Elecciones: ¿Ganar en la cancha?
Nicolás Lynch
A propósito de la exclusión de las candidaturas de Julio Guzmán y de César Acuña del proceso electoral se ha levantado la consigna de “ganar en la cancha”, que señala que hubiera sido mejor tenerlos adentro que afuera, supuestamente para legitimar una probable victoria progresista o el avance de algún frente antifujimorista y por esa vía salvar el conjunto del proceso electoral y eventualmente de la democracia.
Nada más descaminado. Para empezar habría que preguntarnos: ¿cuál cancha? Quizás la de esta democracia precaria como parte de un sistema político cerrado, que ha impedido el acceso –con sus absurdos requisitos de firmas y comités– de gran número de opciones políticas, entre ellas algunas de izquierda. No, se participa no para ganar en esta cancha muy venida a menos, sino para trascenderla y conseguir un orden político nuevo y verdaderamente democrático. Esta cancha, parecen olvidar algunos, tiene dueño, por eso sucede lo que sucede.
Los excluidos hoy, por lo demás, lo han sido por razones por las que han bregado las posiciones de izquierda durante décadas. Guzmán por violar los principios de la democracia interna más elemental y Acuña por comprar votos a cambio de prebendas. ¿Alguien sostiene que estos no son delitos electorales gravísimos? Quienes sostienen que Guzmán y Acuña deberían haberse quedado, deberían haber defendido primero el derecho de todos a acceder al sistema político y no refugiarse en inscripciones conseguidas en mejores tiempos y condiciones.
Hay también quien ha dicho que se vulnera el derecho fundamental a la participación política, consignado en la Constitución. Sin embargo, quienes han repetido esto olvidan que los derechos fundamentales no existen en el aire, sino reglamentados por las leyes respectivas, en este caso por la Ley de Partidos y la Ley de Elecciones. Si no fuera así, lo podríamos invocar en cualquier tiempo y lugar y para cualquier situación.
¿Esto santifica a los que se quedan? No, especialmente a Keiko Fujimori, prolífica en cometer delitos electorales en todo tiempo y lugar y parte de una dinastía política que hizo de las elecciones una burla. ¿Santifica al JNE? De ninguna manera. Es probable, como dicen algunos, que esté lleno de apristas que buscan enlodar el proceso. Pero, en términos institucionales, el que tiene la culpa inmediata es el Congreso de la República, que tuvo ¡a tiempo! un Código Electoral propuesto por el JNE y bastante mejor que el menjunje de leyes actual, pero que no aprobó porque prefirió el laberinto que ya conocían al orden por conocer.
Sin embargo, todas estas razones y personajes no hacen sino rozar el problema de fondo: la institucionalidad neoliberal que hace agua por todas partes. El descalabro no es gratuito y los improvisados tampoco. Sucede porque este sistema está agotado. Así como el modelo económico de extracción de materias primas para la exportación no da para más, su correlato político de democracia limitada tampoco. Frente a ello existe una salida práctica e inmediata: la reforma política que nos lleve a una Asamblea Constituyente para que esta nos dé finalmente el acuerdo que necesitamos los peruanos para sacar el país adelante.
Me dirán –incluso los convencidos de la idea– que es una idea maximalista y que no hay conciencia popular al respecto. Pues justamente el momento constitucional, que es la conciencia ciudadana sobre la necesidad de una nueva Constitución, se forja en momentos como este, en momentos de crisis cuando es claro que el sistema político necesita un cambio importante para ponerse a la altura de los tiempos. Lo tiene además como bandera central la candidata Verónica Mendoza. Sin embargo, es hora que desempolve la idea de su cajón programático y les señale a los peruanos que hay otra esperanza para construir un país más justo.
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