primer responsable de la buena o mala gestión de las emergencias, como en el resto de competencias del Consell.

Tampoco hace falta insistir en que, de haber existido la Unidad Valenciana de Emergencias, posiblemente la lamentable historia de las inundaciones del 29 de octubre de 2024 hubiera sido otra. Recordemos que el Gobierno del Botánic uvo que hacer frente a una terrible tragedia natural, la DANA DE 2019, que arrasó la Vega Baja con efectos catastróficos Afortunadamente, el número de fallecidos por las inundaciones fueron mínimos, porque las alarmas funcionaron y la información llego a tiempo. El Gobierno aprendió de los desastres, y puso en marcha este mecanismo operativo para la gestión de futuras emergencias climáticas. Se aprobó el decreto de la Unidad, se le dotó de nueve millones de euros presupuestados para ponerla en marcha, y antes de que pudiera levantar un pie fue eliminada por el sr. Mazón por considerarla una “ocurrencia” y un chiringuito. Eso es lo que pasa cuando se gobierna con negacionistas del cambio climático: que, al final, la realidad desborda la ficción de que el clima no está cambiando.

Es más, ni siquiera vale la pena ya entrar en detalles sobre qué hubiera pasado si el Gobierno de España hubiera declarado la emergencia estatal y se hubiera saltado la parálisis del Consell valenciano, o si los cauces fluviales hubieran estado limpios y sin escombros para facilitar el flujo del agua. Ya casi nos da igual dónde podía estar el sr. Mazón el de los autos, cuando desapareció porque tenía cosas mejor que hacer que afrontar la peor amenaza a la que hemos tenido que hacer frente en nuestra historia; o cómo llegó una persona tan inapropiada para ese cargo como Salomé Pradas Ten, cuyo nombre y agenda han desaparecido de la web principal de la Conselleria, y de la de su principal mérito ha sido haberse dedicado toda la vida a la política haber calentado un sillón en el Senado durante cuatro legislaturas. Todo eso importará cada vez menos ante el abismo de la calamidad que hemos sufrido, y que quedará para siempre como una cicatriz imborrable en nuestro inconsciente colectivo. 

Lo que irá importando cada vez más es, junto con la ardua reconstrucción, cómo tratamos esta experiencia traumática en nuestro devenir como pueblo valenciano; cómo construimos un relato tolerable de lo que sucedió, y nuestra capacidad para explicar sus efectos. Es decir, lo que nos quedará por determinar es cómo justificamos éticamente los acontecimientos que vendrán en los próximos meses y años. Esta ética que nos queda por construir es uno de los retos colectivos de mayor envergadura que tenemos por delante, y de ella depende cómo nos veremos nosotros mismos y cómo nos verán las próximas generaciones.

Porque si algo ha faltado en todo este entramado es el comportamiento ético de quienes dicen representar al pueblo valenciano, ya no solo durante los terribles minutos y horas de la calamidad, sino en los días posteriores. Un comportamiento ético hubiera implicado asumir el mea culpa de la mala gestión de la crisis, cosa que no hizo nadie, y de menos aún los directos responsables de gestionarla. Nuestro relato colectivo hubiera empezado a transcurrir por buen camino si desde el Gobierno se hubiera reconocido inmediatamente que, de haber actuado mejor quienes debían actuar en ese momento, se podrían haber salvado muchas vidas, y hubieran anunciado que responsablemente dejarían sus cargos una vez encauzada la emergencia. 

Si decenas de miles de personas han salido a la calle pidiendo dimisiones y responsabilidades, no es justo despacharlas con un condescendiente “es comprensible que estén afectados”. Lo que se esperaba era un comportamiento ético contundente, una decisión a la altura de los acontecimientos: asumir humildemente las responsabilidades y dejar vía libre a quienes puedan llevar adelante, de manera competente sin tachaduras, la administración de lo que queda y la dura reconstrucción que tenemos por delante.

No creo que reclamar esta conducta ética sea pedir demasiado. Se lo deben al pueblo valenciano. De hecho, la mayoría de los medios de comunicación valencianos se han comportado con mucha más ética que los “representantes del pueblo”. Cuando se ha tratado de dar información al momento, de estar presentes en los acontecimientos, de poner de relieve el papel de los voluntarios o de subrayar las historias personales que han sobrevolado la catástrofe, lo han hecho con generosidad y sin sectarismos. La mayoría de nuestros medios de comunicación no discutió un ápice el éxito de las protestas y las manifestaciones, ni han defendido lo indefendible. Han apoyado, en este sentido, la construcción que necesitamos de la ética del día después al desastre.

La ética de la catástrofe que nos queda por construir se va a nutrir de los miles de voluntarios barriendo el barro codo a codo en los pueblos afectados; de las ingentes muestras de solidaridad llegadas de todos los rincones del planeta; de la actitud resiliente e los habitantes que, habiéndolo perdido todo, no se han dejado de amedrentar por la amenaza de la ruina, y mantienen la cabeza alta para atisbar con dignidad el futuro. Son grandes muestras del comportamiento del pueblo, coherentemente con lo que se espera de él. Pero esa ética quedará incompleta si los “representantes” del pueblo no están a la altura de lo que se les pide ahora mismo: que den un paso al costado. Todos ellos, de hecho, ya están políticamente acabados. Entre ellos, la consellera cesada que indolentemente pegó el puro a las familias de los fallecidos, y cuyo nombre será borrado por infamia de cualquier resquicio de la memoria valenciana; la máxima responsable en el Consell de la gestión de la crisis, también cesada, cuya incompetencia caló en la gravedad de la situación: y por supuesto el sr. President, que aún se pregunta por qué no le contestaban al teléfono cuando buscaba desesperadamente nuevos integrantes ara un Consell que es ya un muerto viviente, y cuya remodelación ha sido como una enciclopedia en fascículos. En sus manos está ser conscientes de la situación y colaborar con el pueblo valenciano para erigir una salida ética y coherente a la catástrofe. En sus manos también esta que sobreviva un mínimo de dignidad en sus nombres cuando aparezcan en las páginas de la historia valenciana que se escribirán desde ahora.