Somos un país de minorías políticas

Por: 

Alberto Adrianzén M.

Luego de la disolución del Congreso el 30 de septiembre del año pasado muchos y muchas pensaron, con cierta razón, que el futuro político y económico del país cambiaría radicalmente. El fin de la hegemonía de una mayoría abusiva y artificial en el Congreso, como el apro-fujimorismo, fue algo así como el inicio de un futuro distinto que tenía que ser complementado con una nueva elección legislativa. Era pues la oportunidad de cambiar una representación política en el Congreso que una mayoría de peruanas y peruanos repudiaba abiertamente, como lo mostraba semana tras semanas las encuestas. Ello incluía a varios parlamentarios y parlamentarias que no solo eran odiosos para la población, sino que eran símbolo del abuso, de la arbitrariedad y la corrupción.

Luego de las elecciones del domingo pasado algo de ello sucedió. El apro-fujimorismo fue barrido en el Congreso. El fujimorismo (o Fuerza Popular) pasó de tener un poco más de setenta congresistas, gracias a unas reglas electorales mal aplicadas en las elecciones de 2016, ahora habría sacado doce congresistas producto de una magra votación que no llegó a los dos dígitos. Además, las fujimoristas que fueron en listas distintas a Fuerza Popular, como Rosa Bartra y Jenny Vilcatoma, no fueron elegidas. A ello habría que añadir que el APRA prácticamente desapareció políticamente al obtener el resultado electoral más bajo de su historia, un poco más del dos por ciento. Tampoco pasó la valla electoral Solidaridad Nacional, otro aliado de lo que algunos llamarían el “eje del mal peruano” o el apro-fujimorismo.

Pancho Guerra García, ese gran intelectual del velasquismo, suele decir que en política muchas veces uno quiere construir una gaviota y le sale un pelícano. Algo de ello nos ha sucedido el domingo pasado. Porque si bien nos hemos librado del “apro-fujimorismo” y de un Congreso “obstruccionista”, la crisis de representación política que vivimos hace años se ha ahondado en esta elección. Se podría decir que el “vacío” que ha dejado el fujimorismo no ha sido ocupado por un partido o una coalición de partidos. La fragmentación de la representación hoy en el Congreso es expresión de ello. Los partidos electos son parecidos a los enanitos del cuento de Blanca Nieves. En ese sentido, lo que se ha mostrado en esta elección no es solo la crisis de representación sino también que somos un país de minorías políticas, más allá de que algunas veces se construyan mayorías electorales de corta duración que rara vez se mantienen de una elección a otra. 

El partido de Alejandro Toledo que ganó las elecciones presidenciales el 2001 y que obtuvo 45 congresistas, en las elecciones del 2006 sólo alcanzó a tener dos congresistas. Lo mismo le sucedió al APRA que ganó las elecciones presidenciales del 2006 y 36 congresista, el 2011 ni siquiera pudo presentar candidato presidencial y obtuvo apenas cuatro congresistas. Más dramático fue el caso del Partido Nacionalista de Ollanta Humala que luego de ganar las elecciones presidenciales y obtener 47 congresistas el 2011, en las elecciones del 2016 ni presentó candidato presidencial ni listas al Congreso. Por último, la inestabilidad de las alianzas electorales se manifestó en el Congreso del 2016 que pasó de tener seis bancadas a doce gracias en parte a una decisión del Tribunal Constitucional. A ello habría que añadir que la mayoría fujimorista en ese Congreso, luego de un corto tiempo y de tener 73 legisladores, disminuyó a menos de 60. De otro lado, la segunda minoría en ese mismo Congreso, que fue el Frente Amplio, se dividió al año siguiente de las elecciones. Algo similar ocurrió con la bancada del gobierno. Se podría decir que la característica más visible en la vida de legislativa es la recurrencia a la división y a la construcción (o producción) de minorías políticas.

Por eso no nos debe extrañar la fragmentación política y la existencia de minorías políticas, que ha desnudado esta última elección al congreso. Uno tiene la impresión que liberados los electores de la presión de tener que elegir a un Presidente y con el antecedente de la conducta del Congreso anterior, éstos han optado por dispersar su voto por motivos distintos. Mientras que algunos han votado preocupados por la mejorar de la seguridad ciudadanos o la lucha anticorrupción o por la necesidad de políticos honrados, la gran mayoría de los electores lo ha hecho expresando una “bronca” hacia los políticos y una profunda desconfianza hacia las élites. Por eso les han negado a los partidos el “privilegio” de crear una mayoría electoral. En este contexto me interesa señalar algunos puntos.

