Consumo, enfermedad, represión y derechos humanos en la guerra contra las drogas*

Por: 

Leda M. Pérez

Aproximadamente 45 personas han muerto en los primeros cinco meses de este año a causa de incendios en diferentes “comunidades terapéuticas” de Lima.  Hay algo terriblemente mal con estas cifras, no solo por la trágica pérdida de vidas humanas, sino también porque estas catástrofes son síntomas de males sistémicos que se viven en el Perú. 

Hay dos problemas centrales: la falta de políticas públicas y estándares de cuidados concretos basados en los derechos de personas con discapacidades psicosociales y/o adicción a drogas; y, la política y actitud nacional que criminaliza el uso de drogas en un contexto en el que el Perú es un activo participante en la Guerra contra las Drogas que se desarrolla continentalmente y que ha tenido también a Estados Unidos, México y Colombia como protagonistas centrales. 

Respecto a lo primero, no hay un adecuado entendimiento nacional sobre discapacidades psicosociales más allá de una aproximación altamente vertical y “medicalizada”.  Pese a que hay una Ley General de Salud y varias declaraciones respecto a la salud mental, en la práctica no se distingue claramente entre discapacidades y sus tratamientos, y no pareciera existir una apreciación real de lo que se requiere en términos de políticas y de recursos para ayudar a las personas con adicciones .  Disponer de sólo 700 camas hospitalarias reservadas en todo el país para personas con discapacidades mentales y/o drogadicción, es, de por sí, un poderoso indicador de que no se está bien preparado para afrontar temas de salud mental y, mucho menos, las distinciones entre uso, abuso y adicción a drogas.   En la práctica las intervenciones ni son las necesarias, ni las adecuadas – sobre todo para los más pobres. En efecto, las mas de las veces estos reciben “tratamientos”  que no tienen nada que ver con una aproximación “moderna”, la que supondría un compromiso con los derechos humanos y los cuidados y rehabilitación, o reducción de daños, en los casos que lo amerite. 

En las llamadas “comunidades terapéuticas” donde hubo los incendios, se encontraron personas esposadas a sus camas y en sitios encerrados con llaves.  Ni en el penal de Lurigancho hay semejante seguridad.  Pero esto ocurre porque a las familias de personas  catalogadas como “drogadictos” la legislación actual les permite llevar a sus parientes en problemas a estos centros porque no saben qué hacer con el familiar que “abusa” de las drogas.  Ocurre que el Estado no tiene una política ni una oferta suficiente de un cuidado adecuado, y por tanto esta es la única opción disponible para muchos. 

Pero la mayoría de estos centros –se calcula entre 180 y 400 en el país, pues ni siquiera sabemos con exactitud cuántos hay- no están regulados por nadie. Y, por supuesto, lo común es que las condiciones sean infrahumanas.

Por otro lado, el trasfondo de esto es la política de la Guerra contra las Drogas.  De una población carcelaria alrededor de 50 mil personas, la razón numero tres por encarcelamiento o detención previa al juicio es por delitos asociados con drogas.  Pese a que en el Perú no es crimen llevar consigo droga para uso personal, el tráfico sí es un delito.  Y por esta razón y una letanía de otras cláusulas legales bajo el rubro de “delito de droga”, se está deteniendo a un sinnúmero de personas que probablemente no tendrían que estar en la cárcel, sino en tratamiento en alguna institución especializada, y ni siquiera en todos los casos en un centro de rehabilitación. 

Bajo esta misma lógica existe ahora la contradictoria Ley 29889 que,  por un lado, garantiza los derechos de personas viviendo con alguna discapacidad mental, y que al mismo tiempo sigue permitiendo la detención involuntaria de personas por uso y/o abuso de substancias.  Desde cualquier perspectiva de derechos humanos, estas normas son ilegales y conspiran contra el consentimiento informado y la autonomía individual. 

Mientras tanto las prisiones en el Perú siguen creciendo en número de personas  (solamente en Lurigancho hay 8,000 hombres en un espacio que solo debiera albergar a 3,000) y  casi el 60 por ciento de aquellos privados de su libertad están en detención preventiva, es decir, no han sido sentenciados.  En grandes números viven en un limbo, sin tratamiento ni condiciones adecuadas, por algún delito asociado a la droga.

Por otro lado, los que no son atrapados por el sistema penitenciario corren el riesgo de ser involuntariamente detenidos en estas terribles “comunidades terapéuticas”. 

Pero, en un contexto en el cual no hay espacio para redefinir una aproximación al uso y/o abuso de las drogas; o mirar más allá, a la situación social para luego examinar qué tipo de intervenciones serían preferibles, más eficientes y humanas de lo que son las actuales medidas draconianas y contraproducentes, no se puede esperar otra cosa.  Lo irónico es que la “guerra” en la cual se ha embarcado el país termina atrapando en su red a gente que en su mayoría no tendrían que estar privadas de su libertad.  Pero la guerra persiste porque a nivel de políticas de salud pública, como también en cuanto a políticas sociales, no existen alternativas apropiadas.  Antes bien, la actual situación se asemeja a algún relato del “Crimen y el Castigo” de F. Dostoievski sobre las penitenciarias de la Rusia zarista, así como lo descrito antaño por Foucault sobre las prisiones y los hospitales siquiátricos en la Europa de siglo XIX, experiencias que -200 años después- la humanidad ya debería  haber dejado atrás.

Añadir nuevo comentario

CAPTCHA
Esta pregunta se hace para comprobar que es usted es o no una persona real e impedir el envío automatizado de mensajes basura.
Image CAPTCHA
Enter the characters shown in the image.