El fantasma del hambre
Nicolás Lynch
Mirar a otra parte es un arte que los de arriba en el Perú no sólo heredan de su pasado colonial, sino que en tiempos neoliberales les ha permitido inventar una realidad paralela a la del mundo en que vivían. Este es el caso de la precariedad del trabajo de la abrumadora mayoría de la población que todavía hoy, a un año del bicentenario, no termina de cuajar como un derecho.
Cómo serán los tiempos que ha habido que esperar a un momento de crisis extrema como la actual para que esta realidad paralela se resquebraje y se reconozca una verdad de Perogrullo: la existencia del Perú informal. Solo que el nombre es equívoco “informal” y supone que hay otro formal respecto del cual se define el primero. Aníbal Quijano, décadas atrás, nos señaló que era una sola fuerza de trabajo —ciertamente heterogénea— una parte sin derechos llamada informal aproximadamente el 75% y otra en planilla, dicen que, con derechos, formal a duras penas y en los mejores cálculos la cuarta parte de la PEA. Cifras por supuesto del momento anterior a la pandemia y que hoy deben haber cambiado para mal, con menos empleo en planilla y menos ingresos. La diferencia, en todo caso, ha estado en el grado de explotación y sobre explotación de unos y otros por parte de nuestro capitalismo dependiente, que los necesita a ambos, como un solo universo, que le permite mantener sus elevadas tasas de ganancia y los bajísimos salarios que se pagan.
Esta realidad atroz de un crecimiento sin trabajo (“jobless growth” señala la literatura especializada) reaparece así con la crisis agudizada por la pandemia del coronavirus. Las razones saltan dramáticamente ante nuestros ojos, la destrucción de buena parte del poco trabajo que había y la desaparición del precario ingreso de los llamados informales. Esta precariedad no es que no existiera antes, sino que ha estado ideológica y políticamente oculta. Los voceros del régimen siempre han afirmado que en el Perú había empleo y lo han hecho a través del control monocorde que tienen de los medios de comunicación. Incluso una ministra de Relaciones Exteriores llegó a decir, con motivo de la llegada masiva de venezolanos al Perú, que no había problema porque en el país había empleo para todos. Esta ha sido la hegemonía ideológica neoliberal: los informales no existen o son un pequeño ejército de fracasados y aquí hay trabajo para todos.
Aunque no sólo ha sido un pesado velo ideológico el que ha caído sobre el problema, sino un desinterés por alguna eventual solución. A la derecha neoliberal no le interesa sino la exportación de materias primas para el mercado mundial y no la realización de sus ganancias en el mercado interno o la producción de algún valor agregado exportable. Tenemos entonces, negocios de cuantiosa inversión, como son la minería y el gas, altas ganancias en relativo poco tiempo para los dueños y sus allegados y poquísima generación de puestos de trabajo, cuyo sustento ideológico como posibilidad de desarrollo se viene abajo con la pandemia causada por el coronavirus.
Así, la reaparición del Perú informal no sólo revela la casi ausencia de trabajo con derechos, sino también la precariedad de los ingresos de la mayoría de la población en disposición de trabajar, que es la llamada eufemísticamente informal. Estos dos elementos: falta de trabajo y bajísimos ingresos son los que nos persiguen en estos días de pandemia. ¿Por qué la población mayoritaria de nuestro país “habla con los pies” y sale a la calle o quiere regresar caminando a sus pueblos de origen, a pesar de la cuarentena? Porque tiene hambre y le da menos temor contagiarse de covid 19 que morirse de hambre. Un amigo, distinguido sociólogo, me decía que todos ya fracasaron en convencerlos de que se queden en sus casas. Hasta las Fuerzas Armadas han fracasado en el intento, lo cual dice de la erosión de uno de los temores reverenciales del Perú oligárquico y la tremenda ineficacia del Estado que ha perdido hasta la capacidad de asustar.
Pero regresando a la quiebra de la hegemonía neoliberal, tenemos que si el escándalo causado por la corrupción de los últimos años tuvo un gravísimo efecto corrosivo; la revelación de la casi inexistencia de trabajo con derechos y su consecuencia en el hambre está teniendo un segundo efecto disolvente de esta hegemonía. Sin embargo, a diferencia de los escándalos de corrupción que nos revelan que hemos estado gobernados por pillos, la presencia masiva del hambre es una certeza inmediata, sobre cada persona y su familia. El hambre por ello es un disolvente muy poderoso, que no solo desnuda al emperador, sino que lo lacera.
Por ello el hambre se convierte en un fantasma, que recorre campos y ciudades de nuestro país. Que indigna y moviliza, a pesar de la “inmovilización total” que nos decretan. Que hace entrar en pánico a los ricos, que le temen al hambre de la mayoría que ya no tiene los velos ideológicos que lo oculten. El hambre, además, es un problema urgente porque supone la subsistencia cotidiana. Tenemos entonces que revela y rebela, convocando desde nuestros esfuerzos inmediatos porque nuestros compatriotas no pasen hambre hasta la necesidad de una organización distinta, como ya lo han dicho varios, incluso desde esta casa, en esta coyuntura.
La ayuda desde arriba, más allá de que es poca, no está probando ser efectiva. Se necesita entonces movilizar a las organizaciones sociales, en especial aquellas que están más cerca de la población. No es el mejor momento de las organizaciones de base por el rumbo que ha tomado la sociedad en las últimas décadas, presionada por una lógica individualizante y mercantil, pero es uno de los pocos recursos con posibilidades de eficacia que existe. Será el momento de saber si la memoria de décadas anteriores se despierta y la urgencia de hoy hace que nuevas generaciones tomen la posta. No parece haber otra alternativa y ese puede ser un acicate definitivo.
Empero, los escándalos de corrupción y el hambre, como disolventes de la hegemonía ideológica, tienen otro efecto pendiente: la reconstitución de la voluntad política, solo que esta no sucede en automático. El virus habrá hecho su parte, pero no puede convertirse en partido ni menos en proyecto. Hoy toca partir de estos problemas inmediatos que son también estructurales y señalar que hay necesidad de poner al Perú en otro camino, ya que el curso del golpe del cinco de abril está agotado.
El fantasma del hambre puede convertirse así de la búsqueda por encontrar salidas a la angustia cotidiana, en un estímulo para pensar un país y un mundo que a la vez que domestique el virus nos permita escribir nuestro propio guión emancipador.
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