La vacuna del privilegio

Por: 

Nicolás Lynch

En la crisis global del neoliberalismo parece que estuviéramos entrando a una de esas ficciones distópicas que llenan el cine y la televisión en estos días. La distopía, por opuesto a la utopía, nos dice de una realidad no deseada y más bien indeseable, a la que se llega por crisis extremas que no se han sabido o podido manejar. Estas distopías suelen plantearse como relatos posteriores a la derrota de proyectos utópicos que se supone eran la alternativa para salir de situaciones de crisis.

A nivel mundial desde Naciones Unidas hasta algunos gobiernos progresistas como el mexicano, han protestado contra la distribución desigual de la vacuna. Diez países nos dicen, con el 75% del PBI del mundo, tienen el 60% de las vacunas. Mientras que a los pobres nos toca por goteo. Funcionarios importantes de la ONU, como los presidentes de la OMS, la OMC y el Secretario General de la organización, señalan la falta de elemental lógica en esta actitud ya que, ante una pandemia por definición global, solo caben soluciones globales. Quizás aquí esté el germen de la contradicción y continuidad entre utopía y distopía, sino sacamos las lecciones yendo a la raíz de los problemas.

En el Perú, la crisis de régimen de 2016 en adelante nos ha traído todo lo impensable diez años atrás. Cuatro presidentes en cinco años, disolución del Congreso y elección de otro para que complete el período. Una pandemia con más de cien mil muertos y la agudización de la crisis económica que venía de atrás, pasando de la informalidad al hambre. Todo esto nos ha mostrado lo que somos: un país pobre, despreciado, sin posibilidades de desarrollo, más allá del bienestar de su élite, etc. Sin embargo, el hilo conductor de este deterioro es persistente: la corrupción, saltarse cualquier norma que pudiera considerarse de convivencia en provecho propio y en contra del interés general. 

Sin embargo, lo que ha sucedido en los últimos días ha pasado todo límite imaginable: aprovechar de alguna posición de poder para vacunarse antes que los demás. Se ha herido la esperanza —aunque fuera la esperanza de la vacuna— que como dicen es lo último que se pierde.

Ya sabíamos, porque nos lo han repetido hasta la saciedad que esta pandemia había dejado al descubierto las cosas que se conocen pero que se prefiere ocultar: que en este país no hay trabajo formal, que los sistemas de salud, educación y pensiones son pésimos, que el MEF si tiene plata, pero no para gastar en los peruanos. Todo ello está sobre la mesa y nadie lo puede negar, aunque sea de derecha. 

Pero traicionar de esta manera la esperanza de los ciudadanos en un momento de necesidad extrema nos lleva a una bancarrota ética terrible. Una traición que viene desde el poder. Perdón, más exactamente desde los privilegios que en el Perú da el tener poder. Diferentes actores nos han dicho en estos días que esto no es de ahora que “así funcionan las cosas en el Perú”. Nos lo dice Germán Málaga, a estas alturas exinvestigador estrella de Cayetano Heredia y exjefe del ensayo clínico en debate, que lo asevera a modo de comprobación cínica de los hechos. Pero, desde otro ángulo, lo señala también Verónika Mendoza que en video reciente nos recuerda que no porque hayan sido así las cosas debemos aceptarlas.

Bernardo Kliesberg refería años atrás, señalando la importancia del trabajo con derechos en una sociedad, que este permitía tener una cierta previsibilidad a las personas en el tiempo, fortaleciendo el tejido social. Si el trabajo con derechos era ya escaso ¿se imaginan ahora cuando ha casi desaparecido? Y peor todavía, con este atentado criminal contra la esperanza, las posibilidades del tejido social de crecer y reproducirse se vuelven casi nulas. El crimen contra la colectividad es entonces mayúsculo. Si antes se solía decir que los peruanos éramos desconfiados porque se nos mentía reiteradamente desde las alturas ¿Cómo será ahora cuando nos han mentido traicionando la confianza puesta en conseguir una solución para salvar vidas?

Estamos en serios aprietos, porque de traiciones semejantes están hechos los momentos previos a las realidades distópicas que parecen decirnos: si ya nadie cree en nada que venga la “mano dura” para que arregle las cosas. Estamos en aprietos entonces, no sólo por la pandemia que ya es un gravísimo problema, sino también porque hemos perdido asidero ético en el cual apoyarnos para erguirnos como colectivo social. 

Hoy más que nunca necesitamos liderazgo para salir del lodo en el que hemos caído. Un liderazgo que vaya más allá de las listas de lavandería que ya empiezan a ofrecer los candidatos en competencia electoral. Un liderazgo que nos permita avizorar que hay luz más allá de esta traición a la esperanza. Un liderazgo, aunque no sé si será mucho pedir, que nos devuelva, por lo menos un rayito de esperanza y no sólo en la vacuna sino en algún futuro que podamos considerar nuestro. 

 Frente a los relatos distópicos que sueñan con hacernos bajar la cabeza para someternos, hay que afirmar la utopía de un mundo en libertad también porque es transparente.