Moral, poder y economía: una reflexión crítica desde la actualidad

Por: 

Alejandro Narváez Liceras(*)

En un mundo globalizado donde las decisiones económicas determinan en gran medida la distribución del poder y el bienestar, surge una pregunta ineludible: ¿Qué lugar ocupa la moral en los sistemas económicos actuales? Desde Adam Smith hasta el Papa Francisco, la relación entre moral, poder y economía ha sido objeto de debates profundos que hoy adquieren renovada vigencia ante los crecientes niveles de desigualdad, la concentración de riqueza, la corrupción, la pérdida de confianza en las instituciones, la polarización política y la erosión del contrato social. Este breve artículo explora críticamente cómo el poder económico ha moldeado la moral pública contemporánea, y cómo la economía, lejos de ser un campo neutral, reproduce estructuras que privilegian ciertos intereses, a menudo al margen de los principios éticos universales.

La moral a través del tiempo

La economía clásica no nació desprovista de una dimensión moral. Adam Smith, uno de sus fundadores, escribió La teoría de los sentimientos morales (1759) antes de su célebre Riqueza de las naciones (1776), sosteniendo que el ser humano actúa no solo por interés personal sino también por simpatía y sentido de justicia. Para Smith, el mercado no era una fuerza ciega, sino un espacio donde la acción individual debía estar contenida por un marco moral que asegurara el bienestar colectivo. 

Sin embargo, en la práctica, el desarrollo de los sistemas capitalistas posteriores priorizó la eficiencia, la acumulación de capital, la máxima utilidad y el crecimiento económico, dejando a un lado los fundamentos morales que el propio Smith defendía. La expansión del liberalismo económico en el siglo XIX y su radicalización en el neoliberalismo del siglo XX terminaron por relegar el debate ético al plano de lo accesorio.

En la actualidad, la economía ha dejado de ser una mera herramienta de análisis para convertirse en un instrumento de poder político y social. Las decisiones de los grandes actores financieros globales (bancos centrales, corporaciones multinacionales, fondos de inversión) influyen directamente en la vida cotidiana de millones de personas, muchas veces sin control democrático ni rendición de cuentas. John M. Keynes (1936), en pleno auge del capitalismo industrial, ya advertía que los mercados por sí solos no garantizan una distribución justa ni un orden social estable, razón por la cual defendía el papel regulador del Estado como contrapeso frente a los abusos del capital.

En las últimas décadas, se ha naturalizado una visión según la cual el mercado no solo asigna recursos, sino que también define qué es lo justo, lo eficiente y lo correcto. Bajo la influencia de pensadores como Friedrich Hayek (1944), el mercado ha sido concebido como una suerte de orden espontáneo que no debe ser interferido por juicios morales o planificación estatal.

Sin embargo, esta visión ignora que los mercados no existen en el vacío, sino en marcos institucionales, culturales y normativos que responden a valores sociales. Cuando se impone la lógica del mercado sobre todas las esferas de la vida (educación, salud, cultura, medio ambiente), lo que se produce no es libertad, sino mercantilización de la moral y colonización de lo público por intereses privados.

Una crítica desde la moral humanista

El Papa Francisco fue una de las voces contemporáneas más críticas de esta desconexión entre economía y moral. En su encíclica Fratelli Tutti (2020), denunciaba que “el mercado, por sí mismo, no resuelve todo, aunque a veces se nos quiera hacer creer este dogma de fe neoliberal”. Advertía sobre el peligro de una “globalización de la indiferencia y el individualismo” que normalizara la pobreza estructural y la exclusión de millones de seres humanos.  

Por tanto, la economía debería estar al servicio del ser humano y no a la inversa. El poder económico, si no está regulado por principios de justicia, solidaridad y dignidad, degenera en formas de dominación y explotación. Este llamado tiene una resonancia particular en un mundo donde la pobreza convive con niveles inéditos de riqueza. El desafío moral no está en la escasez, sino en la distribución y el acceso. 

La mercantilización de todas las esferas de la vida genera vacío existencial, desafección ciudadana y fragmentación social. Estos efectos no son meramente colaterales; son síntomas de un modelo económico que ha perdido su brújula ética y que, sin correcciones profundas, pone en riesgo la cohesión social y la viabilidad del planeta.

Un nuevo contrato moral para la economía

El desafío contemporáneo no consiste en abolir los mercados, sino en reinsertar la moral en el corazón de las decisiones económicas. Esto implica reconocer que el crecimiento económico no puede ser un fin en sí mismo, que la rentabilidad debe estar subordinada al bienestar común y que la eficiencia sin equidad es éticamente reprochable.
La economía necesita redescubrir su dimensión normativa. Las empresas deben ser responsables de su impacto social y ambiental, los gobiernos deben regular con justicia y los ciudadanos deben recuperar su rol político frente a un poder económico cada vez más opaco y transnacional.

Apunte final

La economía no es una ciencia neutral ni un campo autónomo ajeno a la moral: es una construcción humana atravesada por valores, intereses y relaciones de poder. En tiempos de crisis ambiental, desigualdad y desconfianza social, resulta imperativo reconstituir un vínculo entre moral, poder y economía que sea capaz de corregir los desequilibrios estructurales del presente. Recuperar la dimensión ética del pensamiento económico no es una nostalgia ilustrada, sino una condición de supervivencia colectiva.
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(*) Es Doctor en Ciencias Económicas y Profesor Principal en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (Lima-Perú)