Otro verano golpista en la región

Por: 

Nicolás Lynch

En el 2015 parece repetirse a escala ampliada la ofensiva reaccionaria del 2014 en Venezuela. Ahora son guarimbas en toda América del Sur y hasta los gringos arman su guarimba y amenazan con “Decreto Ejecutivo” al continente. El guión se repite en la misma Venezuela y pasa al Brasil de Dilma Roussef y a la Argentina de Cristina Kirchner. Pero hay una nueva e inesperada invitada a la fiesta del descrédito: Michelle Bachelet. El guión es simple, casi todos son dictadores o en camino de lograrlo, además de corruptos y algunos, como Maduro y Cristina Kirchner, asesinos.
 
El objetivo es el derrocamiento, no importa si violento, de los gobiernos progresistas elegidos y reelegidos democráticamente en los últimos quince años en la región. La pauta la da, una vez más, la derecha venezolana. Allá la oposición se encuentra dividida en dos, el sector mayoritario que compite electoralmente y apuesta a una salida democrática a la polarización política y otro minoritario, que desconoce la Constitución y plantea el derrocamiento del gobierno de Maduro. Los grandes medios, paradójicamente, apuestan al sector violento. Esta pauta se sigue en el Brasil de Dilma Roussef donde ya se habla de “juicio político” para destituirla, a pesar de haber sido reelegida hace pocos meses y continúa con tono “destituyente” en la Argentina, donde infructuosamente y a pocos meses de las elecciones generales, se insiste en relacionar a la Presidenta Cristina Kirchner con el asesinato de un fiscal, cuyas acusaciones han sido desechadas reiteradamente por diversas instancias judiciales.
 
Por supuesto que ninguna ofensiva política se da por casualidad. En Venezuela hay una polarización política en la que buena parte de la responsabilidad recae también en el gobierno de Maduro. Meter presos a líderes opositores, por más conspiradores que sean, no creo que sea la más sabia de las opciones y desafortunadamente parece haberse convertido en el ejemplo de un conjunto de reacciones autoritarias. Asimismo, el combate a la corrupción, que se hereda y se reproduce, no parece haber sido, tanto en Venezuela como en el Brasil particularmente eficaz. Por último, la dificultad para superar el rentismo extractivista, que ya sea con el petróleo, la minería o los granos, atraviesa todas nuestras economías, es una debilidad estructural que se hace más claramente patente en momentos de guerra económica contra estos procesos transformadores.
 
Las razones de fondo, sin embargo, son las grandes reformas sociales producidas en América Latina, como nunca en nuestra existencia como repúblicas. Hablaremos solamente de dos. La primera es el espacio de autonomía logrado frente a los Estados Unidos. Ello permite el desarrollo soberano de mecanismos de integración propios como Unasur y Celac, que nos dan quizás si la única posibilidad de integración ventajosa como bloque regional a la dinámica planetaria.  La segunda es la extraordinaria profundización de la democracia. Ya no estamos a fines de la década de 1950, cuando para hacer cambios de fondo se necesitaba el asalto al poder y el partido único como ocurrió con la revolución cubana. Tampoco en la década de 1970, cuando todavía en plena guerra fría, Salvador Allende se atrevió a ganar una elección para construir el socialismo en democracia y pagó la osadía con su vida y la de miles de sus compatriotas. Hoy se producen grandes transformaciones sociales con elecciones sucesivas, innegable competencia política y nuevos mecanismos de participación. Es más, el punto de la confrontación es lo que antes faltaba en nuestros países: los derechos sociales y culturales para las mayorías. La izquierda los afirma y la derecha los niega. El resultado es que se ha trasladado poder a los ciudadanos que nunca lo tuvieron, se ha desarrollado un sujeto popular movilizado y se ha repolitizado la sociedad. Podrán golpear a los gobiernos pero les va a ser muy difícil extirpar del pueblo la nueva identidad conquistada.
 
Al revés de lo que nos quieren hacer creer se pone sobre la mesa la existencia de diferentes intereses sociales que entienden la democracia de manera distinta. Las mayorías que ganan y vuelven a ganar y, por lo tanto, que quieren llevar adelante la voluntad mayoritaria, y las minorías que pretenden, no solo obtener respeto, indispensable en cualquier democracia, sino continuar –como siempre ha ocurrido- con su poder de veto sobre la decisión de las mayorías.
 
Lo malo y lo feo de esta situación es la postura violentista de cierta derecha latinoamericana que ha infectado al Perú. La última resolución de la Comisión de Relaciones Exteriores del Congreso peruano sobre Venezuela, con la adhesión de 57 representantes, niega los caminos democráticos en los que insiste Unasur y a los que se aúna la OEA para solucionar la polarización en la que se encuentra dicho país e insiste en la barbarie. Nos encontramos con los papeles cambiados, al menos formalmente, frente a lo que ocurría cincuenta años atrás. Hoy la derecha está por la violencia y la izquierda por la democracia.
 
Sin embargo, desde todas las tiendas políticas debemos insistir en el diálogo. Como dice el ex Presidente uruguayo José “Pepe” Mujica, cualquier salida autoritaria, de izquierda o de derecha, sería muy negativa para el proceso latinoamericano. Esta es la única manera en que los nuevos sujetos populares, llámense chavismo en Venezuela, peronismo renovado en la Argentina o Partido de los Trabajadores en el Brasil, a la par que varios otros en el gobierno y la oposición, sean el eje de la construcción de sociedades democráticas en sus países que le den un futuro a nuestra América Latina.
 

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