Quiero un hogar donde vivir en paz

Por: 

David Grossman

Esta semana, Israel celebra sus 70 años de existencia. Confío en que celebraremos muchos más años y habrá muchas más generaciones que tendrán aquí su hogar y una vida segura, pacífica y creativa al lado de un Estado palestino independiente

Estamos en una ceremonia que, por más ruido que haya suscitado, es un acto de recuerdo y comunión, y llena de un profundo silencio, el del vacío que deja la pérdida de los seres queridos.

Mi familia y yo perdimos en la guerra a Uri, un hombre joven, dulce, inteligente y divertido. Casi 12 años después, todavía me cuesta hablar de él en público

La muerte de un ser querido es también la muerte de toda una cultura privada, personal y única que nunca volverá a existir. Afrontar ese “nunca” sin vuelta atrás es increíblemente doloroso. Luchar constantemente contra la pérdida es agotador.
Es difícil separar el recuerdo del dolor. Duele recordar, pero es todavía más aterrador olvidar. Y qué fácil es rendirse al odio, la rabia y el deseo de venganza.

Sin embargo, cada vez que tengo esa tentación, siento que pierdo de nuevo a mi hijo. Por eso decidí emprender otra vía, que es la misma, creo, que decidieron tomar los que están hoy presentes aquí.

Dentro del dolor hay también aliento, creación, bondad. La pena no nos aísla, sino que nos une y nos fortalece. Hasta viejos enemigos —israelíes y palestinos— pueden conectar a través de la pena y a causa de ella.

Nadie puede indicar a otra persona cómo vivir su duelo. Ni en una familia particular ni en la gran “familia afligida”. Nos une el firme sentimiento de tener un destino común y un dolor que solo nosotros conocemos. Por eso pedimos que se nos respete. No es un camino fácil, es confuso y lleno de contradicciones. Pero es nuestra forma de dar sentido a la muerte de nuestros seres queridos y a nuestras vidas después de su muerte. No queremos desesperarnos ni desistir, para que, en el futuro, la guerra se difumine, quizá incluso termine, y entonces empezaremos a vivir de verdad, y no solo a subsistir entre guerra y guerra, entre desastre y desastre.

Quienes hemos perdido a los que más queríamos, tanto israelíes como palestinos, estamos condenados a vivir con una herida abierta. No podemos seguir alimentando ilusiones. Sabemos que la vida está hecha de grandes concesiones.

Creo que la pena nos vuelve más realistas. Por ejemplo, tenemos claros los límites del poder. Y desconfiamos más, y sentimos repugnancia cuando vemos una exhibición de vacuo orgullo, de nacionalismo arrogante, de soberbia. No solo desconfiamos: nos dan casi alergia.

Esta semana, Israel celebra sus 70 años de existencia. Confío en que celebraremos muchos más años y habrá muchas más generaciones que tendrán aquí su hogar y una vida segura, pacífica y creativa al lado de un Estado palestino independiente.

¿Qué es un hogar?
Un hogar es un sitio de límites claros y aceptados, estable y sólido, que mantiene relaciones tranquilas con sus vecinos.

Los israelíes, después de 70 años —por más palabrería patriótica que oigamos estos días—, no tenemos todavía un hogar así. Israel se creó para que el pueblo judío tuviera el hogar que nunca había tenido en el mundo. Hoy, Israel quizá sea una fortaleza, pero no es ese hogar.

La solución al complejo problema de las relaciones entre israelíes y palestinos puede resumirse en una breve fórmula: si los palestinos no tienen un hogar, los israelíes tampoco lo tendrán. Y a la inversa: si Israel no es un hogar, tampoco lo será Palestina.

Tengo dos nietas, de seis y tres años. Ellas tienen claro que Israel es un Estado, que hay carreteras, escuelas, hospitales y un ordenador en el colegio, además de una lengua viva y rica. Pero para mi generación esas cosas no son tan evidentes, y por eso hablo desde la fragilidad de recordar vivamente el miedo existencial y la firme esperanza de estar, por fin, en casa.

Pero cuando Israel ocupa y oprime a otra nación, cuando crea una realidad de apartheid,el hogar lo es menos.

Cuando el ministro de Defensa decide impedir que los palestinos amantes de la paz asistan a este acto, Israel es menos hogar.

Cuando los francotiradores israelíes matan a docenas de manifestantes palestinos, Israel es menos hogar.

Cuando el Gobierno israelí intenta improvisar unos pactos sospechosos con Uganda y Ruanda, cuando está dispuesto a expulsar a miles de refugiados y a poner sus vidas en peligro, es menos hogar.

Cuando el primer ministro difama a las organizaciones de derechos humanos y busca formas de eludir las decisiones del Tribunal Supremo, cuando obstaculiza sin cesar la democracia y a los jueces, Israel es menos hogar.
Cuando el Estado abandona y discrimina a los marginados, cuando se cierra a la desgracia de los débiles y olvidados —supervivientes del Holocausto, pobres, familias monoparentales, ancianos, centros de acogida de niños, hospitales en dificultades—, es menos hogar.

Cuando abandona y discrimina a 1,5 millones de palestinos que son ciudadanos de Israel, cuando desperdicia la enorme posibilidad de tener una vida en común, es menos hogar, para la minoría y para la mayoría. Y cuando Israel niega el carácter judío de millones de judíos reformistas y conservadores, también es menos hogar.

Cada vez que los artistas y los creadores tienen que demostrar lealtad y obediencia, no al Estado sino al partido gobernante, Israel es menos hogar.

Israel nos duele, porque no es el hogar que desearíamos. Sabemos lo maravilloso que es tener un Estado propio y estamos orgullosos de sus logros en la industria y en la agricultura, la cultura y el arte, la tecnología, la medicina y la economía. Pero nos duele su desnaturalización.

Los que están hoy aquí, y muchos más como ellos, son quienes más contribuyen a que Israel sea un hogar, en el pleno sentido del término.

En los próximos días me van a entregar el Premio Israel, y pienso dividir la mitad del dinero entre el Foro de la Familia y la organización Elifelet, que cuida de los hijos de los solicitantes de asilo. Creo que estos grupos hacen una labor sagrada, humanitaria, que debería estar haciendo el Gobierno.

Quiero un hogar en el que vivamos una vida segura y en paz, que no esté secuestrada por fanáticos de ningún tipo, por ninguna visión totalitaria, mesiánica y nacionalista. Un hogar cuyos habitantes no sirvan de mecha en nombre de un principio superior. Una vida que se mida por su grado de humanidad, un país no corrompido, unido, igualitario, sin agresividad ni codicia. Un Estado que se preocupe por cada una de las personas que viven en él, con compasión y tolerancia hacia las muchas formas de “ser israelí”.

Quiero un Estado que no actúe a base de impulsos, trampas, guiños ni manipulaciones. Quiero un Gobierno menos tramposo y más prudente. Podemos soñar, y hay mucho que admirar. Merece la pena luchar por Israel. Para nuestros amigos palestinos quiero una vida independiente, libre y pacífica, en una nación nueva y reformada. Y quiero que, dentro de 70 años, nuestros nietos y bisnietos, palestinos e israelíes, estén aquí y canten sus respectivos himnos nacionales.

Hay un verso que todos podrán cantar juntos, en hebreo y en árabe: “Ser una nación libre en nuestra tierra”. Es posible que entonces eso sea, por fin, realidad.

(*) David Grossman es escritor. Este discurso fue pronunciado en Tel Aviv para celebrar el Día del Recuerdo de los soldados caídos de Israel y de las víctimas del terrorismo.

Publicado en El Paìs

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