La cultura de la violación

Por: 

Angélica Motta

Hace poco la congresista Indira Huilca afirmó que el Perú es un “país de violadores” y varios se rasgaron las vestiduras. Entre otros argumentos, se dijo que era una generalización grosera y no faltó quien hiciera proyecciones cuantitativas para defender el honor de los hombres peruanos (¡#Niunomenos!), desestimando la llamada de atención sobre la gravedad de un problema cuyas principales víctimas son mujeres.

De hecho, la violencia sexual en el Perú es endémica. La violación que seis sujetos perpetraron contra Lucy (15) en Ayacucho, desgarrándola hasta matarla, forma parte de una problemática que no es excepcional. El Observatorio de la Criminalidad del Ministerio Público registra 70 denuncias por violación sexual al día (consideremos que la gran mayoría de violaciones no son denunciadas) y tres de cuatro son en perjuicio de menores de edad (2017). Sin embargo, no basta con hablar de cantidad, urge visibilizar y cambiar lo que está a la base: una sociedad con una cultura de la violación íntimamente asociada con la organización de las relaciones de género y la sexualidad. 

Como dice Virgine Despentes (2007) “Nos obstinamos en hacer como si la violación fuera algo extraordinario y periférico, fuera de la sexualidad, evitable. Como si concerniera tan sólo a unos pocos, agresores, y víctimas, como si constituyera una situación excepcional, que no dice nada del resto. Cuando por el contrario, está en el centro, en el corazón, en la base de nuestra sexualidad” (Teoría King Kong, p. 42).

Nuestra sexualidad está marcada por la violación no solamente si somos víctimas de una. Es un dispositivo que nos configura. Una de las primeras cosas que aprendemos sobre sexualidad es que podemos ser violadas: pedagogía sexual fundante. Es un riesgo que las mujeres tenemos que aprender a administrar, desde la ropa que llevamos, los horarios en que transitamos por el espacio público, nuestras formas de entretenimiento, hasta gestos y movimientos corporales en lo público y privado. Este riesgo constituye los límites de la “mujer decente”. Tanto nos lo advierten que si nos llega a pasar será nuestra culpa, obvio.

La contraparte de este discurso, es que el “instinto” sexual masculino es ingobernable, el falo tiene vida propia, por tanto resulta lógico que el violador no sea responsable. La responsable de no despertar a la bestia –de no “ponerse en escaparate”–  siempre será ella. Así, en un violador puede excusarse bajo argumentos como: “yo actuaba como varón solamente” (Leon & Stahr, 1995).

La violación no es (solo) resultado de perturbaciones psicológicas de algunos individuos, sino que se sustenta en concepciones socialmente legitimadas. Legitimadas una y otra vez en los interrogatorios policiales que culpabilizan a las mujeres víctimas. Legitimadas por un poder judicial que actúa de manera laxa promoviendo la impunidad. Legitimadas por el descrédito social que significa para la mujer víctima de violación haber pasado por esa horrible experiencia.    

No, no es exageración hablar de una cultura de la violación. Hasta fines de los noventa la ley nos decía que si un perpetrador quería casarse con su víctima quedaba absuelto. Hace tan poco como en 1997, en debates sobre esta infame ley, había quienes la defendían, como el entonces congresista Oscar Medelius, quien argumentaba que “el matrimonio repara la falta y restituye el honor de la mujer violada, de modo que desaparece el delito”. El único daño reconocido era al “honor” de la mujer, esa entelequia que la hace más viable en el mercado de parejas/matrimonial y que le permite contribuir a la respetabilidad de (los hombres de) su familia. Ella, el ser humano, no importa. Su existencia es solo funcional a otros. 

Si bien, esa ley ha cambiado, los sentidos comunes que la sustentaban no tanto. Esos no cambian tan rápido. Una mujer “fácil” no vale, está ahí para ser violada y hasta se llega a asumir que lo disfruta. Y toda mujer violada, acaba transformándose en el lugar común de la mujer “fácil” para calmar cualquier atisbo de consciencia de su violador.

Hace muy poco el ex congresista Juan Carlos Eguren puso en cuestión la fertilidad de mujeres víctimas de violaciones callejeras para bloquear la legalización del aborto en casos de violación. El sufrimiento y derecho de decisión de la mujer violada,  su estatuto de ser humano,  se minimizan tanto que la ley, no la deja siquiera abortar si queda embarazada.  

Además, la amenaza de una “violación correctiva”, o su ocurrencia actúan como dispositivos para desalentar o “curar” a mujeres lesbianas de su orientación sexual. Aquí, la cultura de la violación es funcional al sistema heteronormativo.

En un país tan jerárquico y desigual como el nuestro, la etnicidad y la clase imprimen lógicas particulares a la cultura de la violación. Mujeres de sectores económicamente desfavorecidos e indígenas son de más fácil acceso sexual no consentido, porque el definidor de la valía femenina: “la decencia”, se considera inherentemente menor en estos supuestos “seres inferiores”. Por ejemplo, los sistemáticos abusos sexuales perpetrados contra mujeres indígenas por militares durante el conflicto armado interno permanecen hasta hoy impunes.  

Las violencias se entretejen. En un contexto tan golpeado por la violencia política como Ayacucho, no es casual que ocurra un caso tan brutal como el de Lucy. Sabemos muy poco de las secuelas de la violencia política en la vida de las generaciones jóvenes. Es un tema tan importante como desatendido.

Educación para el cambio 
Para erradicar la cultura de la violación requerimos transformar profundamente tanto estructuras mentales y sentidos comunes, como relaciones de poder. Enorme tarea a la que viene contribuyendo de manera fundamental el movimiento feminista en el Perú desde la década de los setenta. Recientemente, el movimiento #Niunamenos ha despertado un impulso a gran escala contra la violencia de género que como ciudadanía hay que seguir fortaleciendo.    

Desde las políticas públicas son diversos los frentes llamados a cambiar las cosas, pero uno imprescindible por su gran potencial para desmontar la cultura de la violación es la Educación Sexual Integral (ESI).

Contamos con un marco normativo de ESI que afirma principios como equidad de género y derechos sexuales y reproductivos que costó mucho esfuerzo formalizar como política pública y que podría contribuir enormemente a desterrar la cultura de la violación, pero no se implementa como debiera, tiene una prioridad bajísima en la agenda educativa.

Si este gobierno va a tomar en serio las muertes y agresiones de adultas y adolescentes, y quiere replantear la pedagogía de la violencia vigente,  no puede sino implementar a nivel nacional y con toda fuerza la Educación Sexual Integral. 

(1) Antropóloga, magister en Género y doctora en Salud Colectiva. Investigadora de la Universidad Peruana Cayetano Heredia. 

 

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