Esa oscura fascinación por la OCDE
Daniel Kersffeld
Con las nuevas gestiones iniciadas por decisión de Javier Milei, una vez más resulta innegable que, para los gobiernos neoliberales, la entrada en la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico) se ha convertido en un objetivo prioritario. Casi en una obsesión.
Construido sobre los restos del Plan Marshall, el así llamado “club de los países ricos” se creó en 1961, en plena Guerra Fría, con la intención de agrupar a las 20 economías más pujantes, con el libre comercio, el desarrollo y la defensa del capitalismo como tres de sus valores más relevantes.
Convertida en una organización de creciente gravitación mundial, desde su surgimiento se sumarían otros 18 países a partir de un estricto proceso de selección y de la puesta en marcha de un amplio catálogo de reformas económicas. Más allá de su actual diversidad, su predominio sigue marcado, indiscutiblemente, por los Estados Unidos y por la Unión Europea.
Gobiernos conservadores y neoliberales latinoamericanos también mostraron su interés por incorporarse a este bloque en una meta que, hasta el momento, pudo ser conseguido por gobernantes distinguidos por la aplicación de recetas ortodoxas, y cuyas administraciones fueron consideradas desde los centros económicos hegemónicos como modelos para el resto de la región.
Así ocurrió en México en 1994, a fines del sexenio de Carlos Salinas de Gortari, justo cuando se ponía en marcha el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá; por Chile en 2010, durante el primer mandato de Sebastián Piñera; por Colombia en 2020, en la presidencia de Iván Duque; y en Costa Rica en 2021 bajo Carlos Alvarado Quesada.
Desde Argentina, se planteó una primera solicitud de ingreso en 1997, durante el mandato de Carlos S. Menem, y veinte años más tarde, se volvió a presentar ya durante el de Mauricio Macri. De manera tardía, la OCDE aceptó la propuesta argentina en enero de 2022, si bien fue ya bajo el actual gobierno que nuevamente se pusieron en marcha las negociaciones para su ingreso. De hecho, Javier Milei instruyó a su canciller a acelerar los pasos para sumarse lo antes posible.
Como muestra del nuevo alineamiento internacional que se está imprimiendo al país, pero más aún como una prueba de fe, el gobierno de Javier Milei rechazó la incorporación de Argentina a los BRICS, pese a que desde la OCDE no se impusiera esa condición, y a que tampoco desde el bloque liderado por Rusia y por China se le exigiera una pertenencia exclusiva. Al fin y al cabo, la OCDE también invitó a Brasil a formar parte, sin que su rol en los BRICS se convirtiera en un obstáculo.
Más allá de una clara filiación ideológica, la entrada de Argentina en la OCDE tendría además otros intereses más oscuros vinculados al complejo entramado entre gobiernos y corporaciones de los países centrales, en detrimento de las pretensiones del Sur Global. Sobre todo, desde que en 2013 se comenzaron a delinear los Dos Pilares como ejes centrados en el cobro de impuestos a las empresas multinacionales y en la distribución de los ingresos recaudados a nivel internacional.
El punto crucial es que el declamado cobro de un 15% a las empresas multinacionales es difícil de llevar a la práctica en los países en desarrollo que, en cambio, deben ofrecer incentivos, garantías y acuerdos fiscales para favorecer la inversión extranjera directa por parte de corporaciones que, muchas veces, imponen sus propias condiciones e, incluso, los marcos regulatorios deseados.
Tal como establece el Segundo Pilar, si un país en desarrollo no cobra el impuesto mínimo propuesto, será el país de origen de la empresa matriz el que deba hacerlo, por lo que, naturalmente, permanecerán allí los ingresos financieros recaudados.
En los últimos años, la centralidad asumida por la OCDE como promotora de este particular sistema impositivo fue cada vez más cuestionada por gobiernos y organizaciones multilaterales.
En agosto de 2023, en el seno de las Naciones Unidas, una amplia mayoría de 125 países respaldó la propuesta del Grupo Africano para revisar la política tributaria internacional y establecer una nueva convención marco que traslade la toma de decisiones desde la OCDE a la ONU.
Los países que intentaron bloquear la medida, en su mayoría miembros de la OCDE, como Estados Unidos y el Reino Unido, apenas obtuvieron 48 votos y fueron acusados de negociar de mala fe.
En tanto que, a fines del año pasado, un comité de expertos independientes de la ONU emitió un informe y un comunicado formal a la OCDE en el que advertía que su propuesta reducía significativamente la cantidad de impuestos que los países del Sur Global podían recaudar de las multinacionales. De igual modo, apuntaron al carácter discriminatorio y neocolonial del proyecto tributario, que tendría un impacto negativo “en asuntos de género, etnia y raza”.
La conclusión del informe, respaldada además por una amplia variedad de gobiernos, organismos internacionales, académicos y ONGs, fue terminante: la OCDE “no es un foro inclusivo o representativo para negociaciones globales sobre cooperación fiscal”.
Por su parte, la organización Oxfam Internacional afirmó que el G7 y la Unión Europea obtendrían alrededor de dos tercios de los beneficios del impuesto mínimo global, mientras que los países más pobres obtendrían menos del 3 %. En tanto que el proyecto redistributivo propuesto en el Pilar Uno también favorecería mayoritariamente a los países ricos.
En el interés por beneficiar a las multinacionales y por complacer a los países centrales, resultan claros los motivos por los que al gobierno argentino le interesa sumarse a la OCDE. Pero también resulta cada vez más evidente lo lejos que pretende situarse de las justas demandas del Sur Global.