Releyendo a Victoria Camps

Por: 

Baldo Kresalja 

En su ensayo “El ejercicio cívico de la libertad de expresión” (2010) la filosofa española V. Camps nos entrega algunas ideas que son pertinentes recordar frente a la concentración de propiedad y propiedad cruzada entre prensa escrita y televisiva, y que es de especial aplicación a  la situación creada en el Perú por la adquisición del grupo El Comercio del grupo Epensa, que los hace participes de un porcentaje muy alto en el tiraje periodístico y la concentración publicitaria. Camps se pregunta si es posible poner límites a la libertad de expresión con el propósito de construir ciudadanía.

Dice Camps que la tendencia desregulatoria de los últimos años afirma que la libertad de mercado es la expresión más idónea de la libertad, la que se erige en sustitución de la deliberación democrática previa a la toma de decisiones colectivas, para evitar que ciertos valores prevalezcan frente al mercantilismo dominante. Cualquier intervencionismo se considera reprobable y sectario. Pero el mercado no es democrático, pues no brinda igualdad de oportunidades, incluso en el ámbito de la libre expresión y confrontación de ideas. Es el poder económico (principalmente a través de la publicidad) quien tiene capacidad real para expresarse y dominar el universo mediático. La soberanía del mercado no produce individuos libres y autónomos capaces de pensar por si mismos y de expresar libremente lo que piensan, sino mas bien conformados por las ideas dominantes, que serán aquellas  que favorezcan a los que tienen poder económico y acceso a los medios. Se trata de una “oferta” interesada.

Frente a esa situación se pregunta Camps si es posible limitar la libertad de expresión y mediante que medios. Afirma que no puede ser por medio de la ley o la intervención del Estado, sino promoviendo que los ciudadanos utilicen responsablemente los medios de comunicación. Y como ello es prácticamente incumplido en la práctica, aporta tres ideas que están en la base de la dificultad para poner límites a la libertad de expresión.

La primera es la confusión entre “libertad” y “desregulación”, emprendiéndose esta ultima en nombre de la “libertad”. Pero esta  nunca puede ser entendida como ausencia de reglas, pues si tiene que ser un derecho de todos, es preciso que se la regule, justamente para que pueda sostenerse. Otra errónea  idea que hay que superar es la de identificar cualquier limite a la libertad de expresión con la censura. Y para entender ello hay que precisar que el Estado debe ser neutro, porque si no lo fuera tendería  a eliminar los contenidos que lo perjudiquen. Los poderes públicos, sin embargo, no pueden tolerar cualquier daño a personas, instituciones y valores democráticos. ¿Debe acaso el Estado callar ante la evidencia de sobornos en los medios o a campañas calumniosas reiteradas? ¿Es acaso posible admitir el racismo o la discriminación contra la mujer, esperando que el “mercado” ponga las cosas en su sitio? Evidentemente que no, en esos casos es preciso actuar, dentro del marco de la ley, pero con energía y valentía.

La tercera dificultad, dice Camps, para poner limites a la libertad de expresión, se encuentra en que tanto la imagen de las personas como los valores democráticos son bienes intangibles, y por tal motivo es difícil determinar cuando quedan dañadas moralmente. Han ido perdiendo aceptación  criterios como los vinculados al honor o a la decencia que antes servían de referencia. Es preciso encontrar o sumar otros, alejadas eso si del Estado paternalista que desearía intervenir para establecerlos. Lo que hay que buscar es que la libertad de expresión no erosione o destruya unos derechos sociales básicos, como la educación, el trabajo digno, la salud, en nombre del mercado. Las tendencias conservadoras y las ampliamente vigentes en los principales medios de comunicación en el Perú, consideran que la defensa de esos derechos consistiría en una intromisión abusiva en la libertad de las personas. Se trata, sin embargo, de derechos fundamentales cuyo respeto es indispensable para una sana vida en común.

Considera Camps que un déficit de las democracias actuales es la construcción de ciudadanía, pues son muchas las personas indiferentes frente a los asuntos públicos. Y ¿de que  manera se manifiesta ese déficit? Por ejemplo, en la tendencia a resolver los supuestos ataques a la libertad de expresión defendiéndola a esta sin límites, y siendo benevolentes hasta el extremo para castigar la mentira, la discriminación y la ofensa personal. La libertad de expresión ya no es entonces un medio, es decir, un valor en consonancia con el conjunto de valores democráticos y constitucionales, sino un fin en si misma al servicio de intereses privados. Estos temas adquieren una renovada complejidad con la aparición de las nuevas tecnologías, como Internet y las redes sociales. Ello dificulta el poner límites a la libertad de expresión, pero es un imperativo ético el intentar señalarlos. El ideal seria,  dice Camps, que cada ciudadano se los imponga, pero como eso no suele ocurrir, es entonces el Estado el que debe garantizar que no sea la libertad de expresión utilizada para vulnerar otros derechos, en especial el de la libertad de los demás.

El concepto de libertad que se impone en nuestros días es la que solo preocupa al individuo y a sus negocios. La pregunta es si esa es toda la libertad que deseamos, si debemos descartar cualquier limite a la misma. Porque en una democracia, la libertad de expresión no debería ser un fin en si misma, sino un medio para promover libremente valores democráticos. Entonces, ¿hasta que punto los gobiernos deben hacer algo para promover la adhesión de la libertad de expresión a los valores democráticos?, ¿hasta donde es posible llegar sin incurrir en censuras? Para que una democracia funcione, y esta claro que no funciona bien entre nosotros, no bastan unas instituciones publicas mas o menos justas y eficaces, sino que debe haber un marco de referencia común para  todos los miembros de la comunidad.

El diseño institucional de una democracia debe garantizar, además de la seguridad de las personas y la participación política, una esfera capaz de contribuir a la formación de la opinión publica.  Ese diseño debe garantizar los derechos de información y comunicación, y la independencia de los medios de expresión. La reducción de la comunicación al entretenimiento, a la simplificación informativa, quizás atraiga la curiosidad inmediata de las personas, pero a la larga ahuyenta a los ciudadanos y genera desconfianza. Por cierto, la ciudadanía, como cualquier otra empresa moral, depende de la voluntad y del carácter de las personas, no de unos medios que, como tales, pueden ser puestos al servicio de fines nobles o no tan nobles.

Y no cabe duda que la concentración de propiedad en los medios de comunicación no ayudara a superar las dificultades anotadas, mas bien aumentarán la altura de las vallas o  de los muros para acceder a la limpia pradera de la vida democrática, en la que sea tarea común, compartida, el pleno respeto a los derechos humanos.

Lima, 27 de noviembre de 2013

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