Últimamente los medios de comunicación han denunciado múltiples episodios de lobby privado en diversas esferas de la administración pública. Se ha llegado al escándalo mayúsculo, en el caso de los “cornejoleaks” y la llamada “ley Coca-cola”, de revelarse cómo estudios y consultoras privadas redactan proyectos de ley que luego el Poder Ejecutivo presenta al Congreso.

¿Es que la gestión de intereses es mala de por sí? ¿Es esta gestión la que molesta a la gente? No precisamente, la gestión está normada por ley y no es de por sí mala. El tema es la transparencia, o sea que el público sepa quién está detrás de cada decisión pública. Para ello esta ley señala un registro en el que debería estar los gestores profesionales de intereses. El problema es que nadie le hace caso a la ley, en el registro hay apenas 15 inscritos y la mayoría están inactivos. Los lobistas, en su abrumadora mayoría actúan al margen, en las sombras y por delante de los ciudadanos comunes y corrientes.

La molestia viene entonces del acceso privilegiado y oscuro que tienen algunos a determinados funcionarios públicos claves, a los que se atreven a tratar con una familiaridad sorprendente, como si fueran sus familiares o sus amigos de toda la vida.

¿Qué revela este trato?  No sólo que el lobby, como gestión impropia de intereses, existe y es una práctica muy difundida, sino que tenemos un Estado capturado, en el que lobistas y funcionarios responden a la misma cultura de amiguismo y favorecimiento de intereses particulares. Este privilegio es el que indigna, un sentimiento similar, guardando las proporciones, al que tenemos cuando hacemos  cola en alguna parte y aparece alguien que “se cuela” delante de nosotros en un acto de desfachatez que todos, sonoramente o en silencio, condenamos.

El lobista, como lo hemos visto en estas últimas revelaciones, es el zampón de la cola que no sabemos qué negocia y que impide con su actitud el desarrollo del Perú.