El Estado torcido en Tía María
Nicolás Lynch
Como argumento para declarar el Estado de Emergencia en la provincia de Islay hace pocos días se ha dicho que hay que defender el Estado de Derecho; el derecho, nos dicen, de la mayoría de ciudadanos de ese lugar a vivir en paz. Sin embargo, si vamos a una definición sencilla de Estado de Derecho, encontramos que este no es otra cosa que el gobierno de la ley. Justamente lo que define a la modernidad, superar la autoridad que emana de la arbitrariedad de las personas y marchar, supuestamente, a la neutralidad de la ley.
Sin embargo, si revisamos sumariamente lo sucedido en el proyecto Tía María podemos ver que no se ha cumplido, precisamente, con la ley. Esto ha ocurrido, como se ha repetido hasta la saciedad, en dos aspectos sustantivos: la licencia social y la licencia ambiental para llevar adelante el proyecto. La primera, porque cada vez que se ha convocado a una audiencia para debatir el Estudio de Impacto Ambiental (EIA), el lugar estaba cercado por miles de policías que impedían la entrada de los lugareños y dejaban que pasaran los mitimaes, traídos de otros lugares, de manera tal que los expositores no tenían interlocutores válidos que plantearan otros puntos de vista. La segunda, porque a pesar de que un organismo especializado de las Naciones Unidas hizo 138 observaciones muy importantes al EIA, estas nunca han sido levantadas en un documento público que de manera transparente lo presentara a la población.
Nos encontramos entonces en una situación en que el Estado, en complicidad con la empresa Southern, no ha cumplido con la ley, es decir, han violado el Estado de Derecho. Frente a esta violación es que se levanta y moviliza la población de la provincia de Islay, para reclamar que se cumpla con obtener la licencia social y la licencia ambiental para la actividad minera. En esta movilización y su represión es que se producen indeseables actos de violencia con el saldo de muertos, seis civiles y un policía, que todos conocemos. Pero la violencia no ha sido de un solo lado, los ya famosos “terroristas antimineros” a los que el gobierno y los medios concentrados les echan toda la culpa. Sino recordemos, las fotos trucadas, el arma plantada y el perdigón extraviado de la última pérdida. Es una violencia producto de la polarización existente que se genera por los graves errores políticos al insistir en una forma equivocada de hacer minería. Lo que no quiere decir que no puedan haber infiltrados que se quieran aprovechar de la situación, pero estos de ninguna forma son la raíz sino uno de los subproductos de la extrema polarización.
¿Qué salida tiene la situación? Indudablemente que no la militarización y el Estado de Emergencia, porque la polarización existente, que es hoy el problema fundamental, no se va a desactivar con más violencia y peor todavía con la violencia de quien debería garantizar la paz, es decir el Estado. Es indispensable en las actuales circunstancias terminar con la violencia del Estado, que es la principal causa de la desconfianza y de la polarización existente. Sobre esta base es que se podrá retomar el diálogo entre las partes.
Ahora bien, no se trata de un diálogo para imponer a como dé lugar el proyecto minero, tal como ha intentado varias veces el gobierno de Humala, no. Se trata de un diálogo en el que todas las posibilidades estén abiertas pero cuyo eje sea el desarrollo de la provincia de Islay, su conexión con la región Arequipa y con el sur del Perú. Solo de esta manera se podrá pacificar Islay y evitar una conmoción macro regional.
El gobierno de Humala en su versión Cateriano, parece, sin embargo, lejos de esta salida. Quiere insistir en la imposibilidad de una democracia sin conflictos ni canalización, que no sea policial y militar, de los problemas. Un Estado torcido en lugar de derecho y por este camino un gobierno sin legado.
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