El cuidado de la estabilidad
Salvador del Solar
Es importante tener algunas cosas claras sobre las protestas del 15 de octubre. Para comenzar, hay que aclarar que no se trató de ningún “Merinazo”. Recordemos que la jornada de protesta fue convocada antes de que el Congreso decidiera que salía Boluarte y entraba Jerí como quien cambiaba de camisa. Y no olvidemos que todo esto viene tras una sucesión de paros y de protestas previas y como consecuencia de un hartazgo generalizado, principalmente por el descontrolado incremento de la inseguridad y por la aprobación de una nueva ley del sistema de pensiones. No hay aquí motivación ideológica ni ha sido esto cosa de un sector político o únicamente de una generación, aunque tantos jóvenes hayan asumido un significativo protagonismo. Se trata de un reclamo transversal de alcance nacional, con encendidas manifestaciones en diversas ciudades. Y la convocatoria en Lima ha sido multitudinaria y la mayor en mucho tiempo, lo que no es un dato menor: no hay paciencia sin límites ni apatía eterna.

Por otra parte, numerosos testimonios indican que la marcha en Lima fue mayoritariamente pacífica, aunque pasado un punto hubiera violencia por parte de algunos grupos de manifestantes que dejaron policías heridos, algo que siempre debe rechazarse. Pero abunda evidencia de una violencia policial desmedida y brutal, incluyendo perdigonazos al cuerpo, patadas en la cabeza de personas ya bajo control y el uso de una estrategia de emboscada con gases lacrimógenos que pudo haber ocasionado muertes por estampida y asfixia al estar las vías de escape bloqueadas. Una irresponsabilidad descomunal. Y, además de un joven en coma inducido por tener parte del cerebro destrozado, un policía de civil, de esos que el ministro del Interior dice que no estuvieron, acabó con la vida del joven músico Eduardo Mauricio Ruiz en un acto criminal que el actual comandante General de la Policía quizá no habría admitido de no verse acorralado por la irrefutable evidencia del video.
Aunque era de esperarse, no deja de sorprender que haya quienes pretendan descalificar a estas protestas como actos que solo buscan desestabilizar al país. Como si la cosa no fuera para tanto. Como si pedir seguridad para moverse por la ciudad fuera un gesto de oportunismo político. Como si reclamar alguna estrategia contra las extorsiones fuera un sabotaje. Como si evitar que se jueguen su futura jubilación fuera un capricho de jóvenes vagos. Como si exigir el respeto de los derechos humanos fuera un acto de traición a la patria.
¡Como si además estuviéramos atravesando un período de preciada estabilidad! Como si haber legislado sin pudor en favor de la minería ilegal y del crimen organizado —y en beneficio propio— hubiera sido una opción tan válida como no hacerlo. Como si los peruanos que murieron en las protestas contra el gobierno de Dina Boluarte hubieran perdido la vida al desbarrancarse en un bus. Como si el rechazo prácticamente unánime que este Congreso se ha ganado pudiera seguir llamándose desaprobación en lugar de repudio. Como si elegir como presidente del Congreso a un acusado de violación hubiera sido el resultado fortuito de un sorteo. Como si dejarlo nomás que asuma la presidencia de la república hubiera sido un ineludible gesto de respeto a la institucionalidad y no un insulto a las mujeres y a todos los peruanos.
Esta es la estabilidad que nos quieren forzar a preservar. La que ha ocasionado que en las más recientes encuestas un 70% de los consultados diga que no votaría por ninguna de las opciones en carrera (IEP, septiembre 2025). La única estabilidad que defienden es la de las agrupaciones que hoy controlan el Congreso —y el gobierno, y el Tribunal Constitucional y la Junta Nacional de Justicia y la Defensoría del Pueblo— y pretenden seguir haciéndolo el 2026 con independencia de quién ocupe la presidencia, porque casi les da igual. Es la estabilidad de quienes tendrían que representarnos, pero en realidad nos prefieren secuestrados.
