La dama que no dio marcha atrás*

Por: 

Francesca Denegri

Cuando en mayo de 1979 Margaret Hilda Thatcher se convirtió en la primera mujer en ser elegida Jefa de gobierno de los británicos, hacía ya treintaicinco años que la socialdemocracia había echado raíces en cada uno de los rincones del reino.

La experiencia de una guerra mundial en la que gracias a la sangre, el sudor y las lágrimas de hombres y mujeres, jóvenes y viejos, obreros y profesionales, se había logrado la victoria final, terminó transformando la tradicional política de laissez faire británica en favor de la creación de un Estado benefactor que asumía su responsabilidad frente al bienestar de la sociedad entera.

En adelante los gobiernos se comprometerían a garantizar igualdad de oportunidades en educación, salud y empleo a cada uno de esos ciudadanos y ciudadanas cuyo sacrificio había hecho posible la victoria en 1945, y la equidad se instaló como mantra nacional que permitió que en una sociedad tan marcadamente consciente de la diferencia de clases, los hijos de empresarios, mineros, políticos y obreras, compartieran el mismo salón de clases o el mismo consultorio del hospital local.

El principio del fin de ese sistema llegó en mayo del 79 cuando la Líder de la Muy Leal Oposición de Su Majestad, ahora Primera ministra, asumió las riendas del poder en un país paralizado por las huelgas y la crisis económica, y considerado por ello el “enfermo de Europa”. Durante los once años que duró su gobierno, se dedicó con convicción y energía inagotables a extirpar sistemáticamente los órganos vitales  de las instituciones sociales y políticas de la Inglaterra de la posguerra, combatiendo con furia a los sindicatos que ya entonces habían devenido en poderosos actores políticos. Y no paró hasta haberles partido el espinazo. Privatizó además todas las industrias, desde el gas, la electricidad y los ferrocarriles, hasta el acero, y el carbón. Redujo drásticamente los impuestos, cortó el gasto público e introdujo la flexibilidad laboral. Millones de puestos de trabajo desaparecieron. Y como si no fuera suficiente, arremetió contra instituciones sacrosantas en el imaginario popular, como eran los hospitales del servicio nacional de salud, y las escuelas y universidades públicas, a las que acusó de aletargamiento y de sobreprotección estatal. 

Este plan de reformas que ella misma supervisó con celo draconiano no se hizo sin generar fenomenales resistencias. La Universidad de Oxford, su alma mater, reaccionó negándole el Doctorado Honoris Causa  que otorgaba tradicionalmente a sus exalumnos primeros ministros. Las manifestaciones masivas de protesta, las huelgas de hambre, y los paros de mineros y transportistas se multiplicaron en condados del norte y del sur mientras que la prensa de oposición no cejó en vitriólicos editoriales enfocados en la contradicción aparente entre su inflexible posición frente a un plan de gobierno que arriesgaba la polarización de la nación y el hecho de ser mujer. La mitad de la población la detestaba. Tanto que el día mismo de su muerte salió a las calles sosteniendo carteles con las palabras “regocíjate, la dama está muerta y no da marcha atrás” en alusión a la famosa respuesta que ella diera a los miembros de su partido cuando le pidieron que moderase sus políticas radicales de derecha.

La victoria de las Malvinas, una guerra a la que se lanzó ella sola contra la voluntad de almirantes y líderes Tories, le devolvió el apoyo popular que había perdido tras las reformas con que golpeó lo que muchos consideraban como la esencia misma del alma británica. “Todo lo que de niña me habían enseñado a ver como aberrante, el individualismo materialista, por ejemplo, o la reverencia al dinero y la indiferencia por los lazos comunitarios, fue ensalzado como virtud durante su gobierno”, declaró la parlamentaria  Glenda Jackson en los Comunes. Fue en el clímax de su poder, envalentonada por la fascinación que sabía que ejercía sobre tirios y troyanos, que la dama de hierro había afirmado con su voz silabeante que “la sociedad no existe, sólo existen los hombres y las mujeres y sus familias”.

La arrogancia que delataban esas palabras en un país orgulloso de su rica tradición comunitaria, a lo que se sumó el desafiante poll tax de 1990, le costó finalmente el puesto y la perpetua antipatía que erupcionó en jubilosas fiestas callejeras la tarde de su muerte.  Es tan ruidosa y masiva la protesta  frente a los rumores que tendría funerales de Estado, que el gobierno de Cameron los podría cancelar.

Desplegó arrogancia también frente a las mujeres, entre quienes se consideraba como una excepción, por eso quizás nunca aceptó dar la batalla por sus derechos. “Odio el feminismo, es un veneno”, le confesó a su biógrafo. En medio de un universo político masculino que a ella no le interesó feminizar, fue el rostro de un proyecto profundamente patriarcal y divisionista. De los ríos de tinta que se han vertido acerca de su legado, el único consenso aparente es que dividió a su país como nadie lo había hecho antes, lo que sin embargo tampoco resultó suficiente para que diera marcha atrás.

*Artículo publicado en la Revista PuntoEdu
 

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