No llores por mí, Perú
Santiago Mariani
Una vez conocido el resultado electoral del 11 de abril un grupo de comunicadores, desde espacios televisivos que intentan fingir como periodísticos, se lanzó a una cruzada mediática que pone al dueto comunismo-capitalismo como el asunto central que se juega en la realidad política peruana. La simplificación analítica que desempolvan esos voceros con vetustas categorías propias de la guerra fría crispa aún más un debate público con electores alienados y desconectados de la representación política.
Ese intento de encuadrar al adversario bajo el término de “comunista”, o enemigo del capitalismo, enmascara bajo una falsa corrección política el calificativo de “terruco”. La maniobra persigue probablemente el objetivo, también vetusto, de impugnar de raíz a una de las alternativas que ha colado en la segunda vuelta de las elecciones más fragmentadas que haya conocido la precaria democracia peruana con unos 18 deslucidos aspirantes a la presidencia.
Los dos candidatos que pasaron a la segunda vuelta consiguieron apenas 19% y 13% respectivamente de los votos válidos emitidos. Es que una parte considerable de la ciudadanía ha vuelto a darle la espalda a las urnas para señalar que repudia a una clase política aupada en sus intereses y enfocada en sus diminutas agendas. De allí que la suma del ausentismo, el voto en blanco y los votos nulos sigue ganando el primer lugar en el podio de las contiendas electorales.
En este contexto algunos medios bombardean para picar a esa ciudadanía desafecta logrando encontrar algo de eco en perfiles de usuarios de redes sociales que con espíritu tribal lanzan impunemente epítetos racistas y desprecios clasistas. Unos y otros se conjugan y retroalimentan para atizar el juego de los extremos y las impugnaciones entre tantos electores desencantados.
El ruido ensordecedor de esa simplicidad binaria y tóxica, condimentado con inflamadas arengas, busca probablemente hacer pasar piola otros cinco años con crecimiento económico sin correlato social, sin un sistema de salud que nos proteja a todos y sin un sistema educativo que nos integre socialmente. El mensaje supletorio presenta el peligro de un enemigo de provincias ante el cual solo cabe cerrar filas. Los hombres de sombrero y las mujeres de pollera representan la amenaza que unidos deberíamos frenar para que la inversión extranjera siga lloviendo en un país que ya se encontró en las puertas de la OCDE.
En ese circunloquio buscan enredarnos también para tapar el sabor metálico que dejó una mayoría congresal que pateó el tablero en 2016, poniendo a nuestra frágil institucionalidad en una UCI. Los perdedores de aquella elección que rifaron con sus mores antirrepublicanos la convivencia democrática se postulan ahora, sin autocrítica alguna, como la alternativa republicana que nos pondrá a buen recaudo del desaguisado institucional que ellos mismos han propiciado.
La táctica camaleónica pareciera no estar rindiendo sus frutos. Los datos preliminares señalarían que por tercera vez morderán el polvo. En esas encuestas iniciales que registran un apoyo reticente para llegar a la presidencia debe estar impregnado entre muchos de los encuestados el recuerdo todavía fresco de la política con cuchillo bajo el poncho que desplegaron desde el Congreso para vengar y conseguir por otras vías aquello que las urnas les había negado.
La apertura de la caja de pandora y el descalabro institucional que nos legaron ahondó la precariedad que nos corroe. El punto cúlmine de toda esa faena fue el abismo al que nos asomamos en esos días aciagos de noviembre de 2020 que, a su vez, fue el corolario de una gestión de lesa humanidad de la pandemia con una política económica de corte regresivo que solo aseguró recursos millonarios para un puñado de grandes empresas.
El cuantioso salvataje para unos pocos con recursos públicos se dirigió a quienes previamente se rasgaban las vestiduras contra las intervenciones del estado, vaciando de contenido a una narrativa que prometía el cielo para todos. Con un modelo que ya no entusiasma, con partidos políticos en forma de cáscaras vacías al servicio del mejor postor y una institucionalidad que sigue en la antesala del infierno, las posibilidades de construir una gobernabilidad democrática se presentan como algo casi imposible en los próximos tiempos.
En estas circunstancias casi agónicas, el continuismo encarnado por Keiko Fujimori encuentra dificultades para seguir vendiendo cebo de culebra neoliberal. La opción del cambio, por su parte, está en manos de un maestro rural que genera dudas y suspicacias por los apoyos que lo rodean, que incluyen sospechas de trasiegos jabonosos y condenas firmas por actos de corrupción. A ello se suman unos supuestos vínculos sindicales con expresiones políticas antisistema como el Movadef.
Todo esto que conjugan las dos opciones que compiten por la presidencia no es poco en un país de proyectos frustrados y tantas oportunidades perdidas y que encima se encuentra sufriendo nuevamente el colapso de un aparato estatal que como resultado de su abandono y desidia no logra asegurar ni el oxígeno para aquellos que desesperadamente lo necesitan en la pandemia.
Aunque restan semanas cruciales para la segunda vuelta y pareciera descartada la opción de la continuidad como la más atractiva, el cambio que encarna Castillo tendrá que terminar de convencer a un porcentaje de votantes que dudan si esa opción no será acaso un salto al vacío con mayor retroceso del que nos deja el neoliberalismo o el inicio de una senda de signo reformista con posibilidades de articular una salida.
La apuesta por el cambio, de llegar al poder, encontrará un panorama cuesta arriba. Las reglas de juego que nuestros jugadores se han acostumbrado a torcer con laxitud cuando dejan de ser favorables, ha creado un columpio que se mueve entre disoluciones del Congreso y vacancias presidenciales forzadas. Un sistema con instituciones enviadas al garete es como un perro que se muerde la cola porque solo gira sobre su propio eje autoinfligiendo un daño permanente.
La decisión inapelable de las urnas en la segunda vuelta, a pesar del denodado esfuerzo del establishment comunicacional del país, pareciera por ahora encontrar mayor entusiasmo en la opción de cambio de Perú Libre. De ser así el resultado, mientras intentan domar el potro de la difícil gobernabilidad e impulsar los cambios prometidos, los nuevos inquilinos de Palacio van a tener que enfrentarse y lidiar con los estertores de un sistema político con la institucionalidad hecha añicos. La posibilidad de que caiga la guillotina de la vacancia presidencial desde el Congreso será una permanente amenaza que, de ocurrir, traerá nuevos episodios de inestabilidad. Ese escenario con Castillo en la presidencia parecería ser el más probable con jugadores que se vienen acostumbrando a la perniciosa e irresponsable idea de que las reglas del juego solo existen para no ser cumplidas.