El primero es que, si bien el presidente Vizcarra no tendrá al frente un Congreso “obstruccionista”, como fue el anterior, sí tendrá uno que resulta impredecible por su nivel de dispersión. Ello posiblemente hará más difícil la confección de una agenda conjunta entre el Congreso y el Ejecutivo, más aún cuando el gobierno carece de bancada, lo cual lo obligará a buscar acuerdos puntuales y temporales con los distintos grupos. Ello también dificultará la aprobación de reformas constitucionales o leyes orgánicas que requieren en el primer caso más de 86 votos y en el segundo más de 65, así como también la elección de nuevos miembros del Tribunal Constitucional. De otro lado, temas como la igualdad de género podrían encontrar una resistencia significativa, lo que impactará en el sector educación de todas maneras. Ello incluye la cuestión universitaria si se toma en cuenta los intereses de los dueños de universidades hoy representados en el Congreso por los partidos APP y Podemos. A ello hay que sumar que en este Congreso hay sectores opuestos radicalmente a la minería. Por eso se podría decir que, si bien la estrategia de disolver el congreso le sirvió al gobierno para también "disolver" a sus enemigos políticos, hoy tiene nuevos "enemigos" que podrían ser, incluso, más duros que los anteriores. Virgilio Acuña, congresista electo, ha dicho: “UPP va a ser una bancada, con mayúsculas, radical” (El Comercio:28/01/20). Es obvio que ese radicalismo del que habla Virgilio Acuña será muy distinto al radicalismo que mostró el fujimorismo ya que supone, por ejemplo, una nueva Constitución. 

 El segundo punto a destacar es la vigencia de un radicalismo que está ubicado sobre todo en el sur del país y que no tiene representantes políticos permanentes. Esos sectores votaron por Ollanta Humala el 2011 y por Verónica Mendoza el 2016 y hoy, y hoy indirectamente al parecer por Antauro Humala. Este radicalismo es más social que partidario como lo demuestra que haya tenido distintos representantes a lo largo del tiempo. Un dato importante es que casi el 47% del voto a UPP, que es hoy el partido de Antauro Humala, proviene de la zona sur del país. Sin embargo, habría que decir que ese radicalismo es ambivalente. Puede ser democrático o autoritaria. Las propuestas del grupo “antaurista” como la de candidatos como Daniel Urresti, se orientan más hacia lo segundo.   

El tercero es que el llamado “centro político” no existe o su construcción política es difícil como lo acaba de demostrar el Partido Morado que ha sido, dicho sea de paso, la única organización que se ha autodefinido como de “centro político”. El problema de construir un “centro” es que nuestro país no está polarizado ni política ni ideológicamente sino más bien dividido socialmente. Se podría decir que la división política es más entre abajo y arriba que entre izquierda y derecha. En este contexto el desplazamiento de la política es más vertical que horizontal. De otro lado, la búsqueda de un centro refleja una suerte de fantasía de un sector de las clases medias que considera que la política es posible siempre y cuando se suprima o anule el conflicto social. El problema no es solo que el Partido Morado haya sacado, como todos los partidos, una votación baja, sino que esa  votación está ubicada principalmente en Lima. Más de la mitad de su votación nacional proviene de electores que viven en la capital, lo que demuestra su poca llegada en provincias y sus escasos vínculos con los sectores populares. Su futuro podría ser similar al del PPC que se convirtió en un partido limeño.

El cuarto es la alta probabilidad de que la izquierda (socialista) se convierta en una permanente minoría política en el país. Esta posibilidad se expresa hoy en las visibles dificultades de Juntos por el Perú y de Perú Libre de superar la valla del cinco por ciento y la baja votación del Frente Amplio que lo puede convertir a este último, en una suerte de acompañante consentido, pero minoritario y permanente, de los que triunfan en las elecciones.

El quinto y último punto es la presencia reiterada de lo que podemos llamar un “voto popular inconforme” que hoy se ha hecho visible, tanto en los partidos de izquierda, como principalmente en la UPP (Antauro) y en el FREPAP, que representa una profunda desconfianza hacia las elites. La diferencia es que el voto por la UPP expresa claramente una radicalidad social, ubicada, principalmente el sur, mientras que los electores del FREPAP tienen más bien una identidad religiosa y plebeya, antes que una radical. Es como dijo una señora que no quería viciar su voto: “prefiero votar por el pescadito porque son menos drásticos que Antauro”. Un dato importante que diferencia a ambos grupos es que un poco más del 41% del voto del FREPAP se ubica en Lima. No estamos, como se ha dicho en estos días, ante un partido principalmente rural sino más bien urbano popular. 

Finalmente quisiera reiterar que vivimos en un país de minorías políticas, donde los partidos son como las mariposas: viven un solo día. Dicho de otro de manera los partidos son los adornos de un jardín que aquí llamamos democracia.

Nota: agradezco a Aida García Naranjo por proporcionarme los datos sobre la votación de los partidos en cada región.   

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