Algo más sobre lo intelectual y lo político
Osmar Gonzales Alvarado
Sin nostalgia ni soberbia. Así resumo mi respuesta al comentario crítico que Antonio Zapata publicó hace unos días en el diario La República (“El intelectual-político”, del 17/2) a mi artículo aparecido en Otra Mirada (“¿Qué nos pasó?”, del 9/2). Sin nostalgia, porque, como afirmé, serán las nuevas generaciones las que deberían encontrar respuestas al problema de la distancia existente entre lo intelectual y lo político. Y sin soberbia, porque no he sostenido que la relación entre ambos campos haya sido sólida y que, por tal razón, no requiero esbozar ninguna auto-crítica, como Zapata concluye.
Zapata sintetiza la desconexión entre pensamiento y vida política en la figura del intelectual-político. Yo prefiero ubicar mi análisis en la relación entre los campos y los procesos, constituidos y movilizados ambos por individuos. Resumo mi punto de vista.
Después de 12 años de gobierno militar, los partidos volvieron a la actividad legal con las mismas formas anteriores a 1968, pero en una sociedad que se había modificado sustancialmente, producto de las migraciones, del cambio generacional y de la aparición de nuevos sujetos sociales. El Perú oligárquico había sido liquidado. Así, se fue ampliando constantemente una brecha entre representantes y representados; y ese hiato también involucró a los sujetos de ideas.
Los intelectuales fueron perdiendo anclaje en la política. Los partidos fueron vistos como organizaciones lejanas a su función específica. El APRA no pudo tramontar su carácter de institución voraz, y sus escasos intelectuales se limitaron a replicar los argumentos de Haya de la Torre. Era impensable el cuestionamiento a alguna idea de su líder y fundador.
Los liberales y conservadores abandonaron sus tradiciones intelectuales, dejando de producir interpretaciones sobre la realidad nacional. Los liberales elitistas se olvidaron de Francisco García Calderón, los socialcristianos de Víctor Andrés Belaunde y los ultramontanos de José de la Riva Agüero, por citar solo algunos nombres. En lugar de debatir, se cobijaron en instituciones cerradas de espaldas a la sociedad que había emergido. Solo la aparición de El otro sendero en los 80 modificó el silencio de la derecha, pero cuando trató de encarnarse en un proyecto político fracasó.
Curiosamente, los intelectuales de izquierda, políticamente en contra del sistema, se beneficiaron de su atomización partidaria, y encontraron amplia libertad (al contrario del aprismo) para elaborar abundantes reflexiones sobre la historia y la vida social en general, sin dejar de mencionar su importante activismo en el campo del arte y del periodismo. El problema fue que las dirigencias de los micro partidos de izquierda pretendieron incorporar subordinadamente a sus propios sujetos de ideas negando su compartida tradición mariateguista. Incluso con Izquierda Unida, la lógica de la política iba por diferente carril a la del pensamiento, y quienes propusieron una modernización de las ideas básicas y de su accionar político terminaron, en la práctica, excluidos.
De esta manera, y en un plano amplio, se configuró un esquema de débil vinculación entre las ideas y la política, muy diferente, como he sostenido, al aprismo y al mariateguismo de los años 20. Dicho esquema se acentuó en los 80 con la violencia política, se consolidó en la década siguiente con el fujimorismo, y ha llegado a sus límites en la actualidad.
Un elemento importante es que el retorno a la constitucionalidad en 1980 no fue capaz de resolver la relación siempre arisca entre ciudadanos y Estado, lo que se vio agravado por la brutal crisis económica. La educación –vista como vía de integración− ganó en extensión pero perdió en calidad, y la universidad –salvo las excepciones usuales− dejó de ser el centro de producción de ideas y debates. En cierta medida, ese papel lo cumplirían algunas ONG y los medios de comunicación. Como consecuencia, el campo intelectual no pudo institucionalizarse, y en la actualidad las universidades-negocio catapultan candidatos presidenciales y congresales pero socavan su constitución.
La década del fujimorismo y su modelo económico impactaron en la forma de organizar a la sociedad, y acentuaron las características previas para legitimar su propuesta anti partidos y, sobre todo, antidemocrática. Desde el Estado se buscó dar forma a individuos ajenos al demos; así, partidos políticos y sujetos de ideas devinieron obsoletos desde su discurso, pues ambos apelaban a la constitución de colectividades. Se exaltó la figura del tecnócrata, supuestamente desinfectado de ideologías perniciosas. Mientras la política de Estado celebraba la viveza del más pendenciero, la corrupción y la violencia cotidiana atentaban contra el tejido social.
La caída del fujimorismo representó otra oportunidad para los partidos políticos que habían compartido escenarios y luchas para derrocarlo. Sin embargo, una vez producida la debacle del régimen, los partidos regresaron al 4 de abril de 1992, retornando a sus pequeños conflictos en lugar de acordar, y llevar a la práctica, un conjunto de ideas y políticas transpartidarias. De haber sido así, hubiera abierto las posibilidades para una nueva vinculación con lo intelectual.
En el presente siglo las estructuras políticas −reoligarquizadas− han contribuido a deteriorar el ya descompuesto campo político y de poner en crisis a la precaria vida institucional. Por esta razón, seguramente entre otras, los acuerdos que firman −especialmente sobre temas éticos y lucha contra la corrupción−, son vistos por la ciudadanía como meros actos rituales y no les otorgan mayor significación.
Y así estamos, con una política sin ideas e intelectuales sin política.
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