Salud mental en el Perú, avances y retos para el futuro

Por: 

Víctor Zamora*

La salud mental ha tenido (y todavía tiene) un largo recorrido para ser reconocida como una prioridad en las políticas públicas de salud. El estigma, las limitaciones del conocimiento para abordar el tema, así como los insuficientes recursos existentes para su manejo clínico o tratamiento, hicieron que el patrón principal para “manejar” socialmente este problema estuviese marcado por la negación, el ocultamiento y la exclusión, la coerción y la disciplina, así como el sometimiento político. Las expresiones clásicas de esta forma de aproximarse a la salud mental fueron los manicomios y la aparición de la siquiatría como especialidad médica. 

Ya en el siglo XXI y luego de más de doscientos años, el enfoque ahora está orientado por los principios de los derechos humanos, en donde prevalece la humanización del trato, la emancipación, la inclusión y la democracia basada en una noción moderna de ciudadanía. Esto, organizacionalmente, se expresa en el paso de la preeminencia de la hospitalización de los pacientes siquiátricos a la atención comunitaria, también conocida como “desinstitucionalización”, proceso que se inicia desde los años 60 y 70 y que cobra cada vez mayor fuerza en la actualidad. 

Por otro lado, el desarrollo conceptual, así como instrumental (protocolos y guías estandarizadas) han permitido mejorar la precisión diagnóstica lo que es beneficioso para los pacientes, así como las estadísticas, beneficiosa para la definición de las prioridades y el desarrollo de las políticas públicas. 

Esto ha sido particularmente relevante en los últimos años, donde la medición de la carga de enfermedad, vale decir el impacto de un problema de salud ya sea en la mortalidad y/o la morbilidad, así como la capacidad institucional para responder a la misma y los costos asociados, han sido los tres criterios claves para avanzar o retroceder en el listado de prioridades de inversión en salud. Sin contar con el siempre elusivo criterio de “importancia social”. 

Así, enfermedades de alto impacto en la calidad de vida, con tecnologías efectivas para su control y, más aún, de bajo costo para su implementación, han sido (y continuarán siendo) prioridades claras en salud pública. Un ejemplo clásico han sido las enfermedades que se pueden controlar con vacunas; ahora, lo es, cada vez más, la salud mental. 

Una mayor precisión diagnóstica, así como un mejor sistema de registros nos permite afirmar que “los trastornos mentales, neurológicos y por el consumo de sustancias representan el 10% de la carga mundial de morbimortalidad y el 30% de las enfermedades no mortales”1

No menos importante es resaltar que las enfermedades mentales constituyen 5 de las 10 principales causas de discapacidad. Según una medición realizada por Gobierna Consultores2, solo la depresión, la más común (junto con la ansiedad) de las enfermedades mentales, genera más discapacidad que la diabetes y el asma. 

El mismo estudio calcula que la pérdida de años de vida saludables por depresión es de 12,8 años en promedio entre la población económicamente activa de entre los 15 y 44 años, en especial a los hombres en una proporción de 2 a 1 en relación con las mujeres. El impacto negativo es aún mayor si se considera el deterioro en la calidad de vida de los peruanos.
Aunque menores en su impacto poblacional, no hay que dejar de lado los trastornos mentales y neurológicos en los adultos mayores, entre los cuales destacan la enfermedad de Alzheimer y otras demencias, las que se suman a la alta prevalencia de enfermedades no transmisibles y degenerativas que tiene la población adulta mayor. 

Otro frente importante de la salud mental está relacionado con las condiciones y enfermedades asociadas al consumo de sustancias prohibidas y altamente adictivas. 

Finalmente, no solo la calidad de vida se deteriora con la enfermedad mental, sino también la esperanza de vida, toda vez que las personas con enfermedad mental grave mueren entre 10 a 20 años antes que el promedio de la población general. 

Como todos y todas ya sabemos, la COVID19 ha creado una crisis sanitaria global, la cual ha tenido un impacto enorme en la salud mental, tanto como consecuencia directa de la propia enfermedad (algunos aspectos del denominado “Covid largo”) como las asociadas a la dinámica pandémica, lo que se revela en un incremento notable, alrededor del 25%, de casos de ansiedad, depresión (y una de sus consecuencias, el suicidio). 

La situación se ha agravado notablemente por la disrupción en la provisión de servicios de salud, en general, y de la salud mental, en particular. 

Pero no todo es COVID19. El incremento de la pobreza, la ampliación de las brechas de inequidad, la inestabilidad e incertidumbres en los entornos políticos marcados por una profunda polarización, los conflictos sociales, el incremento de la violencia y la sensación de inseguridad, las guerras, la migración de millones de personas hacia territorios desconocidos y con incierto futuro, así como el deterioro masivo del medio ambiente, también contribuyen al agravamiento de nuestra salud mental.

Por otro lado, hay elementos de las relaciones interpersonales y comunitarias que juegan, un rol importante como barreras para mejorar la salud mental, nos referimos al estigma, la discriminación y la violación permanente de los derechos humanos de las personas que viven con alguna condición asociada a la salud y contra los cuales hay que redoblar esfuerzos para eliminarlas. 

Como se puede ver, la salud mental constituye un enorme reto para los sistemas de salud y se esperaría que estos respondieran asignando recursos financieros proporcionales a la carga de enfermedad, lo cual permitiría equipararlos a aquellos destinados a otras condiciones. 

En las Américas, la situación es similar, el gasto promedio es del 2,0% y la mayoría de estos recursos (60%) se destinan a los hospitales siquiátricos tradicionales y el resto a las actividades comunitarias. 

