Ruptura democrática o transformismo: el gobierno de la transición*

Por: 

Manolo Monereo 

Uno de los conceptos más importantes de “la caja de herramientas” analíticas de Antonio Gramsci es el de “transformismo”. Esquematizando mucho, se podría decir que para el dirigente comunista italiano es el dispositivo por medio del cual las clases dominantes, sobre todo en tiempos de crisis política, cooptan a las élites (los intelectuales) de las capas subalternas, ampliando su base social y perpetuando su poder.

Para entender lo que se quiere decir, puede resultar útil poner el ejemplo de la crisis de la 1ª República Italiana. Como es sabido, la “tangentópolis” puso de manifiesto que la corrupción se había convertido en sistémica, comprometiendo a una parte sustancial de la clase política y atravesando todas las estructuras del Estado. La investigación de los jueces terminó por dinamitar el sistema de partidos, abriendo una gravísima crisis política y la transición a un nuevo régimen. El resultado de esa operación fue, al final, la llegada al poder de Silvio Berlusconi y la liquidación, nada más y nada menos, de la izquierda política, social y cultural italiana.

Lo sustantivo, las lecciones que se deberían sacar de dicha experiencia (Italia siempre ha sido un laboratorio para la izquierda europea) es que las crisis políticas están ahí y no se pueden eludir y que las clases populares no son los únicas protagonistas del conflicto: los poderes dominantes siempre tienen la capacidad para usar las crisis en su propio beneficio, ampliando su control e influencia sobre la sociedad. El “transformismo” es, a mi juicio, el concepto que expresa mejor la sustancia de esa operación “a la italiana”.

En España vivimos hoy una grave crisis política (una crisis “orgánica “del capitalismo español) que puede culminar en un cambio de régimen, de hecho, a mi juicio, esto ya ha comenzado. Las similitudes con Italia son muchas. El centro, una corrupción sistémica, engarzada a un determinado modelo o patrón de crecimiento y conectada molecularmente con los poderes económicos. Como en el país transalpino, aquí el centro de atención mediático se dirige a los partidos políticos y a las múltiples formas de parasitismo, enriquecimiento personal y comportamiento mafioso ligado al ejercicio de la cosa pública. Los políticos, en masculino, son culpables y punto.

En Italia, y como hoy en España, hay un actor decisivo que desaparece: los poderes económicos. Este es el verdadero problema y el centro de la disputa hegemónica en el país. La cuestión de fondo en una democracia capitalista es complejo: ¿cómo mandan los que no se presentan a las elecciones?, es decir, ¿cómo controlan e influyen en las decisiones de la clase política los que tienen el poder económico?: la corrupción, directa o indirecta, ha sido y es el mejor instrumento, sabiendo, nunca se debe de olvidar, que ellos tienen un poder estructural en nuestras sociedades.

Para decirlo con mayor precisión: el problema, aquí y ahora, es la “captura”  del poder político por los grupos de poder económicos, mediáticos y financieros. La creciente homogeneidad, en los hechos y en la teoría, entre el PSOE y PP, la separación cada vez más profunda entre las demandas de las mayorías sociales y las políticas de los gobiernos, la sumisión absoluta ante las decisiones de la troika (auténticos chantajes a las poblaciones) son algunos de los datos más relevantes del control que los poderosos ejercen sobre una clase política cobarde y dependiente que gobierna contra las personas.

Cuando se habla de la derrota de la política nos estamos refiriendo a esto: la soberanía popular tiene cada vez menos poder frente a los grupos económicos y la tupida red de tecnócratas que los representan.

La transición ya ha comenzado y se está haciendo a espaldas de la ciudadanía. Por ahora, la clase política bipartidista mal que bien controla la situación, pero las maniobras son muchas y aparecen por todos lados. Se puede decir que los poderes fácticos empiezan ya a definir opciones posibles, manteniendo la actual situación y apostando por futuros alternativos, inclusive intentando, y algo más, cooptar a dirigentes y cuadros de los movimientos alternativos, dando voz y medios a posiciones aparentemente rupturistas pero que acaban por consolidar un modelo de Estado y unas relaciones de poder funcionales a los grupos económico-financieros dominantes.

Ante una situación así definida caben, al menos, dos opciones: defender lo existente o disputarle la hegemonía a los poderes dominantes. Insisto, la transición ya ha comenzado y lo decisivo es que las clases subalternas, los “comunes y corrientes” participen y le disputen el gobierno de la misma a los poderes fácticos.

Se trata de definir un proyecto de país, de hacer política a lo grande, que organice un nuevo modelo de desarrollo al servicio de las necesidades básicas de las personas, que profundice y amplíe los derechos sociales y sindicales y, lo fundamental, que construya una democracia económica y ecológica. La pieza maestra: el poder de la ciudadanía. Lo que esto significa está claro: proceso constituyente y desarrollo de la soberanía popular para construir una nueva clase dirigente nacional-popular. A esto es lo que llamamos Revolución Democrática.   

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