Como se puede ver, los recursos destinados para enfrentar los retos son limitados. En el caso del Perú, por toda fuente, se invierte solo 2.3% del presupuesto sectorial, lo cual, aunque representa un incremento de 1 punto porcentual con respecto al 2012 (1,7%), se encuentra lejos de los recursos necesarios. Por ejemplo, en el caso del Perú la carga de enfermedad mental es del 20% y los recursos destinados a salud mental son desproporcionalmente bajos. 

Además, estas cifras hay que verlas en contexto, hay que recordar que la inversión pública en salud en el Perú es una de las menores del continente americano, solo 3.2 % del Producto Bruto Interno, la mitad de lo recomendado por la Organización Mundial de la Salud, por lo, en realidad, la inversión en salud en Perú es muy precaria. 

Dentro de la precariedad, el Perú destaca mundialmente por su capacidad para haber ampliado de manera sostenida el acceso a servicios de salud mental, producto de una estrategia basada en una apuesta por desarrollar el “nuevo modelo para el cuidado de la salud mental”, el cual tiene sus orígenes en el año 2012 con la aprobación de la Ley 29889 (la cual modifica la Ley General de Salud) que garantiza los derechos de las personas con problemas de salud mental. Posteriormente se aprobaría su reglamento el 2015, el cual permitiría la creación del Programa Presupuestal especial para salud mental N° 0131. Posteriormente se aprobarían la ley 340947 o Ley de salud mental y su reglamento, el cual fue aprobado el 2020 mediante DS 007-2020-SA. 

Este marco normativo, ha permitido el desarrollo progresivo de nuevas formas de prestación de servicios, entre los cuales destacan, los 208 centros de salud mental comunitaria (CSMC), los 56 hogares protegidos y las 30 unidades de hospitalización en salud mental en hospitales generales, al año 2022. A estos se suman los 1,430 establecimientos de salud regulares que ahora han ampliado su cartera de servicios, incluyendo profesionales de sicología. En estos momentos, el 60% de las regiones del país cuenta con un CSMC por cada 100,000 habitantes, lo que es un logro significativo, pero aún insuficiente para cubrir las necesidades del país en su totalidad. 

El recurso humano es clave para lograr brindar un servicio oportuno y de calidad. Aunque el promedio de siquiatras y sicólogos es similar o, inclusive mayor que el promedio de las américas, la mayor parte de ellos aún se encuentran en las grandes ciudades, especialmente en Lima. 

No es de extrañar pues que, a pesar de los esfuerzos del programa de salud mental peruano y del incremento progresivo de la cobertura de servicios, solo 13 de cada 100 personas con depresión reciben atención en un centro de salud (de acuerdo con el estudio de Gobierna Consultores, ya citado).

Es necesario, también, actualizar las Guías de Práctica Clínica (GPC) del MINSA en el campo de salud mental. La última versión de la GPC de depresión, por ejemplo, data del 2008 y muestra inconsistencias que requieren revisión, por ejemplo, que contiene medicamentos no incluidos en el Petitorio Nacional de Medicamentos Esenciales (PNUME) y viceversa, así como requiere una revisión exhaustiva sobre la pertinencia de incluir o no nuevas moléculas que se han incorporado en el mercado en los últimos años y cuyo consumo en el mercado privado generan un muy alto gasto de bolsillo por parte de los pacientes. 

No hay que olvidar que los sistemas de salud, además de proteger la salud de la población tiene otras responsabilidades, una de las cuales es reducir el riesgo de empobrecer por estar enfermo, también conocida como protección financiera, el cual se expresa en el gasto directo de bolsillo.

Uno de los gastos directos más comunes es el que uno hace al tener que compra directamente los medicamentos en una farmacia. Nuevamente, en el caso de depresión, el gasto que puede llegar a realizar un paciente cuando le prescriben un medicamento no incluido en el PNUME, esto es, no cubierto por un seguro (público o privado), puede equivaler hasta 22 días de su remuneración mínima vital. 

En conclusión: las enfermedades mentales representan una carga importante de enfermedad en el Perú y todo indica que su deterioro se mantendrá o empeorará por el deterioro de los factores protectores. Que los esfuerzos realizados en el Perú son un ejemplo mundial de compromiso político y técnico para enfrentar el problema, pero que todavía los recursos asignados para este problema son limitados (como lo son para todo el sistema de salud peruano, caracterizado por su precariedad). Que dentro de la precariedad es posible ampliar el acceso a servicios de salud, pero que se requieren esfuerzos y ajustes adicionales, especialmente en el área de desarrollo de normas y protocolos, con especial énfasis en el listado de medicamentos, el cual tiene un alto impacto en las economías familiares, desde ya, bastante golpeadas.  

Este artículo se ha concentrado en la responsabilidad directa que tiene el sector salud en la protección y cuidado de la salud mental; pero, sería ingenuo el creer que nuestra salud mental se va a mejorar sustancialmente desde el sector salud. Muy por el contrario, es la acción conjunta de múltiples políticas públicas de diferentes sectores (educación, transporte, seguridad ciudadana, entre otros) orientadas a mejorar la calidad de vida y el bienestar las que tendrán el impacto esperado en nuestra población. 

----------------

* Gerente de Gobierna Consultores   https://linktr.ee/victorzamora 
1 OPS/OMS https://www.paho.org/es/noticias/8-10-2020-no-hay-salud-sin-salud-mental 
2 Solis R, Llamoza J y Zevallos, S. (2022) Estado situacional de la depresión en el Perú. Gobierna consultores.  https://gobierna.com.pe/